Les ofrecemos nuestras más sinceras disculpas por la confusión, les dimos los cuerpos cambiados y no sabemos cómo ocurrió este lamentable episodio porque el hospital sigue estrictos protocolos
Amparo vive en Conchalí, tiene cuarenta años y es jefa de hogar. Todas las noches espera que sus dos hijos adolescentes terminen de comer para que ella pueda usar la mesa del comedor y entrar a su curso de técnico en turismo online. Ya le queda poco, solo un año, y está entusiasmada con la idea de tener un título profesional y poder darle una mejor calidad de vida a la Rosana y el Diego. El papá de los críos se mandó a cambiar el año pasado justo antes de que llegara el covid, ni que hubiera sabido el huevón, quién sabe dónde está ahora. Se sienta, sin darse cuenta, en una silla rota, y se cae. Sus hijos se ríen y la ayudan a pararse. De su bolso saca sus apuntes y los ordena encima de la mesa. Trata de no escuchar el ruido de la tele que está a todo volumen, y le pide a su mamá, se llama Berta, que está conversando por celular con su hermana en el mismo living -comedor, que le prepare un cafecito porfa porque ella está a punto de entrar en zoom para su clase. Los perros ladran como si el terremoto ya viene mientras los vecinos escuchan rancheras y cada cierto rato se escucha un disparo.
Le ha costado el cielo pagar el cursito famoso que sigue en su casa, después de su trabajo en la municipalidad de Conchalí como cajera, desde las ocho y media de la mañana, de lunes a viernes. Las puertas se cierran a las dos de la tarde y se debe atender hasta la última persona que logró entrar antes de esa hora. A fin de mes las colas habían sido eternas porque, como ya es tradición, la gente había esperado hasta el último día para renovar su permiso de circulación. Pero Amparo ya tiene el cuero de chancho, acostumbrada a los reclamos, los insultos, la mala onda, los garabatos entre dientes. Todo está permitido en pandemia. Han sido tiempos difíciles, le dice Berta a su hermana, terrible, sigue en voz baja para que nadie vaya a escucharla. Yo rezo todas las noches para que la Amparo y mis nietos estén sanos, que no se contagien diosito mío y si alguien tiene que partir que sea yo porque ya no tengo mucho más que hacer en esta tierra menos con mi úlcera gástrica y aquí encerrada.
A la semana siguiente Berta despertó con una tos fea, seca y fiebre alta. Le dolía todo el cuerpo. No comió nada, se quedó en cama, agotada, como si hubiera corrido una maratón. En la tarde le pidió a su hija que la llevara al hospital. Le hicieron un PCR que salió positivo. Seguro que me contagié en la feria del domingo, pensó, con la cantidad de gente que había, eso que estamos en cuarentena, por acá no corre el delivery, todos amontonados, nadie respeta nada. Por milagro, el resto de la familia salió negativo.
Berta usó su celular para hablar con su hija y sus nietos, para despedirse, dijo. Luego le entregó a la enfermera una fotografía de todo el clan, juntos a la orilla del mar, sonrientes en Cartagena. Si me salvo de esta, le pidió, me coloca esta fotito al frente para que sea lo primero que vea cuando despierte. Esa misma tarde la entubaron y suerte que le consiguieron una cama porque había que elegir a esas alturas a quien salvar. El hospital estaba colapsado y habían empezado a poner a los pacientes en camillas, a lo largo de los pasillos. Las autoridades anunciaron que estaban en el peak, en el peor momento, y que debieron arrendar unos contenedores para almacenar los cadáveres porque ya no tenían espacio en la morgue del hospital. Tampoco en los cementerios. Es una solución temporal, explicó el director varias veces durante la conferencia de prensa. Se veía abatido el pobre hombre, con grandes lagunas violáceas bajo los ojos y las mejillas hundidas.
Días más tarde Berta moría en la madrugada, sola, envuelta por un silencio temprano. A los pies de la cama, la fotografía de su hija y nietos. A esa hora Amparo manejaba su furgón camino al hospital, con el corazón al galope y una voz que le decía que ya era muy tarde, que su madre había partido, igual no la habrían dejado verla.
Entonces, justo cuando se detuvo frente a una luz roja, sintió una ola enorme de pena y de culpa que no la abandonaría nunca más. El cuerpo fue entregado a la familia horas más tarde y, según los deseos de Berta, debía ser trasladada a Cartagena, donde había nacido y deseaba ser enterrada. Así ya estaba dispuesto, no saldría barato el deseo, pero Amparo echó mano a unos ahorritos y contactó al cementerio, donde está enterrado Vicente Huidobro, le recordó el administrador, e hizo los arreglos pertinentes. Luego coordinó los detalles con la funeraria y solicitó el permiso por 24 horas porque debían viajar a otra región.
De regreso en su casa, ahí está Amparo frente a la mesa del living-comedor con la ventana abierta, sentada en la silla rota, ahora rodeada de tres primas lejanas que han pedido un permiso para venir a darle el sentido pésame. Mientras Amparo le sirve una taza de té a cada una puede advertir el cosquilleo de ansiedad de las tres mujeres sentadas al borde de las sillas por conocer los hechos de primera fuente.
Mejor hacer esto de una vez, se dice, separa su silla a una distancia prudente y les cuenta que cuando iban llegando al cementerio de Cartagena recibió un llamado en su celular de una mujer con voz de operadora internacional que le dijo buenos días, la estamos llamando del hospital donde falleció su santa madre, la señora Berta Cáceres, el día de ayer, y de parte del director quisiéramos expresarles nuestras condolencias e informarle que se produjo un error en la entrega del cuerpo, me escucha, o sea, ustedes recibieron a una persona equivocada, no es su madre sino un hombre, un dentista de Rancagua que murió por covid de un paro cardio respiratorio, pero eso no importa ahora. Yo estaba como hipnotizada, sigue Amparo, y no decía palabra, tratando de mantener la calma y no chocar al carro fúnebre delante mío. Les ofrecemos nuestras más sinceras disculpas por la confusión, les dimos los cuerpos cambiados y no sabemos cómo ocurrió este lamentable episodio porque el hospital sigue estrictos protocolos, dijo la operadora internacional, pero son cosas que pasan en pandemia, tanta saturación y la señora Berta estaba siendo trasladada a Rancagua donde debía ser cremado el señor dentista, la señal es mala, se corta la comunicación, pero ya dimos aviso a la familia y al cortejo, se enmendó el rumbo y van camino al cementerio de Cartagena de modo que ustedes esperen allá, llegarán antes, claro, porque el féretro que ustedes acompañan será recogido para ser llevado a Rancagua, ya está todo resuelto, no se preocupe..
Mi madre que en paz descanse, le recuerda Amparo a sus primas, solía decir que errar es humano y perdonar es divino y mi tía quería iniciar acciones judiciales, pero yo doy el capítulo por cerrado porque el director del hospital, ya nos pidió perdón, conversó con las dos familias, y se comprometió a hacer una investigación de modo que esto no vuelva a ocurrir, eso dijo, y uno cree que estas cosas sólo suceden en las películas, pero también pasan en la vida real, y en fin, alguien quisiera otra taza de té…
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Excelente y parca narración, Odette. Te quedas en ascuas hasta leer la palabra final. Historia muy imaginativa. Felicitaciones.