Ciegos. Por Fernando Butazzoni

por La Nueva Mirada

Ha sido dicho una y otra vez, pero bien vale repetirlo: en un planeta finito los recursos no son infinitos. A lo que debe agregarse que, con recursos que no son infinitos, nada se puede consumir para siempre. Todo se acaba algún día. Formulado así parece sencillo, pero el problema es que la sociedad global se niega a aceptarlo.

Los adalides de esa negación son los grandes productores de bienes de consumo, los políticos y los ricos muy ricos. En muchos casos son las mismas personas, una especie de monstruo de tres cabezas: políticos millonarios que son empresarios poderosos que producen esos bienes de consumo. Tienen como respaldo a una tropa de académicos y comunicadores a sueldo, verdaderos heraldos del delirio. Ellos se empeñan en que sigamos adelante. Como si adelante hubiera tierra firme y no un abismo del que no se vuelve.

Hay un terreno fértil para esa ceguera. Los sociedades masificadas y uniformizadas han estado, durante más de un siglo, dispuestas a los mayores sacrificios para mejorar sus «niveles de bienestar», que en realidad significaba aumentar sus niveles de consumo hasta límites absurdos. Así nació el consumismo, que ha cegado a la humanidad a golpes de marketing y publicidad. Eso hicieron con nosotros, los hombres y las mujeres de Occidente, y también lo hicieron con los soviéticos, con los chinos, los japoneses, los vietnamitas y los coreanos del sur, y con todos los que pudieron. La estocada final llegó a fines del siglo pasado con la revolución informática: el capitalismo global nos encandiló a todos con teléfonos celulares y redes wifi.

Puede sonar apocalíptico, pero lo cierto es que hoy, que estamos casi al final del camino, nadie parece dispuesto a renunciar a esos absurdos. Hace pocos días leía en el New York Times la entrevista que le hiciera David Wallace-Wells al magnate Bill Gates, uno de los mayores filántropos del mundo. En su breve introducción al diálogo con el multimillonario, Wallace-Wells apunta que «los miles de millones de dólares que cada año dona la Fundación Bill y Melinda Gates son quizá más sintomáticos de los problemas que tiene el mundo que una solución a esos problemas».

Esos problemas, que son muchos y muy serios, pueden acabar resumidos en uno solo: la supervivencia de la especie. El hiperconsumo ha ido acompañado por un crecimiento rápido y significativo de la población mundial: en el año 2000 el planeta tenía 6.114 millones de habitantes; en el 2005, 6.512 millones, es decir un 8 por ciento más; cinco años más tarde, en el 2010, éramos 6.922 millones, casi un 7 por ciento más; llegamos a 7.339 millones de humanos en el 2015, y a 7.753 millones en 2020. Es decir que la población del mundo aumentó en 1.639 millones de personas de una generación a otra, casi un 27 por ciento.

También aumentó la cantidad de automóviles (se calcula que, a marzo de 2022, había 1.446 millones de vehículos personales en el mundo); la cantidad de teléfonos celulares en uso (5.320 millones), la cantidad de aviones privados, de hoteles de lujo, de yates de lujo, de mansiones de lujo. Estos «bienes» (mejor sería llamarlos «males») consumen una enorme cantidad de recursos de todo tipo, hasta mil veces más por persona que el promedio mundial. Y, consecuente con ello, han disminuido la superficie de bosques y humedales, la cantidad del agua dulce disponible, la calidad de los suelos, las reservas de minerales, las poblaciones de abejas y de pájaros, etc. El combo se completa con las alteraciones en la atmósfera terrestre, el calentamiento global y el incremento en las emisiones de gases de efecto invernadero.

Siguiendo el agudo razonamiento esbozado por Wallace-Wells en su reciente entrevista a Bill Gates, puede concluirse que el problema no está en la pobreza de los más, sino en la riqueza de los menos. Es esa riqueza la que encandila y estimula el hiperconsumo de las grandes masas de población, y es también la que se reproduce a sí misma a velocidades escalofriantes.

Mencionar a Jeff Bezos, a Elon Musk o a Mark Zuckerberg es redundante pero necesario: ellos son la viva imagen de la encrucijada en la que está hoy el mundo, y ellos representan la cumbre de una legión de sátrapas de provincia, millonarios en su escala, que cumplen aquí y allá con la tarea de estimular el hiperconsumo en los territorios donde reinan, saquear los recursos naturales, profundizar las desigualdades y potenciar las economías extractivistas. Seguramente Carlos Slim debe ser un buen mexicano. Es uno de los hombres más ricos del mundo, y es también un gran filántropo. Pero el hecho es que en su país hay 56 millones de pobres (un 43,9 por ciento de la población).

Es necesario atemperar y disminuir los niveles de consumo global, pero nunca a costa de quienes apenas pueden consumir lo imprescindible para seguir con vida. La democratización del consumo es imposible hacia arriba, de modo que hay que hacerla hacia abajo: bajar (mucho) el consumo de los que más tienen, para subir (poco) el de aquellos que menos tienen. La fórmula no es novedosa ni difícil de entender, pero ya ha demostrado las enormes resistencias que genera.

Hace dos décadas, el sociólogo Serge Latouche escribió en su libro «El planeta de los náufragos» acerca de la economía informal y de lo que él llamó «el insoportable cuento del crecimiento y el desarrollo». Latouche es tributario de otros pioneros, como el chileno Manfred Max Neef y su hipótesis del umbral, según la cual a partir de cierto punto en el desarrollo económico la calidad de vida comienza a disminuir. Para ellos, la ilusión de «igualar para arriba» es inviable y demagógica. El problema, no resuelto todavía, es cómo desmontar una arquitectura económica y social que, en el mundo entero, descansa sobre esos pilares: más producción, más consumo, más demanda, más oferta.

En general, el enfoque crítico sobre la sociedad de consumo de masas y su inviabilidad no proviene de la esfera política. Por el contrario, casi siempre cuenta con la hostilidad manifiesta de los políticos, incluso en los ámbitos de las izquierdas. Recién ahora, con los emergentes de las llamadas «nuevas izquierdas» (Gabriel Boric, Gustavo Petro, Pablo Iglesias, entre otros), aparecen posturas de franca oposición al modelo imperante.

El consumo no debería seguir aumentando, la economía no debería seguir creciendo, la extracción de recursos no debería incrementarse. Sin embargo, eso es lo que ocurre. Para que la especie humana sobreviva, el consumo global debe disminuir. Y para que los pobres sean menos pobres, los ricos deben ser menos ricos. Pero en el mundo delirante en que vivimos las cosas son al revés. A tal punto llega el delirio que para algunos la solución está en la colonización de otros planetas. Mientras tanto, ciegos como estamos, el tiempo pasa casi sin que nos demos cuenta…

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