A nadie le gusta que lo controlen. Y menos que a nadie, al gobierno de turno, más aún cuando ese gobierno es ejercido por quienes han detentado el poder económico y amañado el poder político desde que Chile es Chile.
Esta vez, la molestia habitual de todo gobierno, se ha convertido en frenesí, el oficialismo se ha salido de sus casillas y ha tirado el mantel. La gota que rebalsó el vaso fue la investigación de la Contraloría a raíz de denuncias de la actuación de Carabineros durante el estallido social y la formulación de cargos a siete generales del Alto Mando institucional, por su responsabilidad en el uso desproporcionado de la fuerza y las violaciones de derechos humanos de los manifestantes.
Un coro de voces que reúne a ministros y funcionarios de Gobierno, parlamentarios oficialistas y medios de comunicación obsecuentes, denunció la politización de la Contraloría, algo inédito en los más de 90 años de existencia del organismo fiscalizador.
En su larga historia, la Contraloría no ha sido una estrella rutilante en el firmamento republicano, no se ha destacado por un protagonismo señero y deslumbrante ni se la reconoce por la audacia de sus informes ni por la osadía de sus actuaciones. Sus características institucionales han sido más bien la prudencia, el tino, el protocolo y la observancia de las formas y sus funcionarios se caracterizan por su trato, su buen nivel profesional y por una adecuada navegación entre las procelosas aguas del poder.
Hasta ahora, todos los gobiernos han convivido en relativa armonía con la Contraloría y la han considerado como una incómoda piedra en el zapato. Para mantenerla a raya suelen descalificar sus actuaciones, incurriendo incluso en un curioso doble estándar.
Hasta ahora, todos los gobiernos han convivido en relativa armonía con la Contraloría y la han considerado como una incómoda piedra en el zapato. Para mantenerla a raya suelen descalificar sus actuaciones, incurriendo incluso en un curioso doble estándar.
El primer intento natural de la autoridad es mantener a la Contraloría en un ámbito de control formal, que ojalá no interfiera con la musculatura del poder, que no escarbe en los procesos, prestaciones, servicios, productos y políticas de gobierno. Que se remita a los trámites, papeleos, revisión de cuentas, cumplimiento de obligaciones de los funcionarios, etc. y los deje gobernar en paz
Pero cuando, precisamente, la Contraloría realiza dicho control formal y objeta que no se ha cumplido algún requisito, la falta de un documento, firma, autorización o trámite, reclaman airados que la Contraloría es una rémora del pasado, que en vez de fijarse en lo importante, lo sustantivo y lo medular, “controla puras leseras”.
A la inversa, cuando la Contraloría, desde hace décadas sometida a un proceso de modernización y perfeccionamiento técnico, ejerce un control de tipo finalista, que pone en el centro el desempeño y pondera la obtención del fin público que se persigue, y en ese ejercicio objeta, impugna o establece responsabilidades de la Administración, los mismos que la acusaron de controlar puras leseras ponen el grito en el cielo y denuncian que se ha excedido en sus funciones y se ha inmiscuido en el ámbito propio de la Administración. Entonces, exigen indignados que la Contraloría se limite a controlar las formas (o sea “las leseras” que antes le criticaban).
por primera vez, la derecha cruzó una delgada línea roja al declarar que la Contraloría era una institución politizada
Hasta ahora, estos palos porque bogas y palos porque no bogas habían sido elementos habituales en la relación entre fiscalizados y fiscalizadores, pero por primera vez, la derecha cruzó una delgada línea roja al declarar que la Contraloría era una institución politizada y se acusó al Contralor ante OLACEF, organización que agrupa a las instituciones superiores de control de Latinoamérica. (Acusación que no tiene ninguna posibilidad de prosperar, porque OLACEF es una entidad de cooperación y no de supervigilancia de sus miembros y porque su presidente es nada menos que el Contralor Bermúdez)
La acusación es de la máxima gravedad, porque socava el funcionamiento de uno de los órganos fundamentales para la convivencia democrática
La acusación es de la máxima gravedad, porque socava el funcionamiento de uno de los órganos fundamentales para la convivencia democrática, pero no por ello hay que desestimarla. Supongamos por un momento que la acusación es cierta. Lo que implica que la Contraloría, excediéndose de sus funciones, inició una investigación que no debió haber instruido, por inmiscuirse en un ámbito que excede su competencia y que no tiene jurisdicción ni facultades para formular cargos y perseguir la responsabilidad administrativa de los generales del Alto Mando.
Vamos por partes.
La Contraloría no inició la investigación de oficio (pudiendo hacerlo), sino por numerosas denuncias y requerimientos ciudadanos efectuados por las vías regulares que demandaban su intervención, que con el correr del tiempo bordean las 500 solicitudes. El organismo tiene la obligación legal de responder y dar curso a todas las presentaciones efectuadas por la ciudadanía y sus instituciones.
La investigación no estuvo dirigida a indagar ni a pronunciarse sobre aspectos de conveniencia o mérito, expresamente excluidos de fiscalización por el artículo 23 de la Resolución N° 20, de 2015, como tampoco a materias técnicas policiales ni al proceso de toma de decisiones propias del ámbito profesional de la policía.
No obstante, la investigación sí tuvo en cuenta el conjunto de disposiciones aplicables a la actuación policial, que incluyen reglamentos, protocolos y procedimientos establecidos que rigen la actuación de los funcionarios policiales, incluido los generales del Alto Mando, que van mucho más allá de las simples formalidades. Se puede y se debe evaluar el desempeño cotejando la conformidad entre la norma y la conducta.
la Contraloría estableció que siete generales del Alto Mando las habían incumplido por acción u omisión y, en consecuencia, les asiste responsabilidad administrativa. Simple y claro.
Y justamente al investigar si las conductas funcionarias se ajustaron a las normas, protocolos y procedimientos, la Contraloría estableció que siete generales del Alto Mando las habían incumplido por acción u omisión y, en consecuencia, les asiste responsabilidad administrativa. Simple y claro.
Para desacreditar a la Contraloría, políticos de derecha y ministros de Gobierno (entre ellos Pérez, Monckeberg y Desbordes) han festinado la investigación aduciendo que un general del Alto Mando no puede estar al tanto de lo que hace o no hace el último subordinado y no es responsable de que un cabo le dispare a una turba. Por supuesto que no es responsable de esos actos, pero sí es responsable – y ese es el tenor de los cargos -, por no disponer una investigación, por no sancionar a funcionarios que se excedieron en el uso de la fuerza, por haber permitido el uso de elementos que no cumplían con los protocolos o por haber ocultado información relevante.
por no disponer una investigación, por no sancionar a funcionarios que se excedieron en el uso de la fuerza, por haber permitido el uso de elementos que no cumplían con los protocolos o por haber ocultado información relevante.
La Contraloría no ha emitido observaciones ni perseguido responsabilidades sobre la base de una opinión subjetiva o de un criterio arbitrario, sino en relación a la observancia de las normas y protocolos establecidos por Carabineros, precisamente para ser cumplidos.
Finalmente, no deja de ser curioso que los mismos que han usufructuado de la mayoría que tienen al interior del Tribunal Constitucional para instrumentalizarlo y convertirlo en el dique político de contención de cualquier iniciativa, ley o disposición que afecte a los intereses de su sector, rasguen vestiduras cuando la Contraloría General de la República, un órgano constitucional con harta más historia y prestigio que este tribunal heredado de la dictadura, en uso de sus atribuciones fiscaliza, investiga y establece las responsabilidades administrativas por la acción u omisión de las autoridades y funcionarios públicos. Es sin duda, el ataque más serio a su institucionalidad desde que Augusto Pinochet sacó al Contralor Humeres y nombró a Sergio Fernández solo para que aprobara en veinticuatro horas la convocatoria a la vergonzosa Consulta Nacional de 1978.
Es sin duda, el ataque más serio a su institucionalidad desde que Augusto Pinochet sacó al Contralor Humeres y nombró a Sergio Fernández solo para que aprobara en veinticuatro horas la convocatoria a la vergonzosa Consulta Nacional de 1978.