Carta de Juanjo Parada
Hace años que no participo de los homenajes que durante estas fechas realizan ex alumnos del Colegio Latinoamericano y los militantes comunistas para conmemorar el asesinato de ni padre. Los ex latinos realizan año a año una velatón en la intersección de El Vergel con Los Leones, lugar donde se encontraba el colegio en que mi padre y Manuel Guerrero fueron violentamente secuestrados por carabineros. Ese día el educador de párvulos Leopoldo Muñoz recibió un balazo en su tórax intentando impedir el rapto. Por su parte el Partido Comunista hace un homenaje todos los 30 de marzo en el lugar donde un campesino encontró los cuerpos sin vida de mi padre y sus compañeros. En Américo Vespucio frente al Aeropuerto Pudahuel.
A los seis años, cuando me contaron que no volvería a ver a mi viejo, me costó entender las dimensiones de lo que estaba pasando. No se me borra de la memoria la silenciosa tristeza de esos días, semanas y meses posteriores. Lo demoledora que fue la noticia para mi familia, mi madre, mis hermanos.
A pesar de mi edad, la dimensión política del crimen lo entendí pronto. Mi padre era integrante de un partido político cuyos militantes eran ferozmente perseguidos por la tiranía cívico militar de Pinochet . Su suegro, mi abuelo, era desde el año 76, uno de los miles de detenidos desaparecidos. El Partido Comunista había aprobado hace poco una política de resistencia que incluía la creación del Frente Patriótico Manuel Rodríguez y mi papá desde la Vicaría de la Solidaridad se dedicaba , entre otras cosas, a investigar los organigramas de los institutos represivos del régimen , los integrantes y los métodos usados por la dictadura de derecha para violar los derechos humanos de sus opositores y mantener el control total sobre el país.
Para los verdugos atacar a mi padre y sus compañeros cumplía con dos objetivos. Golpear al PC y mandar un mensaje brutal a toda la oposición. La dictadura nos recordaba que podían hacer lo que quisieran , a quien quisieran. El terror como método de disciplinamiento.
Años después descubrí la dimensión inhumana y quizás más traumática de mi pérdida. La descubrí sentado en una sala del Palacio de los Tribunales de Justicia de Santiago cuando me tocó asistir con mi tía Licha, a fines del año 94(vivía con ella) a los alegatos de apelación al fallo emitido meses antes por el Ministro Juica en contra de los responsables materiales del asesinato. Tenía 15 años cuando escuché por primera vez el crudo relato de los abogados contando segundo a segundo los últimos minutos de la vida de mi padre y los escabrosos e inenarrables detalles del crimen. Ese día respiré profundo y decidí seguir adelante. Entendí que esa historia era parte de lo que me había tocado vivir, que tenía que luchar por sacar algo en limpio de toda esa basura y seguir caminando con todo el peso de la violencia a cuestas.
La contención emocional que me brindaron en el colegio, el cariño enorme que recibí por parte de todos aquellos que se reconocían como parte de esa lucha contra la dictadura y el fallo judicial que mantuvo en prisión por algunas décadas a los asesinos materiales de José Manuel, Manuel y Santiago, me sirvieron para ir sanando poco a poco las heridas y construir un camino propio, difícil pero sincero con mis deseos y mi historia. Una de las decisiones que tomé fue dejar de participar de los homenajes a mi padre. Pude tomarla tranquilo porque sabía que eran muchos los que persistirían en recordarlo en aquellos hermosos rituales que se realizan todos los años. Sentí que tenía que liberarme de las imágenes gráficas vinculadas al asesinato, que habían quedado inscritas en mi memoria después del crudo relato de los abogados esa mañana en la corte. Sentí que tenía que recuperar el tiempo consumido denunciando a los criminales y recordándoles a todos la triste verdad, la moral impresentable de los de degolladores y sus cómplices civiles, los mismos que hoy nos gobiernan. Quería tener soberanía sobre mis tiempos, mis acciones, mis emociones. Recordar a mi viejo y, contra el eslogan oficial, olvidar a las bestias, era ese mi intento de homenaje. Estoy seguro de que mi viejo no quería para mí una vida de víctima.
Como la vida nunca es en blanco y negro, pueden imaginarse que no gané del todo esa batalla. Pero hoy gracias a ustedes, a mi hijo y mi compañera, gracias a mi familia siento una gran libertad de espíritu. Quizás suena extraño, pero con los años he logrado vivir sin tener presente todos los días esa parte dolorosa de mi historia. Creo que el camino que he construido probablemente se parece mucho al que hubiera elegido si mi padre aún siguiera vivo. Siento que ése es mi pequeño triunfo.
Como contrapartida me pasa que, en estas fechas, o cuando su recuerdo se cruza conmigo, que lo extraño más que nunca, que me hace falta y que me gustaría tenerlo vivo. Un dolor tranquilo pero profundo aparece y me es casi imposible contener las lágrimas. Creo que hay una dimensión del terror desde donde no es posible aprender nada. Es pura pérdida y esa ilusión de control de mi adolescencia y juventud, ya desvanecida, hace que hoy entienda que hay una parte de aquella tristeza que es imposible de dimensionar, de la cual no se puede sacar nada en limpio y que simplemente nunca nadie debió haber vivido.
Sin su cariño, sus esfuerzos por mantener viva la memoria , la solidaridad gigante que han tenido siempre que les he pedido algo, la preocupación constante cuando las cosas no me han estado resultando tan bien. Sin todo el amor que nos han dado probablemente me costaría mucho más esta odisea llamada vida. Gracias por estar.
Juanjo Parada