Publicado originalmente en Nueva Sociedad.
Luiz Inácio Lula da Silva presenta la segunda vuelta como una elección entre la democracia y el abismo. Ha logrado el apoyo de dos de los candidatos más importantes de la primera vuelta y de una cantidad de dirigentes de la política tradicional. Ahora busca movilizar el apoyo por abajo que necesita para vencer al actual mandatario.
El domingo 2 de octubre dejó un sabor raro: el 48,4% de los votos que obtuvo Luiz Inácio Lula da Silva al frente de Brasil de la Esperanza, una coalición integrada por diez partidos, no alcanzó para su consagración presidencial tal como se esperaba. Con 43,2% de cliques en las urnas electrónicas a su favor, el presidente Jair Bolsonaro reveló la verdadera proyección de la prédica diseñada en 2018 por Steve Bannon, su mentor de entonces y de ahora. Pero otro dato, surgido de los comicios, activó las alarmas: la composición del Congreso Nacional, donde el bolsonarismo tendrá una fuerte presencia.
No solo el nuevo Senado albergará a varios exministros del actual gobierno; el postulante de la extrema derecha también podrá contar con la Cámara de Diputados para sancionar leyes acordes con la facción de los dueños del poder económico que lo apoya y también con sus propios intereses grupales.
Pero, al mismo tiempo, la resurrección de Bolsonaro ejerció un fuerte impacto en sectores de la sociedad que rechazan la figura estridente del actual jefe de Estado. «Consideramos esencial evitar esa reelección, por el temperamento autoritario y la aversión a dialogar con todos los segmentos de la sociedad» que reviste el mandatario: esto es lo que dice un manifiesto que acaba de publicar el grupo Derribando Muros. Allí se sostiene también que es ese principio el que lo lleva a declarar su «voto incondicional» por Lula da Silva en el balotaje del 30 de octubre. La asociación, creada hace dos meses, incluye entre sus miembros a personalidades notorias del establishment económico y financiero, a quienes se unieron varios intelectuales.
El exmandatario pasó a convertirse así en la única alternativa democrática frente a una eventual radicalización de su adversario, un escenario que desvela segmentos importantes de la clase media y alta. Esos estamentos mantienen influencia sobre el conjunto de la ciudadanía; pese a eso, la masividad del voto a Lula procede de las mayorías sociales más vulnerables (más de 50% padece hambre o se encuentra en inseguridad alimentaria), conscientes de cuántos sacrificios, muertes y padecimientos han sufrido los últimos cuatro años, por cuenta de Jair Bolsonaro, un advenedizo de ultraderecha que mostró sus dificultades de gestión durante la pandemia.
En este contexto, Lula da Silva entendió que el periodo a transitar hasta fin de octubre pasa a constituirse como «una elección diferente a la del primer turno». Para ganar, señaló el líder petista, «tenemos que definir una nueva estrategia que es la de sumar todas las fuerzas posibles de nuestro lado».
La disyuntiva en estos comicios se presenta, así, como «democracia o abismo», una expresión que de hecho se ha convertido en el nuevo eslogan. Así lo expresó Fernando Henrique Cardoso, exgobernante (1996-2002) y ex enemigo de Lula: dijo públicamente que el líder del Partido de los Trabajadores es el único candidato capaz de preservar la democracia y la inclusión frente a un adversario que representaría para un riesgo de deriva autoritaria. Por los mismos motivos, la candidata presidencial Simone Tebet, tercera en el ranking de los más votados, manifestó su apoyo categórico a Lula.
En el giro de esta senadora del pragmático Movimiento Democrático Brasileño hacia el líder petista pesó la capacidad negociadora demostrada por la alguna vez obrero metalúrgico. «Lula tiene experiencia y sabe lidiar con la clase política. Identifica muy bien con quién habla y con quién trata. A él lo reconozco como demócrata y al otro [Bolsonaro], no». Para ella, «en este momento de la historia brasileña no hay neutralidad posible». Idénticas causas indujeron al único partido de centroizquierda que había quedado fuera de la Coalición de la Esperanza, el Partido Democrático Laborista (PDT), a sumarse de manera «incondicional» a la nueva campaña lulista. Y en ese ambiente, el presidenciable que el PDT había llevado para la primera vuelta, Ciro Gomes, se vio obligado a expresar su adhesión, so pena de marchar hacia su aislamiento y muerte política.
Al conseguir el apoyo de esos dos excandidatos, supuestos dueños de 8,5 millones de votos, Lula acerca una porción más que significativa de esos electores. Sin duda, son grandes las chances de que una mayoría de estos votantes prefieran al petista contra Bolsonaro; es que, según explican algunos analistas, quienes mostraban tendencias favorables al presidente ya migraron hacia su lado en la primera vuelta. Una pesquisa de PoderData del 6 de octubre reveló que 92% de los adherentes a Tebet prefieren a Lula.
Precisamente, es esa convicción de que el binomio Luiz Inácio Lula da Silva-Geraldo Alckmin puede llegar al poder lo que explica la oleada de adhesiones de la cúpula histórica del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB, centroderecha): el exministro de Justicia Nelson Jobim, el expresidente del Banco Central Armínio Fraga, la célebre politóloga Ilona Szabó, el exministro de Hacienda Pedro Malan, el creador del Plan Real André Lara Resende, el ex ministro José Serra y el excanciller Aloysio Nunes Ferreira.
En esa línea, otro extitular del Banco Central, Pérsio Arida, hizo público por quién votará a fin de mes: «Decidí elegir a Lula da Silva no solo por los errores que cometió Bolsonaro, sino también por el temor de lo que pueda ocurrir con la democracia brasileña. No quiero que ella muera y lo que hoy tenemos es un retroceso civilizatorio». Arida comandó el Banco Central durante el primer mandato de Cardoso (1995-1998). No dudó en subrayar el «calvario» que representaría una segunda parte de gobierno bolsonarista: «Será peor por constituirse en una amenaza a los derechos humanos, al medio ambiente y a la propia democracia», sentenció.
Las proclamas de estos representantes de la política tradicional reflejan en gran medida el desasosiego de una parte significativa del poder económico-financiero brasileño. A esas fracciones de las clases altas no les faltan motivos para el rechazo del actual presidente, que se ajusta al prototipo político de la extrema derecha planetaria. Ellos observan ese alineamiento con el ex ocupante de la Casa Blanca Donald Trump y con el numen del movimiento derechista Steve Bannon como un riesgo potencial por tratarse de un entramado global que no comandan. De manera algo paradójica, considerando el rechazo que en los últimos tiempos concitó el PT entre esos grupos, temen que esa pertenencia le permita al actual jefe de Estado brasileño una cierta independencia indeseada, con una capacidad relativa para poner en juego la propia supremacía de clase reivindicada por los dueños del poder económico y financiero, que no admite discusión.
Hay otro factor que contribuye a alimentar esa percepción, y es la alianza indiscutible del presidente con la cúspide de las Fuerzas Armadas: el generalato activo y pasivo, junto a almirantes y brigadieres, que en su momento armó el proyecto de gobierno bolsonarista. Todos ellos, al ocupar los más altos cargos ministeriales, han ejercido y todavía ejercen su cuota de mando.
Un Lula más firme
Lula da Silva, que gobernó Brasil entre 2003 y 2010 y dejó el Palacio del Planalto con una popularidad de más de 80%, tuvo un estilo tibio en estos meses que precedieron a los últimos comicios. Como definió Flávio Dino, senador electo por el estado de Maranhao, a la campaña lulista le faltó «emoción, seducción y magia». El cuartel general, encabezado por el PT, apostó en esa etapa a un candidato sin demasiada presencia y menos expuesto a eventuales atentados.
Pero estos días la figura de Lula cambió en forma radical. Pudo recuperar el estilo carismático que lo ha distinguido como dirigente. Su voluntad ha hecho resurgir al político mágico, luego de enterrar aquella imagen muy poco atractiva de quien se encuentra sumido en la mesura. Como fundador del PT, Lula decidió ahora abandonar la timidez inicial y tomar en sus manos la dirección de la campaña. Él mismo lo anunció al decir: «A partir de este momento la alternativa deja de ser ideológica. No voy a conversar solo con algún fulano porque le gusto a él. Vamos a dialogar con todas las fuerzas políticas que tengan voto, representatividad, significado político en el país».
Pero las acciones distan de limitarse a la superestructura. Hay también mucho interés en las movilizaciones callejera ya que, al decir de Dino, a quien se menciona como futuro ministro de Justicia, esas protestas tienen una «fuerte influencia psicológica».
Por de pronto, ya está en la agenda una marcha de la Unión Nacional de los Estudiantes para el martes 18. Sucede que Bolsonaro decidió cortar las partidas presupuestarias para el Ministerio de Educación, especialmente aquellas destinadas a las universidades federales. Para el jefe de Estado la formación universitaria no es una prioridad; sus objetivos pasan casi exclusivamente por su reelección.
Y es por esta causa que decidió gastar grandes sumas de dinero del fisco en subsidios a parlamentarios y gobernadores de estados provinciales: son nada menos que 9.000 millones de dólares del presupuesto nacional destinados a financiar obras y servicios de diputados y senadores en sus distritos electorales. Aun cuando esta «praxis» esté legalizada, en esta ocasión el presidente, con la ayuda del Parlamento, decretó el secreto de cómo se ejecutó ese desmesurado monto. No se sabe quiénes recibieron partidas, los montos y sus destinos finales. Y peor aún, para compensar los desmanes debió cortar los gastos en políticas de bienestar: educación, salud y planes de vivienda. Estos «desmanes» pueden jugarle en contra al gobernante, que deberá enfrentar protestas juveniles a las que podrán adherir sindicatos y movimientos sociales.
Una historia que empezó en 2014
El escándalo de este «presupuesto secreto» tendría que ser investigado por la prensa con la misma intensidad que dedicó al caso conocido como «Petrolao», ocurrido en 2006. Del mismo modo, debería requerir los datos de las acciones policiales para seguir la ruta del dinero en efectivo (y se sospecha que irregular) utilizado por la familia Bolsonaro para comprar 51 propiedades. Lo cierto es que las denuncias sobre esas adquisiciones duraron apenas un par de semanas en los títulos de la prensa local. Otra fue, en cambio, la historia del Lava Jato, que expuso a Lula da Silva como un presunto corrupto, por una compra que jamás ocurrió, tal como se probaría luego, de un departamento en la playa de Guarujá, sobre el litoral paulista.
A lo largo de estos cuatro años, hubo 26 delitos protagonizados por funcionarios de distintos ministerios bolsonaristas: en Salud, fue el caso de la compra sobrefacturada de vacunas de AstraZeneca; en Educación, se constituyó una gavilla comandada por un exministro, junto con dos pastores evangélicos, que recibían dinero de gobernadores y alcaldes a cambio de agilizar el giro de partidas presupuestarias para distintos fines.
Ninguno de estos episodios implicó calificar a Jair Messias Bolsonaro como «corrupto» y «ladrón»; tampoco afectaron al Partido Liberal (PL) en el cual se montó para viabilizar su reelección. El PL no fue blanco de acusaciones de «saqueador» de los recursos públicos, como sí ocurrió con el PT. Lo cierto es que esa campaña de descalificación, desplegada entre 2014 y 2018, fue la que alumbró el movimiento de extrema derecha brasileño, y explica en gran medida la polarización actual, un fenómeno nuevo en la sociedad brasileña.
Todo apoyo vale
Asesorado, sin duda, por expertos nacionales y extranjeros, Bolsonaro no ha vacilado en decretar medidas económicas de último momento para subsidiar a los más pobres. La misma estrategia despliega estos días, con la esperanza de cerrar la brecha y sobrepasar al líder petista. En reuniones con su gabinete, a principio de la semana poselectoral, el presidente dio órdenes de buscar acciones «aprovechables» en estas circunstancias. Al frente del equipo colocó a su ministro de Economía Paulo Guedes. Todas esas decisiones representan gastos adicionales, compensados, como se señaló, por los recortes presupuestarios en sectores claves. Ni hablar de las consecuencias que el «despilfarro» puede tener en 2023; tanto si le toca gobernar a él o a Lula, que lo recibiría como legado.
Bolsonaro entró de lleno en la competencia por mostrar que tiene tantos o más respaldos políticos nuevos que su adversario. Así consiguió el aval del Frente Parlamentario Agrícola, luego de reunirse con el presidente del bloque Sergio Souza. Este representante de los grandes terratenientes brasileños elogió al jefe de Estado en la cita realizada en el Palacio de la Alvorada, la residencia oficial: «Es muy claro el resultado de lo que sucedió en Brasil los últimos años. El agro no paró ni durante la pandemia. La actividad agropecuaria es el gran pilar en que sustenta este país y tiene responsabilidad con el desarrollo, con la generación de empleo y de ingresos, con la seguridad jurídica y, principalmente, con el derecho de propiedad». Mencionó luego que el bloque del agro en el Congreso «eligió su lugar y es el camino hacia la derecha, con fe en Dios. Esos son los caminos de la libertad».
Tanto uno como otro candidato están, desde cierto punto de vista, obligados a seguir el compás de las demandas que harán aquellos que se incorporen como nuevos actores en las respectivas campañas. De hecho, Bolsonaro ya se vio obligado a prometer un puesto de ministro al gobernador de San Pablo Rodrigo García, quien todavía milita en la socialdemocracia pero que le acaba de jurar fidelidad al presidente. Los compromisos exóticos también se ven del lado del PT, que ha entablado relaciones entrañables con reconocidos economistas que actuaron en la época «tucana» (palabra que designa a la militancia del PSDB). Ahora, buscan el apoyo de esta centroderecha tradicional en Río Grande del Sur y están dispuestos a avalar al candidato del PSDB Eduardo Leite, que concurre por su reelección en una carrera contra el bolsonarista Onyx Lorenzoni, quien le lleva varios cuerpos de ventaja.
Hay 12 estados provinciales (de un total de 27) donde los postulantes a gobernadores disputan en la segunda vuelta. La mitad demostró la preferencia por Lula y la otra parte reveló su disposición a votar por Bolsonaro y hacer campaña a su favor. Y el expresidente se ha lanzado también a la búsqueda del apoyo de pastores evangélicos.
Dar y tomar
Por último, no son pocos los que se interrogan sobre el margen de maniobra con el que contará el líder petista si, como es probable, le toca gobernar su país por un tercer mandato. Las encuestas de estos días post primera vuelta sugieren que Lula lleva las de ganar (en la primera vuelta acertaron en el apoyo a Lula pero fallaron en la votación de Bolsonaro). Para evitar las presiones antes del balotaje, el exdirigente sindical se niega a dar los nombres de quienes podrían integrar su futuro gobierno, especialmente en el área económica. Con todo, hizo una promesa: colocar «gente de afuera» en el gabinete. «Quien quiera conocer mi Gabinete va a tener que esperar a que gane las elecciones», respondió una pregunta de los periodistas. De inmediato, elogió la decisión del grupo de economistas del PSDB de darle el respaldo total.
Dijo sobre ellos, en una conferencia de prensa, que «esas personas saben que soy una garantía del ejercicio democrático, en un país en que mi adversario revela todo lo contrario». Sobre las demandas que apuntan al superávit fiscal, comentó: «Para mí, la responsabilidad fiscal no tiene que ser una ley; tiene que estar en la cabeza del dirigente».
Celebró también la unión con la cúpula histórica del PSDB, de la que dijo: «Estuvimos juntos en el proceso de redemocratización que derrotó la dictadura militar. Y ahora estamos nuevamente juntos y vamos a derrotar el autoritarismo, el oscurantismo y el negacionismo de Bolsonaro. Juntos vamos a mejorar la economía del país y erradicar la inflación»