Muchos de los procesos políticos que cambian la historia se registran en momentos agudos de crisis. Esa es una lección que los chilenos no tenemos que auscultar en otros procesos históricos porque la vivimos en carne propia. El triunfo del NO en el plebiscito de octubre de 1988 y el fin de la dictadura se produjeron porque Chile parecía encaminarse entonces a un enfrentamiento trágico. La sociedad civil había renacido en mayo de 1983 con Las Protestas Nacionales que nos permitieron ganar un espacio público para demandar la vuelta a la democracia. No acumulamos el impulso para lograrlo y tampoco bastó después con sacar a los líderes de los partidos del escenario para instalar a 500 dirigentes sociales en La Asamblea de la Civilidad en 1986. Desarticulados estos dos esfuerzos todo el escenario lo pasó a ocupar la agenda de la dictadura, que en la constitución de 1980 había instalado un artículo transitorio para que Pinochet se presentara como candidato único en 1988 para un nuevo mandato de 8 años, que, en opinión de muchos, nos ponía al borde de la guerra civil. Entonces, rotos los caminos iniciales nos quedó una sola alternativa, competir con Pinochet en su plebiscito, pero cambiando gradualmente su sentido y las reglas del juego para colocar de nuestro lado el apoyo internacional y la participación de los chilenos que tenían dudas acerca del sentido competir con los que lo manejaban todo. Pese a ello, ganamos por un millón de votos de ventaja.

He pensado mucho en esa experiencia nuestra al acompañar desde 2014 a Colombia y a su pueblo en su Proceso de Paz. Ahí aprendí a respetar y a querer a las organizaciones colombianas de derechos humanos en sus variadas regiones y de un amplio espectro político. El trabajo del gobierno, la guerrilla y los 4 países acompañantes -Noruega, Cuba, Venezuela y Chile- nos permitió dar forma a un amplio texto de más de 300 páginas que la corte internacional de justicia consideró el más completo efectuado hasta entonces. Así y todo, por una suma inesperada de factores, el plebiscito de aprobación se perdió por un puñado de votos y años después el partido situado en la extrema derecha -el Centro Democrático de Uribe- ganó la elección en mayo de 2018 con Iván Duque.

Lo que ha pasado desde entonces constituye un sustancial viraje de lo más profundo de la historia colombiana. Duque resultó ser un hombre educado pero que había vivido fuera de su país por muchos años y no lo conocía. Su gestión fue cada vez peor evaluada mientras se organizaba y crecía una movilización social que dio fuerza a la estrategia del cambio. Entonces, Gustavo Petro, que venía desde su adolescencia participando en la lucha social y recorriendo las regiones de su país, encontró en Francia Márquez la compañera de lista ideal que le aportó el respaldo de 4 millones de afrocolombianos, y el aval de una larga lucha por los derechos humanos, los espacios de la mujer y la defensa del medo ambiente. Ambos disfrutaban de un amplio respaldo internacional y de un reconocimiento que amplificó su causa.

A eso se agregó que los partidos tradicionales hicieron los de siempre, buscar por separado el acceso al poder. Desde los inicios del proceso electoral El Gran Polo Patriótico ensanchó su fuerza mientras el gobierno debía afrontar la protesta social debido a la crisis económica y el aumento de la pobreza. La suma de las señales apuntaba en la dirección de un triunfo de una izquierda con amplitud social y legitimidad, pero costaba creer que fuera posible porque previamente en situaciones semejantes el peligro lo habían desbaratado asesinando a los impulsores del cambio –en 1948 a Jorge Eliécer Gaitán y a Luis Carlos Galán en 1990- mientras otras veces esto se logró con el fomento del miedo o el ataque abierto a las organizaciones que propiciaban la transformación.
El triunfo de Petro logrado por más de 700 mil votos de ventaja y 3 puntos, contó -hay que reconocerlo- con un sistema electoral de recuento que en una hora y media entregó un resultado total y transparente. A partir de ese momento se hizo indispensable explorar los cursos que puedan conducir a un éxito de esta nueva experiencia en una etapa decisiva para la historia de América Latina.
La orientación del escenario político colombiano es trascendente en muchos sentidos. Dentro de la tendencia política pendular que caracteriza al continente hubo muchos ajustes inestables. La época de la Posguerra Fría tuvo una primera década de auge Neoliberal que en los años 90 comenzó a agotarse en México con los “errores de diciembre” y la rebelión zapatista de Chiapas en diciembre de 1994, para alcanzar su momento final en la crisis argentina del 2001-2002 con las patéticas imágenes del Presidente de la Rua saliendo para no volver en un helicóptero de la Casa Rosada mientras la crisis se extendía por el país desde las retenciones monetarias del corralito hasta el intento de algunos gobiernos regionales para imprimir sus propias monedas.
Tras eso pasamos -en otro cambio brusco- a beneficiarnos de un mejor precio de nuestros commodities y tuvimos en la primera década del siglo XXI un mayor espacio para las demandas sociales que fue instalando gobiernos progresistas, sobre todo en América del Sur, en medio de un nítido liderazgo del presidente obrero de Brasil, Luis Ignacio Lula da Silva, que favoreció un singular momento de cooperación latinoamericana y políticas económicas que buscaban fundarse en las necesidades de la gente.
Pero eso tampoco duró mucho. El descenso de los precios internacionales de las exportaciones frenó el dinamismo del crecimiento y los ajustes sociales. De tal modo que tras el triunfo de Macri en Argentina en 2015 una suma heterogénea de gobiernos de derecha tuvo un auge encontrando eco en los años posteriores con la llegada de Kuczynski en Perú, el regreso del partido Colorado en Paraguay, el impeachment contra Dilma en Brasil y el triunfo de Piñera en Chile, precedidos todos por el retorno del PRI en México en 2012.

Muchos analistas le atribuyeron a esta vuelta al poder de los conservadores una perspectiva de más largo plazo que la vida se encargó de desmentir. En los últimos cinco años, salvo las ventajas en Uruguay y Ecuador, la tendencia claramente se ha movido en la dirección opuesta hasta un punto culminante producido este año 2022 en que tras la instalación en el poder de Gabriel Boric en Chile y de Gustavo Petro en Colombia todos los estudios de opinión indican el fin de la derecha radical en Brasil y el regreso de Lula al poder, del que fue apartado, como ha reconocido la corte suprema de ese país, solo por un fraude judicial, precisamente porque tenía una alta ventaja por sobre el diputado de extrema derecha Jair Bolsonaro.
Sería interesante hacer un cambio en las modalidades de contabilidad política que usamos en nuestra región. Habitualmente los listados se hacen según la tendencia de los gobiernos en los países, aunque habría una manera más eficaz y reveladora para efectuar este recuento: ¿A cuántos latinoamericanos dirigen las grandes tendencias políticas?;¿A los rumbos que marca la derecha o una propuesta de cambio social?
Esa modalidad diferente de cálculo da un resultado asombroso. De acuerdo a los Censos de población del año 2020 en los 20 países latinoamericanos vivían 654 millones de personas. Para encontrar un país con un gobierno de derecha tenemos que ir a la octava ubicación de la lista, Ecuador, donde hallamos 18.1 millones de personas. Seis de los siete primeros, Brasil (212,5 mill), México (126,1 mill), Colombia (50,8 mil), Argentina (47,2 mill), Perú (33,1 mill) y Chile (19,1 mill) – con lo que suman un total de 488,8 millones de habitantes, dejando a Venezuela, que es parte de la lista impugnada por Estados Unidos, en la sexta ubicación con una población de 28,4 millones. Los países objetados por Biden -Cuba (11,3 mill), Nicaragua (6,6 mill) y Venezuela- suman 46,3 millones que equivale al 7% de la población de América Latina. Lo que hace poco explicable la exclusión que el presidente Biden hizo de estos en lugar de utilizar el método que resultó muy fecundo en la Cumbre Hemisférica de Panamá en 2015 donde Obama saludó al Presidente Raúl Castro y dialogó planteando sus diferencias y objeciones sin restar a ningún interlocutor de lo que es solo un diálogo que no conlleva acuerdos ni resoluciones con el universo hemisférico, en donde cada uno puede presentar y asumir sus puntos de vista.
Pero volviendo a Colombia y su futuro, se puede considerar seguro que un líder con la experiencia de Petro va a hacer una lúcida defensa de los cambios estructurales que su país necesita y que no se han abordado en los 203 años que van desde la ruptura de Bolívar con el Imperio Español que es lo que explica por qué en la agenda de 5 puntos de los diálogos de Paz de la Habana, los cambios en la tenencia de la tierra y el desarrollo agrario eran el primer punto de la agenda.
La mayor esperanza que hoy se puede tener sobre el futuro de Colombia es que el gobierno de Petro tiene todos los elementos para favorecer los entendimientos que el país necesita, combinando el crecimiento con la equidad en los años que vienen.