Por Mario Valdivia V.
Nos sorprendieron los eventos iniciados en oct/2019. Teníamos una ceguera. A diferencia del ciego, alerta porque sabe que no ve, nosotros estábamos ciegos de nuestra ceguera. Creíamos verlo todo. Nada nos inquietaba, hasta que emergió lo que emergió desde una oscuridad cerrada. Una ingenuidad para corregir: tenemos cegueras, y no hay que seguir pensando como antes, que ahora sí, sabido lo que emergió, ya no tenemos cegueras de qué preocuparnos.
A diferencia del ciego, alerta porque sabe que no ve, nosotros estábamos ciegos de nuestra ceguera.
Me pregunto qué nos impidió ver lo que era fundamental que observáramos. Un estado anímico complaciente, que nos tranquilizó con miradas demasiado locales – a Latinoamérica -, o contrastantes con nuestro propio pasado, está, seguro, en la raíz de la ceguera. Ocurrían eventos cargando anuncios en el amplio mundo. Reclamos desesperados por la crisis del 2011, después masivas manifestaciones contra la globalización, reacciones violentas ante la fragmentación social de las ciudades, y de zonas y regiones enteras “dejadas atrás” por los avances tecnológicos y los intercambios globales. Ominosos cambios políticos en países de Europa del Este, que pudimos imaginar experimentaban con una mezcla de democracia y neoliberalismo al igual que nosotros a parir de pasados socialistas. Nada nos alertó… Estábamos por encima.
Una narrativa matriz democrática neoliberal nos cogió a todos, cegándonos: derecha, tercera vía concertacionista, empresarios, capas medias exitosas…
Una narrativa matriz democrática neoliberal nos cogió a todos, cegándonos: derecha, tercera vía concertacionista, empresarios, capas medias exitosas… El discurso económico neoclásico, con su consigna de mercados en todas partes, se convirtió en la ciencia madre de todas las conversaciones oficiales en la academia, el servicio público, los medios de comunicación, los directorios y agrupaciones empresariales. Lo que este discurso no está diseñado para ver, simplemente dejó de existir, como la desigualdad, la concentración del capital, el trabajo precario… La estabilidad macroeconómica y el crecimiento se instalaron como los nuevos dioses. ¿Hay que regular aquí y allá, hacer justes, redistribuir? Para eso está la democracia, las leyes, las reglas. No había de qué preocuparse.
Lo que este discurso no está diseñado para ver, simplemente dejó de existir, como la desigualdad, la concentración del capital, el trabajo precario…
Pero entre las relaciones mediadas por la ley y las transaccionales, está la vida propiamente social: la convivencia cotidiana, la familia, la amistad, las asociaciones libres, la religión, la localidad, la Nación. ¡Una gran zona ciega! Es terrible la destrucción que el orden burocrático mercantil provoca en este universo. ¡Tierra arrasada! La solidaridad y la pertenencia sustituidas por relaciones instrumentales burocráticas. Y donde el nosotros desaparece tragado por las transacciones y las leyes, nadie sabe bien quien es, salvo un rol en algún engranaje. La vida se vuelve ingrata, pierde sentido. La existencia parece debernos algo; vivir da rabia.
Así como el socialismo conduce, por “exceso”, al estalinismo, y el nacionalismo al nazismo, el liberalismo lleva, por exceso, al anarquismo, el nihilismo de la convivencia social, la anomia. Ocurría – ocurre -, y estábamos ciegos, encerrados entre la macroeconomía y las leyes.
Ocurría – ocurre -, y estábamos ciegos, encerrados entre la macroeconomía y las leyes.
(Sugiero leer Nada Más Que Mercados Y Leyes, que publiqué en 2016 en tiendas digitales)