¿Es viable la socialdemocracia en América Latina?

por La Nueva Mirada

Por Tom Allan

Del orden posneoliberal al progresismo difícil

La historia reciente de América Latina permite pensar en la posible viabilidad de un proyecto socialdemócrata. Es decir, el de una izquierda que logre una mayor igualdad social y económica «a través de» las instituciones y no «a pesar» de ellas. Sin embargo, la socialdemocracia latinoamericana debería empezar a abordar esos temas que las izquierdas han dejado por el camino (seguridad, corrupción, migración, la cuestión venezolana), despegándose con estilo de las derechas que han declamado su solución en la oposición, y articulándolo con un discurso igualitario potente.

La pregunta resuena aquí y allá. Porque hay quienes creen que sí y quienes creen que no. Hay quienes consideran que América Latina no es un continente excepcional y quienes, por el contrario, piensan que la categoría no funciona para estas tierras. El gran punto de debate, luego de las diversas experiencias de izquierda y progresistas –y del advenimiento de las viejas y nuevas derechas- es: ¿se puede pensar en términos socialdemócratas en América Latina?

El origen de la socialdemocracia en Europa occidental respondió a una serie de condiciones hoy ausentes en América Latina, desde una economía que descansa esencialmente en la producción industrial hasta un sector mayoritario de obreros organizados. La situación socioeconómica latinoamericana, caracterizada por mayores niveles de desempleo, informalidad, precarización laboral y pobreza estructural, tiene un impacto específico en la conformación de las clases populares, más fragmentadas y con brechas sociales más amplias. Esa menor cohesión hace que la dificultad para englobarlas en una propuesta política sea mayor.

Hay, a su vez, otras particularidades regionales a tener en cuenta a la hora de extrapolar el concepto al análisis de la realidad política latinoamericana. La cuestión indígena en algunos países adquiere una centralidad singular, y un sector importante de la izquierda se ve atravesada por retóricas antiimperialistas que no tienen la misma fuerza en Europa occidental. Sin embargo, si desagregamos sus elementos esenciales no parece haber mayores problemas para pensar en una izquierda socialdemócrata en América Latina: no hay socialdemocracia sin Estado de Bienestar y sin la vocación de lograr una mayor igualdad económica y social en un marco de respeto a la democracia liberal. Se trata de una decisión política. Y es una decisión política que es posible y viable en América Latina.

Revistar el pasado reciente

Durante alrededor de quince años y desde principios de los 2000, América Latina vivió el llamado «ciclo progresista», caracterizado por la presencia de gobiernos que, desde distintas perspectivas políticas e ideológicas, vinieron a allanar un «camino a la izquierda». El ciclo, hoy terminado, merece ser analizado. Hoy, de los gobiernos progresistas que aún se mantienen en el poder, solo dos lo hacen de modo legítimo. Nos referimos a los del Frente Amplio uruguayo y el MAS boliviano. No casualmente Uruguay y Bolivia son los dos países que mejor han surfeado la baja pronunciada en los precios de las materias primas. El sello de estos dos procesos fue la combinación de prudencia macroeconómica con políticas redistributivas (y en el caso de Bolivia con medidas más audaces como la nacionalización de recursos naturales). Primera lección: sin estabilidad macroeconómica y crecimiento sostenido no hay reformismo que aguante.

Por otro lado, como bien señala Fernando Manuel Suárez, las izquierdas en general han presentado severas dificultades para tematizar ciertas cuestiones que terminan quedando en manos de las derechas: seguridad, corrupción e inmigración. A esto se agrega la situación de Venezuela que, por la cercanía geográfica y política, exige a los diversos sectores políticos del progresismo pronunciamientos de una mayor contundencia que al resto.

Estas demandas vienen ocupando un lugar importante en el orden de prioridades de la ciudadanía. Frente al uso estratégico de las derechas no puede responderse que la corrupción es una cuestión de «moralina burguesa» ni que la inseguridad es una sensación. Al menos no sin resignar competitividad. Es cierto que tendría poco sentido tematizarlo igual que los sectores conservadores, pero hay que empezar a hablarlo: reconocerlos genuinamente como problemas muestra interés por resolverlos. Comenzar a incorporarlos seriamente a la agenda, quizás resignificando ideas como las de «orden» o «seguridad», puede ser un buen primer paso.

Con la situación de Venezuela sucede algo similar: tenemos a una izquierda latinoamericana atónita y desorientada, que en el mejor de los casos observa en silencio y en el peor de ellos desarrolla una defensa férrea del gobierno de Maduro, frente a las constantes advertencias de «venezualización» que invocan las derechas en cada campaña electoral para referirse al rumbo que tomaría una izquierda que hasta ahora no ha sabido despegarse con estilo.

¿Qué progresismo?

Ahora bien, ¿se puede catalogar a todas esas experiencias como progresistas? En principio, parece que la laxitud con la que se utiliza el concepto hace que perdamos de vista diferencias sustanciales: de Nicolás Maduro a Michelle Bachelet hay un abismo en el que se juega ni más ni menos que el respeto a la democracia. El denominador común del proceso iniciado a principios de los 2000 fue la recuperación del rol del Estado en la economía como reacción a «la larga noche neoliberal» de la década de 19 90. Pero esa intervención presentó distintas modalidades y diferentes intensidades: más que «ciclo progresista» fue la instauración de un «orden posneoliberal» luego del fracaso del Consenso de Washington.

Aún a riesgo de simplificar un fenómeno complejo, la clasificación de «las dos izquierdas» puede sernos útil como primera aproximación. Por un lado, una izquierda nacional-popular (que agruparía a Venezuela, Bolivia, Argentina y Ecuador), más radicalizada en la práctica y confrontativa en lo discursivo, y al mismo tiempo menos respetuosa de las instituciones (aunque, salvo el caso de Venezuela, sin quebrarlas sino simplemente tensándolas). Por el otro, habría una izquierda más institucional, moderada y menos confrontativa (representada por Uruguay, Brasil y Chile), a la que a priori le quedaría mejor el mote de «socialdemócrata».

Frente a las definiciones amplias de «progresismo», podemos ensayar una más restringida, vinculada a la variante socialdemócrata. Por un lado, incluiría referencias a las libertades individuales, el pluralismo y el respeto a la ley (componente liberal) y, por el otro, a la igualdad sustantiva (componente igualitario). Para decirlo brutalmente: una izquierda que logre una mayor igualdad social y económica «a través de» las instituciones y no «a pesar» de ellas.

Esa definición dejaría afuera algunos aspectos de las experiencias recientes. El matrimonio igualitario y la Asignación Universal por Hijo en Argentina contrastan con la utilización de los medios públicos de comunicación como plataformas del discurso oficialista y la degradación del instituto oficial de estadísticas. La nacionalización de recursos naturales y las políticas de inclusión indígena en Bolivia y Ecuador contrastan con una re-reelección forzada de Evo que contraría a la Constitución, y con las reiteradas declaraciones públicas de Rafael Correa en las que impugna demandas del movimiento feminista y LGBTI. Aunque, por supuesto, dentro del grupo de izquierdas «institucionales» también pueden hacerse advertencias: el socialismo chileno parece mantener un compromiso débil con el componente igualitario y el PT brasileño se vio desdibujado por megacausas de corrupción. Siempre nos quedará Uruguay como el mejor ejemplo de socialdemocracia criolla.

En principio, una alternativa socialista democrática debería ofrecer una fina combinación de todos esos elementos (que muchas veces entran en tensión), sintetizados en un delicado equilibrio entre igualdad y libertad. Una conjunción deseable y posible, pero difícil de sostener. Ahora bien, quedarse esperando ese «progresismo gourmet» como alternativa autónoma y competitiva, implicaría resignar terreno aprovechable por otros. A ese progresismo hay que construirlo, y para construir una izquierda democrática con vocación de poder hay que estar dispuesto a ceder en alguno de sus componentes identitarios, al menos provisoriamente. Sobre todo si tenemos en cuenta que en los países con izquierdas nacional-populares potentes la socialdemocracia parece haberse visto opacada, y fueron aquellas izquierdas las que han sabido forjar un vínculo estrecho con las clases populares, los sindicatos y las organizaciones sociales.

El otro movimiento posible implica tejer alianzas con otros sectores del campo político y trabajar a partir de allí para que la pulsión socialdemócrata empiece a ganar preponderancia dentro de una propuesta más amplia. Esto abre algunos interrogantes: ¿en qué se debe ceder en ese proceso de construcción de poder? ¿Se debe relegar institucionalidad en aras de un compromiso igualitario más fuerte? ¿Es sensato resignar igualdad en pos del fortalecimiento institucional? ¿Hasta dónde ceder? ¿Cuál es la frontera política? Y en escenarios de polarización (o de «empate» entre minorías intensas) se adicionan otras: ¿cómo romper esa polarización? Y, si ello no es posible, ¿cómo unirse a las izquierdas nacional-populares sin disolverse en el intento? ¿Cómo pactar con la oposición a estas izquierdas sin «derechizarse»?

Las respuestas difícilmente sean generalizables, y las especificidades locales serán también definitorias: en Venezuela ya no puede hablarse siquiera de una tensión de las instituciones sino de un puro y llano quebrantamiento en donde no se cumple la condición de respeto a la democracia; mientras que en otros países (Brasil es el mejor ejemplo) se registra un avance de las derechas que representan una amenaza tanto a la igualdad como a la libertad.

Sea para posicionarse como alternativa autónoma, sea para presentarse como «pata crítica» y renovadora dentro de una coalición de izquierdas, la socialdemocracia puede comenzar abordando esos temas que las izquierdas en general han dejado por el camino (seguridad, corrupción, la cuestión venezolana), despegándose con estilo de las derechas que han declamado su solución en la oposición, y articulándolo con un discurso igualitario potente. Todas son combinaciones difíciles. Después de todo, de eso se trata el progresismo.

FUENTE: NUEVA SOCIEDAD. 

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