Cien años después de la Primera Guerra Mundial, los líderes europeos caminan sonámbulos hacia una nueva guerra total. Al igual que en 1914, piensan que la guerra de Ucrania será limitada y de corta duración. En 1914, se decía en los ministerios que la guerra duraría tres semanas. Fueron cuatro años y más de veinte millones de muertos. Tal y como en 1918, hoy domina la posición de que es necesario castigar de manera ejemplar a la potencia agresora para dejarla postrada y humillada durante mucho tiempo. En 1918, la potencia derrotada fue Alemania (y también el Imperio otomano). Hubo voces discordantes (John Maynard Keynes y otros) para quienes la humillación total de Alemania sería desastrosa para la reconstrucción de Europa y para la paz duradera en el continente y el mundo. No fueron escuchadas, y veintiún años después Europa estaba de nuevo en guerra. Siguieron cinco años de destrucción y más de setenta millones de muertos. La historia no se repite y aparentemente no enseña nada, pero sirve para ilustrar y mostrar similitudes y diferencias. Veamos unas y otras a la luz de dos ejemplos.
En 1914, Europa vivía en relativa paz desde hacía cien años, con muchas guerras, pero circunscritas y de corta duración. El secreto de esta paz fue el Congreso de Viena (1814-1815). Esta reunión internacional trataba de poner fin al ciclo de transformación, turbulencia y guerra que había comenzado con la Revolución francesa y que se agravó con las guerras napoleónicas. El pacto con que terminó el Congreso de Viena se firmó nueve días antes de la derrota final de Napoleón en Waterloo. En este congreso dominaron las fuerzas conservadoras y el periodo que siguió se denominó Restauración (del viejo orden europeo). El Congreso de Viena tiene, sin embargo, otra característica por la que vale la pena recordarlo ahora. Fue presidido por un gran estadista austríaco, Klemens von Metternich, cuya preocupación primordial era incorporar a todas las potencias europeas, tanto a las vencedoras como a las vencidas, con el fin de garantizar una paz duradera. Por supuesto, la potencia perdedora (Francia) tendría que sufrir las consecuencias (pérdidas territoriales), pero el pacto fue firmado por ella y el resto de las potencias (Austria, Inglaterra, Rusia y Prusia) y con condiciones impuestas a todos para garantizar una paz duradera en Europa. Y así se cumplió.
Hay muchas diferencias en relación con nuestro tiempo. La principal es que, esta vez, el escenario de la guerra es Europa, pero las partes en conflicto son una potencia europea (Rusia) y una potencia no europea (Estados Unidos). La guerra tiene todas las características de una proxy war, una guerra en la que los contendientes se aprovechan de otro país (Ucrania), el país del sacrificio, para lograr objetivos geoestratégicos que trascienden con creces los de ese país e incluso los de la región en que se integra (Europa).
Verdaderamente, Rusia solo está en guerra con Ucrania porque está en guerra con la OTAN, una organización cuyo comandante supremo aliado en Europa es “tradicionalmente un comandante estadounidense”.[1] Una organización que, sobre todo tras el final de la primera Guerra Fría, ha servido a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos. Rusia sacrifica ilegal y brutalmente los principios de autodeterminación de los pueblos, de los que en anteriores contextos geopolíticos fue un importante heraldo, para hacer valer sus preocupaciones de seguridad después de no verlas reconocidas por medios pacíficos y por una innegable nostalgia imperial. Por su parte, desde el final de la primera Guerra Fría, Estados Unidos está decidido a profundizar la derrota de Rusia, una derrota que quizá fue más autoinfligida que provocada por la superioridad del adversario.
Durante un breve período, la disputa diplomática en Washington fue entre la “asociación para la paz” y “la expansión de la OTAN para garantizar la seguridad de los países emergentes del bloque soviético”. Con el presidente Clinton fue esta última política la que prevaleció. Por diferentes razones, también para Estados Unidos, Ucrania es el país del sacrificio. La guerra de Ucrania está sujeta al objetivo de infligir una derrota incondicional a Rusia que, preferentemente, ha de durar hasta que se provoque el regime change en Moscú. La duración de la guerra está sujeta a ese objetivo. Si se le permite al Primer Ministro británico decir que las sanciones contra Rusia continuarán, cualquiera que sea la posición de Rusia ahora, ¿cuál es el incentivo de Rusia para poner fin a la guerra? Después de todo, ¿es suficiente que Putin sea derrocado (como le sucedió a Napoleón en 1815) o es Rusia la que tiene que ser derrocada para detener la expansión de China? También hubo regime change en la humillada Alemania de 1918, pero su curso terminaría en Hitler y en una guerra aún más devastadora. La grandeza política del presidente Zelensky podría construirse tanto como el valiente patriota que defiende a su país del invasor hasta la última gota de sangre, como la del valiente patriota que, ante el peligro de tanta muerte inocente y la asimetría de fuerza militar, logra, con el apoyo de sus aliados, una fuerte negociación y una paz digna. El hecho de que hoy prevalezca la primera construcción no resulta de las inclinaciones personales del presidente Zelensky.
El segundo ejemplo para ver similitudes y diferencias con el pasado reciente se refiere a la posición geopolítica de Europa. Durante las dos guerras mundiales del siglo XX, Europa era el autoproclamado centro del mundo. Por eso las guerras fueron mundiales. Cerca de cuatro millones de las tropas “europeas” eran en realidad africanas y asiáticas, y muchos miles de muertos no europeos fueron el precio del sacrificio por ser habitantes de colonias en países lejanos envueltos en guerras que no les conciernen. Hoy, Europa es un rincón del mundo, y la guerra en Ucrania lo hará aún más pequeño. Durante siglos fue el extremo de Eurasia, esa gran masa terrestre entre China y la Península Ibérica, por donde circulaban saberes, productos, innovaciones científicas y culturas. Mucho de lo que luego se atribuyó al excepcionalismo europeo (desde la revolución científica del siglo XVI hasta la revolución industrial del siglo XIX) no se comprende y no habría ocurrido sin esta circulación multisecular. La guerra en Ucrania, sobre todo si se prolonga, corre el riesgo no sólo de amputar a Europa de una de sus potencias históricas (Rusia), sino también de aislarla del resto del mundo y, muy especialmente, de China. El mundo es inmensamente más grande de aquello que se ve con lentes europeos. Vistos con estos lentes, los europeos nunca se sintieron tan fuertes, tan unidos con su socio mayor, tan confiadamente del lado correcto de la historia, con el mundo del «orden liberal» dominando el planeta y tan suficientemente robustos como para aventurarse en un tiempo a conquistar o, al menos, neutralizar a China, después de haber destruido a su principal socio, Rusia.
Vistos con lentes no europeos, Europa y Estados Unidos están orgullosamente casi solos, quizás capaces de ganar una batalla, pero ciertamente en camino a la derrota en la guerra de la historia. Más de la mitad de la población mundial vive en países que han decidido no imponer sanciones a Rusia. Muchos de los que votaron (y bien) en la ONU contra la invasión ilegal de Ucrania lo hicieron con justificaciones de su experiencia histórica, que no fue la de ser invadidos por Rusia, sino por Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Israel. Sus decisiones no fueron fruto de la ignorancia, sino de la precaución. ¿Cómo pueden confiar en países que, después de haber creado un sistema de transferencias financieras (SWIFT) con el objetivo de defender las transacciones económicas de la injerencia política, expulsan a un país por motivos políticos? ¿En países que se arrogan el poder confiscar las reservas financieras y de oro de países soberanos como Afganistán, Venezuela y ahora Rusia? ¿En países que proclaman la libertad de expresión como un valor universal sacrosanto, pero recurren a la censura en cuanto se sienten desenmascarados por ella? ¿En países supuestamente amantes de la democracia que no dudan en provocar golpes de Estado cuando los elegidos no convienen a sus intereses? ¿En países para los cuales, según las conveniencias del momento, el “dictador” Nicolás Maduro puede convertirse repentinamente en un socio comercial? El mundo ha perdido la inocencia, si es que alguna vez la tuvo.
(*1) Académico portugués. Doctor en sociología, catedrático de la Facultad de Economía y Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU) y de diversos establecimientos académicos del mundo. Es uno de los científicos sociales e investigadores más importantes del mundo en el área de la sociología jurídica y es uno de los principales dinamizadores del Foro Social Mundial. Articulo enviado a Other News por el gabinete del autor.
Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez