El dólar ha roto la barrera de los mil pesos y por primera vez en los últimos 30 años está equiparado con el euro. El IPC marca un 12,5 % anual, con proyecciones al alza y el costo de la canasta básica supera esa cifra. El cobre en bajada, El fantasma de la recesión se asoma. Suben los combustibles, los alimentos y artículos importados, golpeando duramente a los sectores más vulnerables, incluyendo la clase media emergente.
El gobierno decide entregar un bono de $120.000 pesos, además de prorrogar el IFE de invierno y otras ayudas: Desde la derecha lo bautizan “el bono del apruebo”, como si aquello pretendiera comprar la voluntad de lo(a)s chileno(s)s. Un agravio grosero que rebota en el rostro de sus propios autores. Las ayudas anunciadas no son una dádiva. Responden a un deber ineludible para auxiliar a los sectores más vulnerables de la población frente a la emergencia. Con fondos públicos, que pertenecen a todos los chilenos.
El gobierno y su ministro de Hacienda han transparentado prudencia y responsabilidad para manejar este difícil momento, asumiendo que la crisis no tan sólo puede ser enfrentada con ajustes monetarios, que mayoritariamente golpean a los sectores más vulnerables.
Las últimas proyecciones de crecimiento apuntan a un 1,6 % el presente año para caer levemente el próximo. Sin lugar a dudas la reactivación económica se inscribe como una de las principales prioridades en la agenda oficial.
Ciertamente el escenario crítico es mundial, detonado por la pandemia y muy decisivamente por la prolongada guerra en Ucrania. Basta apreciar lo que sucede en países vecinos, como Ecuador, Perú o Argentina, los ajustes en Estados Unidos y Europa, con altos índices de inflación en los países desarrollados.
Como la mayoría de los países de la región, Chile enfrenta una crisis multidimensional- sanitaria, económica, política y social, sin despreciar el tema de la seguridad ciudadana- trascendiendo una simplista interpelación al gobierno, requiriendo de capacidades y voluntades colectivas que involucran una exigente unidad, cooperación y solidaridad.
Por lo mismo, el desafío parece mayúsculo en el contexto de campañas para el próximo plebiscito ratificatorio, cuando las pasiones y visiones encontradas sobre el futuro constitucional del país tienden a radicalizarse generando una mayor polarización.
¿Un maquillaje del rechazo?
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Durante los últimos treinta años los sectores de derecha defendieron celosamente la constitución de 1980, allanándose a reformas menores y resistiendo todo intento de avanzar hacia un nuevo orden institucional liberado de amarres inocultables originados hace cuatro décadas. El estallido social y sus consecuencias límites para un gobierno en las cuerdas de sobrevivencia, no dejó a la derecha otro camino que aceptar un inédito proceso constituyente, con la aspiración de alcanzar un tercio de los convencionales, que le permitiera el derecho a veto. Fracasado el intento, desplegó una potente campaña mediática de descrédito, sobre la base de infundios y el aprovechamiento de inocultables errores de algunos constituyentes.
Hoy los principales partidos de la derecha niegan defender la denostada actual constitución y se empeñan afanosamente en propiciar una tercera vía, al margen de las reglas del juego establecidas para la definición ciudadana del próximo 4 de septiembre.
Incluso han llegado a formular los titulares de 10 reformas, en su esencia vagas e imprecisas, desechando lo sustantivo de la propuesta de nueva constitución elaborada y aprobada por más de dos tercios de los convencionales. La senadora Yasna Provoste llegó a calificar el intento como “un maquillaje del rechazo”.
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No sería la primera vez que la derecha borra con el codo lo que escribió con la mano. Ocurrió al inicio de la transición, cuando Andrés Allamand comprometió el fin de los senadores designados tras el arribo de la democracia. Sin embargo, defendieron con tesón el sistema electoral binominal, oponiéndose una y otra vez a rebajar los quórums supra mayoritarios para reformar la constitución. Defendieron la ley reservada del cobre. Bloquearon las reformas más sustantivas propuesta por el presidente Lagos. Y terminaron echando al basurero la propuesta de nueva constitución elaborada durante el segundo mandato de Michelle Bachelet. Se pronunciaron por el rechazo del proceso constituyente y ahora la consigna es “rechazar para reformar”.
No deja de ser sensible que grupos de la centroizquierda, por encontradas razones, decidan sumarse a la abstención o al rechazo de la propuesta de nueva constitución, aspirando a una futura nueva propuesta, que hipotéticamente debería negociarse con la derecha, en los términos y espacios que ella quiera imponer. Y con un parlamento fuertemente fragmentado, en donde mantendría su derecho a veto.
Estos sectores escindidos de sus directivas partidarias están asumiendo un gran riesgo frente al país desechando la propuesta de nueva constitución elaborada por la convención. Es más que evidente que el proceso constituyente no culmina con el resultado del plebiscito, pero es muy distinto avanzar a partir de lo avanzado que hacerlo de cero, sin certeza alguna de a quién le correspondería encausar una hipotética nueva propuesta ni garantías acerca de sus contenidos.
El resultado del plebiscito no está determinado
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Por más que la mayoría de las encuestas señalen que el rechazo superaría al apruebo, por márgenes que van desde el empate técnico a diferencias superiores al 10%, el resultado del plebiscito está en juego. Un significativo sector se mantiene indeciso, mientras buena parte adopta posturas a favor o en contra. Un dato no menor, que acentúa las interrogantes y limitaciones ya conocidas de las encuestas, es la existencia del voto obligatorio para el 4 de septiembre.
Desde los portavoces del rechazo se borra de una plumada la incidencia actual de la inmensa mayoría que aprobó el inicio del proceso constituyente y decidió que la convención, sin participación de parlamentarios, íntegramente elegida, fuera integrada paritariamente y con representantes de nuestras etnias originarias.
Con toda seguridad, un sector de ese 80 % de quienes votaron apruebo están desilusionados de los resultados de este proceso y resueltos a rechazarlo. Otros mantienen críticas respecto de algunos de los contenidos de la propuesta y, muy probablemente, la gran mayoría los ignora y mantiene diversas confusiones.
La breve pero intensa campaña mediática de las próximas semanas pondrá en debate desde la legitimidad democrática del proceso, pasando por sus contenidos, hasta las consecuencias de avanzar constitucionalmente a partir del apruebo y sus eventuales ajustes posteriores, o desecharlo, volviendo a fojas cero, con los evidentes riesgos sociales y políticos desde la incertidumbre futura.
Así como el rechazo es diverso y cubre desde los republicanos de J.A. Kast hasta sectores de la centroizquierda, con el apruebo ocurre algo similar. Desde quienes respaldan incondicionalmente la propuesta emanada de la convención constituyente, hasta sectores que, con reparos específicos, valoran lo esencial de un nuevo orden constitucional.
Así el debate principal no tiene que ver con la legitimidad de las opciones, sino con cuál de ellas ofrece mayores garantías para el futuro democrático de un país en el contexto de una crisis mundial como la ya enunciada para el más que desafiante futuro del 2022.