Con espuma sucia. Un cuento por Odette Magnet

por La Nueva Mirada

Casi al mismo tiempo el Toño pescó un par de sillas ubicadas en la entrada y las lanzó contra unos ventanales, ¡hasta cuándo, somos personas, dignidad!, gritaba con la voz cada vez más ronca.

No soy una mujer violenta, nunca lo he sido, señor juez. Me educaron en los valores cristianos, la paciencia, la resignación, la caridad. He tratado de ser un ejemplo para mis tres hijos, junto con mi marido, mi compañero de toda la vida, en las buenas y en las malas. Damos gracias a Dios todos los días por las bendiciones recibidas, con lo poco que tenemos nos sentimos afortunados y tratamos de ayudar al prójimo en lo posible. Pero con la llegada de la pandemia las cosas cambiaron y para peor. Mi esposo que era conserje en un edificio del barrio alto, mejor no decir dónde, fue despedido de su trabajo de un día para otro. Era el más viejo del lote y llevaba ahí diez años. Los dos hijos mayores aún trabajan como maestros de la construcción y parece que pese a todo aún hay pega para rato, bendito sea Dios, ya están casados y tienen sus propias familias. Mi hija Rosalía, la menor, vive con nosotros, estudia para ser chef en un instituto, pero debe seguir sus estudios desde la casa, no pueden hacer nada presencial, Ojalá pueda salvar el año. También ayuda con unos pesos vendiendo unas cremas para la cara y el cuerpo en la feria. Yo iba dos veces por semana a hacer aseo y cocinar a la casa de una señora bien amorosa, que también vive en el barrio alto, cerca de la cordillera. Me iba a buscar a la última estación del Metro en su auto y de ahí son como diez minutos a su casa. Siempre me tenía el desayuno listo con cosas ricas, me trataba de tú y me pedía que yo la tutee, pero a mí no me salía. Cuando terminaba me iba a dejar al Metro de vuelta, me pagaba a fin de mes sin falta, con imposiciones, y me regalaba alguna cosita que ella ya no usara. Ahora con la cuarentena no sé si me va a mantener el sueldo, no me ha dicho nada.

El juez se levanta y le sirve a la madre de Rosalía un vaso de agua.  Abre la ventana de su despacho, consulta su reloj y vuelve a su asiento. El tiempo se acaba y él necesita escuchar el final de la versión de la señora -junto con la de los testigos- para tomar una decisión. Gracias, dice ella, y le cuenta que la semana pasada, el jueves como a la hora de la once, mi hija se empezó a quejar de que le dolía el cuerpo, tenía fiebre. Yo le preparé un tecito, con un paracetamol y le dije que se fuera a la cama, seguro que era una gripe con estos cambios tan bruscos de temperatura. Pasó varios días así malita hasta que antenoche, como a la una, desperté con mi Rosalía parada al lado de nuestra cama, vestida, me sacudía el hombro y me decía mamita me siento mal, tenía una tos fea. Me iba a bajar de la cama cuando cayó de rodillas, tiritando como una hoja al viento. No me acuerdo de todo, señor juez, pero sé que llamé al Toño, mi hijo mayor que tiene auto y le grité, medio histérica, que se viniera a mi casa. Llegó como una bala y mientras tanto mi marido llamó una ambulancia, le costó mucho comunicarse, y le dijeron que había demora. Los tres nos pusimos en el living a esperar. Yo desesperada porque la Rosalía tosía y tosía y se sacudía como si estuviera en la mitad de un ataque epiléptico. Para hacer el cuento corto, señor juez, sé que es un hombre ocupado, la ambulancia nunca llegó. Después de una hora, subimos a mi hija al auto del Toño y partimos al hospital, con el permiso porque estábamos en toque de queda. La sala de espera estaba repleta y había ambulancias afuera con los enfermos haciendo cola para poder ingresar. El Toño llevaba a su hermana en brazos y la sentó en una silla de ruedas que encontró por milagro. Yo me acerqué al mesón de recepción, me salté la cola, y le expliqué a la señorita que tenía la mirada fija en la pantalla del computador que mi hija estaba mal, que no podía respirar, una emergencia y la señorita me dijo saque un número y espere su turno, tienen prioridad los pacientes sospechosos de covid.

Iba a contestarle cuando ella gritó siguiente, pase, y una persona detrás mío ocupó mi lugar y me pegó un codazo. Me devolví justo para ver a la Rosalía vomitando encima del chal que le había puesto para abrigar sus piernas. En ese instante mi marido tomó una silla de ruedas y la lanzó contra unos empleados de la salud, no sé quiénes eran, a pocos metros de nosotros. En segundos dos funcionarios de seguridad de uniforme azul que estaban en un rincón se dirigieron hacia él, lo paralizaron y lo esposaron.  Pobre viejo, estaba pálido y jadeaba como un perro asustado. Casi al mismo tiempo el Toño pescó un par de sillas ubicadas en la entrada y las lanzó contra unos ventanales, ¡hasta cuándo, somos personas, dignidad!, gritaba con la voz cada vez más ronca. Recuerdo tan bien la lluvia de astillas de vidrios cayendo sobre el piso de linóleo. Fue todo tan rápido, después el Toño caminó apurado por un pasillo, tirando al suelo un par de computadores. Parecía drogado y agarró unos trozos grandes de vidrios que no se habían roto y se los puso a la altura del cuello a otros dos guardias que recién habían llegado. Yo petrificada, no me salía el habla, con la mirada fijada en los vidrios con forma de triángulos. De repente, de la nada, apareció un carabinero que le puso una pistola en la nuca al Toño, escuchaba sirenas de ambulancias y hasta ahí llegó el cuento. La gente salió corriendo, segundos antes que los guardias cerraran la entrada principal del hospital.

Le repito, señor juez, no soy violenta, tampoco mi familia. Pero todo tiene un límite. Quiero que sepa que somos gente normal, no vivimos en la miseria, pero la ayuda no viene de ninguna parte, ¿me entiende? Así como vamos lueguito tendremos que ir a pedir comida a las ollas comunes. ¿Usted no cree que esa gente no siente vergüenza? Nos pisotean cada vez que pueden y la bronca se acumula, se me hace la idea que es como esas represas con el agua que sube y sube con espuma sucia hasta que se rebalsa. Mi marido está cesante, mi hijo, detenido, mi Rosalía enferma en la casa con una bronconeumonía severa y una infección urinaria, no tenemos plata para comprar los remedios y yo sin saber si mi patrona me va a seguir pagando, aunque no vaya a su casa. Yo sé que el personal médico está agotado, que los hospitales no dan abasto, pero ¿acaso tenemos que irnos directo al cementerio para ganar tiempo? Siento la misma bronca, no, es peor que antes porque ya veo que mañana pasará lo mismo. Con o sin pandemia, nada cambiará. A usted se le acaba el tiempo, y a mí la paciencia. Nada que hacer, hasta que la represa se vuelva a rebalsar, que tenga buen día.

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1 comment

Fernando Hernandez abril 22, 2021 - 2:32 pm

Que hermosa y triste historia al mismo tiempo. La desigualdad y la pandemia han desencadenado sufrimiento, patologías y ja puesto de manifiesto la injusticia en la que vivimos. Personas trabajadoras y sin oportunidades que lo perdieron todo, habiéndolo tenido «todo».
Grande Odette!

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