Como Uruguay es el país más plano de todas las Américas, la noticia de la tragedia apenas si sobrevoló durante pocos segundos los noticieros de televisión y algunos recuadros en periódicos y portales de internet. Ocurrió a pleno día el pasado domingo, en una zona de recreo para excursionistas de las Dolomitas, que domina uno de los más bellos paisajes de los Alpes italianos del este. Un trozo del glaciar de La Marmolada, situado a 2.450 metros de altitud, en la cima de la montaña, se desprendió del cuerpo general del macizo y en su caída provocó una avalancha que arrasó todo a su paso, mató a varios excursionistas e hirió a muchos más. Millones de toneladas de hielo, roca y nieve desplazándose cuesta abajo a una velocidad estimada por los expertos en unos 300 kilómetros por hora.
Es tristísimo lo que ha ocurrido, lo que viene ocurriendo. Dino Buzzati, quizá el más notable cronista del montañismo europeo, escribió a mediados del siglo pasado un perfecto resumen de esos picos que llegan casi hasta San Daniele, en el Friul: «¿Son piedras o son nubes? ¿Son reales o es un sueño?». Hoy suena a responso.
Durante siglos, los friulanos vieron en la lejanía aquellas catedrales de roca, hielo y nieve como una marca de identidad, y también como una murallas natural que les servía de protección contra las incursiones de los bárbaros del norte. Después llegó el turismo, el euro, el calentamiento global, la tragedia del otro día. Ya no hay protección que valga.

Una de las fotografías tomadas el mismo domingo por los rescatistas del Soccorso Alpino es impactante: enfocada de frente, a una distancia de un kilómetro y desde un helicóptero, se aprecia con gran claridad el enorme agujero en la montaña. La roca desnuda muestra de forma aún más nítida y dramática los hielos que han quedado del glaciar. A la derecha de la imagen, con esfuerzo, se pueden distinguir unas figuras humanas. Eso ayuda a entender la escala del cataclismo.

La causa del mismo estuvo clara desde el primer momento: los glaciares se están derritiendo. Según el Consejo Nación de Investigación (CNR) de Italia, en el caso de La Marmolada ya se había verificado una pérdida del 30 por ciento de su volumen en los últimos veinte años. A este ritmo, desaparecerá pronto. En esa zona y a unos tres mil metros de altitud, por estos días se han registrado temperaturas de entre 10 y 12 grados centígrados, muy por encima de lo normal. La conclusión es que el calentamiento global acelera su embestida.
Pese a que ocurrió a miles de kilómetros de distancia de nuestras costas, la noticia del colapso en La Marmolada no debería ser indiferente para nosotros, los latinoamericanos. Todos los países andinos cuentan con sistemas de glaciares, algunos más importantes que otros, y todos han sufrido en los últimos años la pérdida de volumen y extensión de los mismos: también se están derritiendo.

Las zonas más afectadas son aquellas en las que se encuentran los llamados «glaciares andinos tropicales», pero no son las únicas. En las regiones del sur y el centro de Chile y Argentina, por ejemplo, se ha constatado la disminución de la superficie glaciar, aunque hay unos pocos, como el Perito Moreno en Argentina y el Brüggen en Chile, cuyo comportamiento es una anomalía: se mantienen estables. En el norte chileno, en la región de Arica y Parinacota, el proceso de fusión es más rápido. En los nevados de Payachata, sus dos pequeños glaciares han perdido un veinte por ciento de superficie.
No es impensable un futuro más o menos inmediato (tres, cuatro, cinco décadas equivalen a un suspiro en términos geológicos) en el que la mayoría de los glaciares haya desaparecido, dejando como huella un territorio que, según los especialistas, «será yermo y tardará siglos en recuperarse». ¿Podemos imaginar un mundo sin glaciares? Claro que sí, pero será un mundo más arduo y con más dificultades para producir alimentos. Por supuesto que los paisajes cambiarán de manera notoria, en especial las cumbres de las montañas, que ya casi no tendrán nieve y se convertirán en masas de rocas muy inestables. Poblaciones enteras deberán abandonar los valles que habitan al pie de esos macizos, en algunos casos desde hace milenios.

Como escribí más arriba, yo vivo en Uruguay, que es el país más chato de toda América. Un plato. Nuestra elevación icónica es el Cerro de Montevideo (132 metros sobre el nivel del mar), a cuya cumbre se puede subir en bicicleta. Sin embargo, esta suave penillanura que es el territorio uruguayo tampoco estará a salvo de aquellos lejanos derretimientos: subirá el nivel de los océanos y con ellos aumentarán su caudal los ríos, y de ese monstruo que nos orilla que es el Río de la Plata, así que Montevideo puede verse invadida por las aguas en su franja costera, lo que provocará otras invasiones: ratas, pestes y detritus, pues los sistemas de saneamiento urbano colapsarán, ya que son tratados en plantas ubicadas justo en la costa. Es probable que la ciudad entera se torne inhabitable.
Nadie está a salvo de los severos cambios que la acción humana provoca en el clima del planeta. Ahora mismo es angustioso, pero más lo será en el futuro, cuando ya sea demasiado tarde para volver atrás. Estamos en el borde, a punto de traspasar el umbral del no retorno. De modo que es ahora o nunca, y todo parece indicar que será nunca. La tragedia del otro día en los Alpes italianos es una nueva señal de alarma que vale para todo el paneta. Por eso lo del título. Hemingway lo usó en una novela. Lo tomó prestado del poeta John Donne, quien cuatro siglos antes, en 1624, escribió en una de sus hermosas Meditaciones: «Nunca preguntes por quién doblan las campanas; están doblando por ti».