Columna de Luis Breull. El fin del aprendiz

por La Nueva Mirada

Así como el 2016 aposté a que ganaría la elección porque de la sociedad estadounidense se podía esperar todo en el contexto contemporáneo, el pasado 3 de noviembre lo hice por su estrepitosa derrota. Donald Trump pasará a la historia como el paladín de una nueva casta de gobernantes –como Jair Bolsonaro en Brasil-, que encarnan una política contemporánea en profunda decadencia, aferrada a groserías, amenazas, impudicia, discriminación, junto con infinitos prejuicios raciales, sociales, económicos, religiosos y valóricos para reducir los horizontes de la democracia.

Un multimillonario de ademanes toscos, carente de alteridad y empatía, grosero, narciso, ególatra, prepotente e ignorante político, que ve al mundo como un apéndice del poder supremacista blanco norteamericano que tiene el derecho a exigir todo para sí.

Su anterior victoria se dio en un escenario que el establishment demócrata no quiso mirar o se negó a hacerlo, confiado en las capacidades y prestigio de Hillary Clinton como apuesta para un país aparentemente muy gustoso de las bondades de la globalización. Su reciente fracaso –que aún no reconoce- es fruto de sus acciones y estilo en una nación profundamente fracturada en el espacio público. Un multimillonario de ademanes toscos, carente de alteridad y empatía, grosero, narciso, ególatra, prepotente e ignorante político, que ve al mundo como un apéndice del poder supremacista blanco norteamericano que tiene el derecho a exigir todo para sí.

La mentira como legado

Uno de los elementos más característicos del estilo Trump que pasará a la historia es su desprecio por la verdad y el apego a la mentira como constante recurso retórico en sus discursos. Un deslenguado prestidigitador de las redes sociales como constructor y emisor directo de sus mensajes, sin filtro ni prudencia. Un compulsivo “hacedor de fake news” que en mayo pasado quiso perseguir legalmente a Twitter y otras redes por bajar unilateralmente o censurar sus posteos al incitar al odio, contener información no verificada o manifiestamente falsa.

Lo mismo que el jueves 5 de noviembre sucedió en medio de su discurso reclamando su nueva victoria y reelección, junto con el fraude electoral respecto de la votación por correo, ampliamente favorable al candidato demócrata, Joe Biden. En medio de la transmisión de su conferencia, al dar estos argumentos, tres de las principales cadenas nacionales televisivas, ABC, CBS y NBC resolvieron sacarlo de pantalla bajo el argumento que estaba denunciando hechos sin fundamento ni evidencia.

Este episodio -acertado o no-, constituye un acto de censura del que ni Trump ni Biden, ni ningún personaje público puede ser víctima.

Este episodio -acertado o no-, constituye un acto de censura del que ni Trump ni Biden, ni ningún personaje público puede ser víctima. Porque a fin de cuentas sucede en medio de una emisión en vivo, donde uno de los candidatos a la presidencia está entregando su visión de lo que está sucediendo. Errada, falsa, distorsionada o no, los electores, los ciudadanos, los públicos tienen el derecho a acceder a este mensaje y a evaluarlo en su propio mérito. Los medios de comunicación tienen también el derecho a resolver qué emitir, pero cuando se trata de situaciones de alta relevancia como la controversia en torno a cómo se está definiendo un proceso electoral, no es lícito dejar a sus públicos sin el derecho a acceder a estas declaraciones. Lo correcto sería cotejar el grado de falsedad o de inconsistencia de los argumentos dados por el Presidente Trump y contrastar sus juicios. Desenmascarar las mentiras, pero no silenciarlas. Un camino que sí hizo CNN al emitir su discurso, pero resaltar en pantalla que no se entregaban antecedentes que avalaran las denuncias del candidato derrotado. Tanto la Convención Americana de Derechos Humanos como Corte Interamericana de Derechos Humanos son claros al respecto: “…cuando se restringe ilegalmente la libertad de expresión de un individuo, no sólo es el derecho de ese individuo el que está siendo violado, sino también el derecho de todos a ‘recibir’ informaciones e ideas”, un factor que altera y afecta la calidad de la democracia.

Lo correcto sería cotejar el grado de falsedad o de inconsistencia de los argumentos dados por el Presidente Trump y contrastar sus juicios. Desenmascarar las mentiras, pero no silenciarlas.

El perfil del mentiroso

Para comprender mejor esta conducta embustera, esta farsante patología del mandatario estadounidense hay que saber que es un sujeto que se para frente a la sociedad mediatizada como un triunfador, un empresario exitoso, agresivo, demoledor, burdo, directo, políticamente incorrecto producto de su propio e ignorante desparpajo. Un pragmático charlatán retórico, aprovechador de las oportunidades que le brinda la sociedad estadounidense vista en su dimensión de ciudadano-consumidor maltratado, desplazado, olvidado, ignorado.

Su principal atributo fue su narcisismo sociogenético, ese perfil de conflictivo y avasallante conductor por más de una década de un exitoso reality televisivo de la cadena NBC, donde ponía en juego su astucia autoritaria, el bullying descarado frente a los más débiles, la misoginia y sus recursos económicos al servicio de la búsqueda de un nuevo ejecutivo para sus empresas. Toda una artillería de marketing político que además se revistió de un aliado clave, su personalidad y su carisma como construcción mediática de todopoderoso.

Es más bien un aparecido que despertó el arsenal fantasmagórico de la esencia americana del “way of life” de la Guerra Fría…

Mirado de este modo, el 2016 como candidato no fue más que un espejo identitario de los sueños y deseos de sus electores fanáticos, que el 2020 superan los 70 millones. No se representa ni define por el contenido democrático, no implica racionalidad política clásica, no se vale del contencioso y también arrogante capital simbólico y económico de las élites gobernantes. Es más bien un aparecido que despertó el arsenal fantasmagórico de la esencia americana del “way of life” de la Guerra Fría…

A fin de cuentas, este neófito republicano oportunista no hizo más que llevar el ejercicio de la Presidencia a los territorios simbólicos que él conocía y dominaba mejor; no los de un Jefe de Estado, sino los de una estrella televisiva que hizo de la Casa Blanca un set para seguir jugando un spin off de El Aprendiz.

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