El plagio. Por Fernando Butazzoni.

por La Nueva Mirada

El plagio tiene mala fama y muchos cultores en los floridos campos de las artes y las letras, y también en los austeros salones de las ciencias. Quizá alguno haya leído al gran Macedonio Fernández, quien puso las cosas en su lugar hace ya mucho tiempo con una frase inmortal: «Esa idea es mía: yo la robé primero».

Entre los perpetradores, hay muchos ingenuos que en su juventud plagiaron algún poema, un cuento y, a veces, hasta ensayos encontrados en algún libro viejo, de esos que —suponen ellos— casi nadie conoce. Pero también hay plagiarios de alto vuelo, que son figuras reconocidas en el ámbito académico, periodístico, literario. Fueron famosos los plagios del novelista peruano Alfredo Bryce Echenique, quien «fusiló» a unos veinte columnistas de distintos medios, publicando esas notas bajo su firma. Un tipo simpatiquísimo que resultó ser un copión serial.

A Camilo José Cela, que no era nada simpático y, según se dice, tan mala persona como se puede ser en este mundo, ya con el Nobel en su cuenta bancaria lo acusaron de plagiar una novela escrita por una paisana suya, Carmen Formoso, que nunca había publicado una línea. Aunque a Cela no lo sancionaron penalmente, hasta los jueces del pleito admitieron la «extraordinaria similitud» de ambas obras, la publicada por Cela y la inédita de Formoso.

Un caso extraño es el de John Hersey, escritor y periodista estadounidense que se hizo célebre en todo el mundo con la publicación en 1946 de un largo reportaje sobre el ataque nuclear de su país a Hiroshima, libro que mencioné en esta misma columna hace pocas semanas. Pues ese reportaje de Hersey era enteramente original, y había sido concebido y escrito íntegramente por él, sin ninguna duda. Pero ocurrió que allá por 1950 al hombre empezaron a perseguirlo los envidiosos de siempre con acusaciones de plagio. Nadie lo creyó. Le dieron el Pulitzer. Era evidente que el acusado era un escritor de talento, que había vivido experiencias extraordinarias durante de Segunda Guerra tanto en Europa como en el Lejano Oriente. Un tipo respetado y confiable. ¿Plagiario él? No, imposible.

Sin embargo, muchos años después, la escritora y bibliófila Anne Fadiman publicó un libro (Ex libris, edit. Alfabeto, 2019) en el cual denuncia con amargura y, quizá, con una pizca de rencor, el enorme plagio cometido por Hersey allá por 1942, cuatro años antes de escribir su famoso reportaje sobre Hiroshima. Se titulaba Men on Bataan (el primer libro de Hersey, nunca traducido al español), que básicamente retrataba la gloria del general MacArthur en los comienzos de la campaña del Pacífico. Pues resulta que Fadiman estableció, documentación en mano, que la mitad del libro había sido escrito, en forma de despachos de prensa, por su madre, la periodista Annalee Whitmore Fadiman.

Lo insólito fue que Hersey dedicó el libro a cuatro reporteros, entre ellos la madre de Anne Fadiman, «para que no me acusen de un hurto mayor». O sea que desde el comienzo mismo admitió la apropiación. El libro (el plagio firmado por Hersey) fue un best seller fulminante, por lo cual los ejemplares de la primera edición se han convertido en rarezas muy apetecidas por los coleccionistas. Amazon tiene a la venta uno (tapa dura, sobrecubierta original y en buen estado, edit. Alfred A. Knopf) a U$S 919,32. Por si a alguien le interesa, aseguran que es auténtico.

En el ámbito de la política también han ocurrido episodios muy sonados de plagios, unos escandalosos y otros divertidos. Hubo un ministro australiano que pronunció en 2012 un gran discurso, que resultó ser el mismo discurso que el actor Michael Douglas había pronunciado en una película dos décadas antes. Descubierto el plagio, el ministro se disculpó, y lo hizo plagiando a Homero Simpson. Lo extraordinario es que, desde hace tres meses, el plagiario es primer ministro de Australia: el señor Anthony Albanese.

Otro plagio curioso fue el cometido por el ministro de Defensa alemán en 2011. Era un joven abogado de gran predicamento entre el electorado, pero debió renunciar a su cargo y a su carrera política después de descubrirse que, en su tesis de doctorado, había casi cien páginas plagiadas de otros autores. La curiosidad viene dada por el apellido del ministro: Gutenberg.

En el augusto mundo académico, nada menos que don Fernando Suárez Bilbao, rector de la universidad española Rey Juan Carlos, fue acusado de numerosos plagios en sus trabajos como historiador y medievalista. Según un dictamen independiente realizado en 2017 por un comité de expertos en la Universitat de Barcelona, «los artículos firmados por el Dr. Suárez son una copia sustancial, literal, total, consciente y mecánica. La obra del Dr. Suárez es una usurpación clara e inequívoca del texto del Dr. Aparicio».

También están los artistas que se autoplagian. Hay narradores que toman un cuento escrito por ellos mismos y publicado diez o quince años antes, cambian los nombres de los personajes, modifican el título y listo: ya tienen un nuevo cuento. Por supuesto que el procedimiento es lícito, por lo menos desde el punto de vista legal. No lo es tanto cuando el lector (suponiendo que ese fulano lo tenga) compra un libro que cree nuevo y se encuentra con una nueva «versión» de un texto ya leído. Hay como una pequeña estafa ahí, pero en general nadie pide que le devuelvan su dinero.

Hace veinte años publiqué en Seix Barral un estudio sobre Los cantos de Maldoror, libro central de las letras francesas, que fuera escrito por el montevideano Isidore Ducasse (1846-1870), conocido universalmente como el conde de Lautréamont. En ese pequeño volumen hay un ensayo sobre las apropiaciones pictóricas que hizo Salvador Dalí de Arcimboldo, de Millet, de los hermanos Le Nain, de Velázquez y las copias conceptuales del propio Lautréamont. Pues corridos los años he descubierto, gracias a internet, que varios académicos por aquí y por allá han asumido la noble tarea de fusilarme el ensayo en cuestión, lo cual mucho me ha halagado.

Se atribuye erróneamente al rey Salomón la expresión «Nada nuevo bajo el sol». Eso por lo menos es lo que dice el Eclesiastés, o eso dice la traducción de la Vulgata. Joe Biden, el presidente de los Estados Unidos es la prueba viviente de ello. A los 79 años es un plagiario de lo más exitoso. Él ha dicho que sí, que cometió errores al copiar textos de John Steinbeck, de Bobby Kennedy y otros, pero agregó que las ideas «andan por ahí», que «están en el aire». Biden no es un american genius, pero es astuto. O quizá haya leído al gran Macedonio Fernández, quien puso las cosas en su lugar hace ya mucho tiempo con una frase inmortal: «Esa idea es mía: yo la robé primero».

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