Una candidata a parlamentaria sorprendió al proponer una monarquía para el país. Como vivimos tiempos de delirio, dejó flotando la posibilidad efectiva de instaurarla. Mirando con detenimiento nuestra “circunstancia”, hay motivos y razones para tenerla en consideración.
Una gran motivación, por ejemplo, radica en que los países soñados, cuando buscamos inspirarnos para salir de nuestros embrollos, son monarquías. Bajo la potestas de un monarca, aquellos reinos han solucionado hasta las más inimaginables demandas sociales y sus súbditos aparecen siempre ubicados en lo alto de cualquier ranking de felicidad. Algo de benigno tendrán aquellas dinastías.
Las razones para clamar por una monarquía también son muy variadas. Por ejemplo, si revisamos las principales enfermedades que aquejan a nuestra sociedad, caeremos en cuenta que justamente las monarquías poseen los antídotos adecuados. Suecia, Dinamarca, Nueva Zelandia y tantos otros, dejaron hace mucho tiempo de vivir épocas de desmanes y vandalismo; no se sabe de incendios de museos ni de destrucción de iglesias. Tampoco se ha sabido de escándalos en sus (antiquísimos) parlamentos. No tienen registros de tías Pikachu ni de bailes de Naruto. Quizás la austeridad de esas casas reales lo explique.
Siendo relativamente convincentes estos argumentos, una rogativa a favor de la monarquía requiere de una advertencia importante para evitar equívocos.
La propuesta sería instaurar. No restaurar. Esta diferencia fue contundentemente analizada en un reciente webinar, donde se examinó la idea de traer a los descendientes de Oreille-Antoine, llegándose a la feliz conclusión que su know how en materia de manejo de una monarquía es igual a cero. Un panelista recordó, con gran precisión histórica, que su única experiencia se reduce a emitir sellos postales y vender souvenirs. Otro dijo que la “macrozona-sur” no tiene destino sin solucionar antes el lío de la macrozona de verdad, aquella que va desde Visviri hasta Puerto Toro. Ante tales considerandos, la solución parece ir decididamente por el lado de la instauración de una corona.
Sin embargo, tenemos algunos obstáculos. Aunque todos salvables.
Uno es de carácter, digamos, basal. Nos falta linaje criollo. No tenemos segmentos poblacionales con el abolengo necesario. Es decir, carecemos de nobleza.
En este punto, la fértil imaginación con que nos ha dotado nuestra naturaleza andaluza y extremeña viene en auxilio.
La figura ideal para estos tiempos parece ser Juan Carlos. El mismo que debió abandonar la Zarzuela hace pocos años por sus indisimulables escarceos con una plebeya, una deslumbrante socialité, dispuesta a todo para adquirir rango real. El mismo que por salir a cazar no sólo se quebró una cadera, sino que debió jubilar antes de tiempo. El mismo que en estos instantes debe aburrirse como ostra en los desiertos emiratíes.
Se podría fundamentar largamente por qué Don Juan Carlos es el monarca ideal para nuestras circunstancias.
De partida, nadie dudaría de su gran estirpe, algo vital para esa falta de nobleza que nos afecta. Su título de Don no lo compró en El Corte Inglés ni lo adquirió mediante desposorio. Si se miran sus antepasados, se puede concluir que lleva en su estampa el significado mismo de Don. De Origen Noble.
Luego, tiene una trayectoria impecable, que ayudará a saciar nuestra sed infinita de democracia.
Basta ver su carta de presentación. Apenas entronizado, y pese a gozar de la estima del Generalísimo, Don Juan Carlos, hizo renunciar a Arias Navarro a la jefatura del Gobierno y puso ahí a un joven abogado, como Adolfo Suárez con la orden perentoria de llamar a elecciones generales libres, abiertas, secretas e informadas. Algo nunca antes visto. Terminó aquellos tórridos años 70, convocando a todas las fuerzas políticas para democratizar a fondo el país. Como resultado, dejó a todos felices, pisando moqueta roja (o sea, siendo socialmente aceptables) y, de paso, destapó la sociedad con la movida madrileña.
Además, promulgó una nueva Constitución, ratificada mediante referéndum. 88% de los españoles se la aprobaron. Hoy, cuando muchos dan por muerto al llamado régimen de la Moncloa (por el pacto que le dio vida), no se atreven a reclamar una nueva Constitución por temor, justamente, a no tener el apoyo conseguido en ese entonces por el hoy exiliado monarca. Al sagaz Don Juan Carlos, nadie le vendría aquí con el cuento de los 2/3 o los 3/5.
Luego, Juan Carlos Alfonso Víctor María (como en realidad se llama) se entendió a las mil maravillas con todos y cada uno de los partidos y con el parlamento. A largo de su reinado dirigió y orientó, sin entrometerse en rencillas menores. Siempre imparcial; hablando lo justo y lo necesario. ¿Quién podría hacer algo semejante en nuestro país al día de hoy?
Al resultar de la decantación de siglos, la monarquía parece una solución reposada para países intoxicados con rivalidades. Y el nuestro claramente lo está. Con dificultad encontramos otro tan sumido en un vértigo de iluminados, pontificando sobre lo humano y lo divino. Las monarquías atemperan los ánimos.
Por eso, el espíritu monárquico juancarlista viene como anillo al dedo. Pero como en política se necesita que las ideas cuajen, y que la convicción ciudadana sea real, se necesita un partido, que podría llamarse del Monarquismo Progresivo en los Marcos de la Ley, parafraseando una idea nacida en el Imperio Austro- Húngaro a inicios del siglo pasado. Debe ser monarquista progresivo, pues tomará un tiempo dar vida a progenies locales con la alcurnia necesaria. Debe ser en los Marcos de la Ley, pues no debe entenderse como una imposición, ni menos como un golpe.
Don Juan Carlos de Borbón y Borbón y Dos Sicilias, majestad católica, rey de España, de Castilla y de Aragón, de Navarra y Granada, de Valencia y Galicia y con otros 36 títulos a cuestas, estará feliz añadiendo este rincón del mundo a su largo listado. De paso -y como no es desopilante proponer nuevas denominaciones para nuestro país- se sugiere Reino de Nueva Extremadura. No nos sería ajeno. El propio Valdivia lo quiso y no sólo para Santiago.
Además, el rey ya tiene un entrañable vínculo político-emocional con este suelo. Allá por 2007, en uno de sus tantos viajes por acá, quedamos unidos para siempre, cuando hizo callar a Chávez durante una cumbre iberoamericana.
También se sabe que goza en nuestras pródigas tierras del sur. Como monarca podría recorrerlas, ahora sin restricciones, e incluso aprovechar las graciosas ventiscas para volver a esas regatas que tanto añora. En aquellos paisajes puede también dar rienda suelta a la caza. Y en su deambular, quizás encuentre un sucedáneo de Corinna.
Ello sería sublime. Terminar su existencia por acá, como un escabullido de esa vieja canción de Serrat, Tío Alberto: “Qué suerte tienes, cochino, en el final del camino, te esperó la sombra fresca de una piel dulce de 20 años, donde olvidar los desengaños …”.
¿No es fantástico que nuestros convencionales, en su labor acuciosa, tenaz y diligente en pos de revelaciones para un cambio de verdad, tengan presente la monarquía? Seremos innumerables los dichosos.