La antropología de la sobremodernidad, de lo que se conoce como modernidad radicalizada o posmodernidad dio curso en el desarrollo de las ciudades contemporáneas a dos muy disimiles espacios: los lugares y no lugares, al decir del antropólogo francés Marc Augé.
Se entiende por no lugares esos espacios propios de las urbes destinados al tránsito breve desde el vacío, el no reconocimiento, la distancia pese a la cercanía física (carreteras, estaciones de metro, aeropuertos, salas de espera, por nombrar algunos). Por lugares nos referiremos a esas áreas de encuentro cotidiano de las personas, de memoria común, de experiencias pasadas y presentes que permiten asentar sus identidades y fortalecer sus lazos de interacción, de cooperación y confianza que devengan en mayor capital social. Un valor preciado para asegurar una convivencia armónica en las comunidades, que aspiran a enriquecer y mejorar su calidad de vida; no necesariamente nivel de vida o de acceso a bienes, sino de tiempos para desplegar gratamente las experiencias cotidianas.
Ese concepto puede ser llevado al análisis de las ofertas mediáticas, en especial las que se autodefinen como masivas, transversales; destinadas a interpelar y acompañar a los públicos o audiencias de manera prolongada. En especial, la pantalla de televisión abierta o generalista. Y con mayor fuerza aún en tiempos de pandemia y encierro.
Una pequeña ventana y con barrotes
Espejo, foro, filtro, barrera, señal, megáfono o ventana, suelen ser metáforas recurrentes de la función que cumplen los medios de comunicación en la sociedad. Espejo que refleja los acontecimientos de la sociedad. Foro que mediante feedback permite a las audiencias apropiarse de los contenidos para compartirlos y comentarlos. Filtro que selecciona partes de la realidad para centrar la atención en esos temas y no otros. Barrera que obstruye la clara visión de la realidad cuando nos enfrentamos a regímenes no democráticos. Señal o guía para entender y explicar acontecimientos que de otro modo parecerían indescifrables. Megáfono para amplificar algunos mensajes y no otros. Ventana como abertura que acerca el espacio público mediatizado, al que no se accede cara a cara, para dimensionar allí la vida social.
La televisión abierta en el campo político y ad portas del plebiscito constitucional debe aspirar a ser claramente una ventana de exhibición del país a los temas que a menudo no están al alcance de la mano de los ciudadanos en conexión con los grupos de poder representativo (o que intervienen en la toma de decisiones sobre las políticas públicas). Administrar horizontes de visión y discusión, ampliar el espectro comprensivo de la realidad –cada vez más compleja y multidimensional en sus desafíos democráticos-, y colocar en perspectiva los desafíos comunes que nos reporta la vida en comunidad.
El problema real de la oferta televisiva en este eje –ya sea con el renovado y a ratos disperso multipanel de Tolerancia Cero, el abstruso club house de A Esta Hora se Improvisa, el irrelevante y penoso Estado Nacional o el autoadulador y monocromo Pauta Libre– es que la ventana que muestra lo político a la sociedad se estrecha por los invitados y comentaristas, quiénes en vez de acercarnos al debate, lo bloquean por sus propios sesgos históricos y sus retóricas justificatorias.
Ergo, se plasma esa distancia insalvable entre las élites y el resto; unos como habitantes privilegiados de un país en que se alternan la administración nominal del poder político sin mayores riesgos en sus vidas; otros, como seres acostumbrados al vértigo de la subsistencia precaria o ser clases medias vulnerables o semi, aferradas al consumo vía endeudamiento eterno. Unos, seguros que pase lo que pase, nunca dejarán de ser élites, otros enfrentados a la dura pandemia que les enrostró en la cara que el acceso a mayores bienes -vía créditos de todo tipo- no elevó significativamente su calidad de vida ni le aseguró un futuro.
Signos de realidad como un lugar
Los tradicionales debates políticos televisivos sirven de poco o nada, sino solo como espejos para un minúsculo segmento que gusta de verse a sí mismos en los medios polemizando sobre sus propias agendas de interés, eternamente irresolutas.
Por eso se hace necesario escarbar en otros ámbitos de la pantalla televisiva abierta para rescatar formatos que refresquen la manera de mirarnos y de ponernos en primer plano como sujetos comunes representando sus propias vidas.
Uno de estos programas es No me olvides(Mega, sábado, 9 am). Una pequeña joya de cercanía, que integra la memoria y la nostalgia frente a la comida chilena y sus sabores, desde conciudadanos que han resuelto hacer sus vidas en otros territorios. Bajo la impecable factura de la productora Horno Feroz –dirigida por Jaime Landeros- y con la conducción de un empático y certero Marcelo Cicali (dueño del restaurante Liguria). Un formato de gastronomía y viajes que está siendo retransmitido en su primera temporada y que reemplazó a otro exitoso programa, Plato único (Canal 13, tres temporadas desde el 2016), en donde el eje era mostrar a los mejores exponentes en Chile de las comidas típicas de nuestra cultura.
Sea en México, Estados Unidos, Italia, Francia, España, Portugal, Alemania u otros países, la estructura de sus doce episodios gira en torno a visibilizar las historias de chilenos asentados en esos países y que –pese al tiempo y la distancia- siguen cocinando los platos que formaron sus biografías como nativos de este terruño al sur del mundo. Cocinar desde la nostalgia y recorrer lugares para relatar sus vivencias, por qué se fueron de Chile, cómo se insertaron en sus nuevas culturas, y cómo el recuerdo de sabores, aliños y productos de nuestro imaginario les remiten a lo chileno como eje de pertenencia y memoria.
Una paradoja, si se quiere, porque el programa opera como un lugar de pertenencia de nuestra identidad colectiva, pese a que transcurre sucesivamente en otras tierras. Un segundo ejemplo de formato que cabe en la misma categoría es Mierda mierda: la función debe continuar (TVN, 2020, disponible en su portal web), serie documental que terminó su primera temporada, cofinanciada con fondos del Consejo Nacional de Televisión, realizada por la productora Inteligencia colectiva y conducida por la periodista Rayén Araya.
Mediante un ciclo de seis episodios se pudo repasar la historia de la dramaturgia nacional, segmentada en ciclos claramente asociables a aspectos representativos de la creación nacional: El auge de los teatros universitarios, la experiencia teatral en dictadura, el Trolley y el teatro de la memoria, la historia del ICTUS, Andrés Pérez y el teatro de la transición, hasta llegar a las experiencias recientes del Teatro Contemporáneo. Capítulos que permitieron comprender cómo esta manifestación artística se asentó en nuestra cultura y representa en sus diversas tendencias un espacio de identidad claro.
En años anteriores las series Los 80, Los Archivos del Cardenal y El Reemplazante, entre otras, también dieron cuenta de un intento claro de trascender el vacío televisivo de lo desechable para construir un relato colectivo de presente y pasado comunes. No exentos, eso sí, de polémicas en algunos casos, o de desconfianza en si estos proyectos lograran sintonía con los públicos.
Lugar v/s no lugar en la TV es reflexionar sobre cómo habitar más humanamente lo colectivo o que crea comunidad versus transitar desde el vacío en una televisión acostumbrada al exitismo cortoplacista, al famoseo sin mérito y la saturación de contenidos destinados a reforzar nuestras desconfianzas y temores frente a los otros. Un dispositivo para reconocerse en la vida de los otros o bien un mecanismo industrial que solo lucre a través de la explotación de prototipos de falsas convivencias derruidas en sus propias miserias.
Un dispositivo para reconocerse en la vida de los otros o bien un mecanismo industrial que solo lucre a través de la explotación de prototipos de falsas convivencias derruidas en sus propias miserias.