Será una tarea de todo el sistema político evitar la polarización del país ahora que se inicia un nuevo ciclo de cambios institucionales y económico-sociales. Un poco de lucidez debiera llevar a la derecha tradicional y a la neoderecha emergente a una conducta más racional que la mostrada hasta ahora.
Los dichos despectivos del exministro Gerardo Varela sobre los nuevos equipos gobernantes o la frase de la exministra Mariana Aylwin según la cual la Convención Constitucional quiere poco menos que destruir la democracia, auguran la persistencia de expresiones recalcitrantes de una parte de las llamadas elites.
La clave para Chile es que no se inclinen hacia la idea de un «Plan B«, en palabras del exministro Ignacio Walker, definitivamente productor de malas frases, es decir conductas de connotaciones antidemocráticas. Indico que se trata de exministros porque eso debiera, en principio, llevarlos a una mayor autocontención de sus pasiones políticas para preservar una esfera pública de rasgos razonablemente republicanos. Pero no es el caso.
Los que empujan la polarización entre nuevas versiones de «buenos y malos» y la descalificación de los cambios que Chile necesita a ojos vistas -para lograr una mayor integración social, para desconcentrar y diversificar la economía y el poder político y para disminuir sustancialmente las desigualdades- solo han venido obteniendo derrotas en el último tiempo. Varios deben estar lamentando la ceguera de su conducta al oponerse a la evolución institucional democrática desde 1990 con una implacable lógica de trinchera y de retención ilegítima de resortes de poder. También le debe ocurrir algo semejante a los que se opusieron desde fuera y desde dentro al cambio constitucional propuesto muy razonablemente por la presidenta Bachelet, así como a su propuesta de reforma tributaria progresiva original y a sus reformas laborales en favor de ampliar la negociación colectiva con titularidad sindical.
A ese mundo de la política chilena le pasó que se encontró a la vuelta de la esquina con la rebelión social inorgánica más grande que conozca la historia nacional, canalizada hacia una Convención Constitucional en la que no dispone siquiera de un tercio de veto, como hubieran deseado para seguir manteniendo la concentración de poder económico y político vigente.
La Convención Constitucional pasó ahora a ser para ese mundo la expresión de todos los males, en circunstancias que lo aprobado hasta acá, como el Estado democrático y social de derecho y el Estado regional, son importantes progresos institucionales desde el ángulo que se le mire, mientras las propuestas que exceden el dominio constitucional o expresan un mero verbalismo radical van cayendo por su propio peso. El bloque tradicional de poder se encontró, entre tanto, con que ahora gobernará una nueva coalición de izquierda por voluntad ciudadana que incluye al PC, su gran, mítico e inútil fantasma. Desde luego esta coalición está mucho mejor dotada de capacidades de canalización de la demanda social y tiene mejores posibilidades de construir poco a poco una nueva gobernanza que deje atrás el muy mal gobierno reciente.
Un poco de lucidez debiera llevar a la derecha a una conducta más racional, como la que se expresó en el reciente acuerdo para administrar el Senado.
Lo propio debiera hacer el gran empresariado. Es cierto que ese sector deberá pagar más impuestos, dado que el 1% concentra cerca del 30% de los ingresos, más que en casi cualquier otra parte del mundo (ver https://wid.world/es/country/es-chile/), y que los que explotan recursos mineros, pesqueros y forestales no pagan al país las regalías que debieran, y eso no puede seguir ocurriendo. Y deberán someterse a más reglas de equidad social, control de abusos y preservación ecológica, además de acostumbrarse a servicios públicos más fuertes, es decir a un Estado de bienestar que existe con variantes en muchas partes como un valor en sí mismo y para proveer estabilidad democrática y social. Y el conjunto del sistema económico interno deberá asumir, también, que el cambio climático es una amenaza global que debe enfrentarse sin dilación, iniciando una drástica transición energética.
El bloque tradicional de poder está en su derecho democrático de oponerse a todo lo anterior. Por razones de salubridad pública no debiera presentarlo, sin embargo, como un apocalipsis o profiriendo insultos. Se trata de cambios propuestos a la sociedad por una coalición que requerirá construir el voto mayoritario de aprobación de la Constitución de 2022 y luego deberá obtener el apoyo periódico del parlamento en el marco de un Estado de derecho. Las reglas democráticas, en vez de cualquier tipo de Plan B, deberán ser el único espacio de acción política legítima.
Ojalá la nueva generación de derecha sea más republicana que sus antecesoras y que la neoderecha autodenominada amarilla no siga tergiversando a las izquierdas y al movimiento social de manera tan destemplada. Al país le irá mejor sin polarización, aunque siempre valorando el debate contradictorio, por rudo que sea, pero llamado a ser democráticamente zanjado. Y también le irá mejor a la derecha, que tiene un espacio en la sociedad, incluyendo el de postular periódicamente a ser gobierno, pero que ojalá no sea usado para descalificar e infundir miedo (por el momento busca terminar de comprar los medios de comunicación que no se les subordinan del todo) y tampoco, como ha ocurrido desde el fin de la dictadura de la que formaron parte, intentar una y otra vez imponer normas tramposas de subordinación de la ciudadanía a sus intereses.
¿Será posible mantener un mínimo de conducta cívica, buena educación y honestidad intelectual -que incluye como requisito llamar las cosas por su nombre- en el espacio público y en el debate sobre los cambios que vienen? La experiencia pasada y presente no empuja al optimismo. Pero es un esfuerzo indispensable en el que cabe persistir para mejorar la convivencia democrática.