Pese a que todo el mundo lo sabe, casi todo el mundo hace como que no lo sabe: los aparatos de inteligencia operan con escaso control de las autoridades civiles, y responden a mandos, misiones y consignas que no son las legítimas. Actúan de forma ilegal, violan las normas constitucionales, se financian de manera opaca, conspiran, mienten, extorsionan, matan y manejan cuotas de poder fáctico que nadie conoce con exactitud. Eso ocurre en todas partes, en EEUU, en Europa, en América Latina. Y, por supuesto, en los países del Cono Sur.
En Uruguay un fiscal acaba de pedir, tras casi seis años de investigación, parlamentaria primero y judicial después, que se archive —pese a las pruebas recolectadas— una causa penal por actividades de espionaje que involucran los períodos de gobierno de los expresidentes Julio María Sanguinetti y Jorge Batlle, ambos del Partido Colorado, y Luis Alberto Lacalle, padre del actual mandatario, perteneciente al Partido Nacional. Es decir que por lo menos durante veinte años, desde la reinstauración democrática en 1985, hasta el año 2005, varios servicios de inteligencia actuaron al margen de la ley y cometieron delitos gravísimos. Algunos sospechamos que entre esos delitos gravísimos hay varios secuestros y por lo menos dos homicidios.
El problema es que los delitos sobre los que sí existen «evidencias contundentes» son de menor envergadura y, por lo tanto, ya han prescrito. Justamente, la decisión del fiscal se basa en la prescripción de los ilícitos tipificables, que son: pesquisa, violación de domicilio, interceptación telefónica, revelación de secreto telefónico, conocimiento de documentos secretos, revelación de secreto, abuso de funciones y omisión de denuncia, entre otros. En su dictamen, el letrado confirma la existencia de «acciones irregulares e ilícitas de espionaje desde 1985 y, en principio, hasta 2005, por agencias de inteligencia del Estado».
Lo que dice el fiscal es que agentes que eran funcionarios públicos ingresaron de forma subrepticia e ilegal a los domicilios de determinadas personas (en particular dirigentes de izquierda o líderes sindicales) para buscar y robar documentos e instalar micrófonos. También realizaron seguimientos, interceptaron comunicaciones telefónicas, tomaron fotografías clandestinas y elaboraron informes sobre sus actuaciones. Esos informes, hallados en el año 2006, estaban microfilmados y en poder de las Fuerzas Armadas uruguayas.
Como casi siempre ocurre, en este caso también ha prevalecido la impunidad. El expresidente Julio María Sanguinetti calificó de «disparate» la sola posibilidad de que se realizaran tareas de espionaje en sus gobiernos con su conocimiento. En 2018, sin embargo, él había señalado que esas cosas sí ocurrían, y eso «porque el Estado venía de una dictadura, y había muchas situaciones de conflicto». Su colega, el expresidente Lacalle Herrera, quiso ser más sutil: «Lo que hubo es recopilación de información, que es distinto al espionaje». Agregó que «no puede imputarse a un mando, si es que lo hubiera habido, una responsabilidad por lo que no mandó, por lo que no conocía». He ahí el detalle, como decía Cantinflas.
Por cierto, fue durante el gobierno de Lacalle Herrera que ocurrió el episodio del secuestro y asesinato del chileno Eugenio Berríos, un exagente de la DINA y hombre cercano al general Manuel Contreras. Berríos acabó sus días con dos tiros en la nuca, sepultado en un balneario uruguayo. Varios oficiales de los ejércitos de ambos países estuvieron involucrados en esa operación. Algunos fueron procesados, juzgados y condenados.
El espionaje ilícito a los ciudadanos no es una actividad privativa de Uruguay. En Argentina se destapa cada corto tiempo, con el glamour correspondiente a la idiosincrasia de esa gran nación, algún escándalo que vincula, por acción u omisión, a altos funcionarios políticos con espías nacionales o extranjeros. Mauricio Macri y Patricia Bullrich fueron acusados en su momento de conocer y apañar operaciones de fisgoneo ilegal. En Paraguay el presidente Mario Abdo Benítez ha quedado expuesto en una «red de espionaje» en la que aparece involucrado Mauricio Espínola, asesor político de la Presidencia. En Chile se han realizado en los últimos años labores de espionaje contra periodistas, empresarios, dirigentes mapuches, activistas estudiantiles y funcionarios diplomáticos. Algunos casos son bien conocidos, y otros no tanto.
En el Cono Sur, por lo menos, esas operaciones tienen varios patrones comunes: 1) La excusa genérica de «lucha contra la subversión» (concepto que ahora abarca el comunismo, George Soros, la comunidad gay, los ecologistas, el feminismo, los pueblos originarios, los cristianos progresistas, la izquierda en general, etc.). 2) El uso de recursos del Estado sin las debidas autorizaciones formales de los mandos civiles y, en ocasiones, a espaldas de ellos. 3) El empleo de estructuras remanentes de los períodos dictatoriales, con sus cargas ideológicas, conceptuales y hasta léxicas que, si no fueran peligrosas para la democracia, resultarían hilarantes. 4) El financiamiento irregular o directamente delictivo de muchas operaciones encubiertas, práctica nacida en los años del Plan Cóndor, cuando se torturaba y se mataba para dar con los escondites donde había «dinero de la subversión». 5) La impunidad garantizada, desde el propio Estado, para los agentes secretos que violan las leyes. 6) La violación de las soberanías nacionales de otros Estados para realizar actividades fuera de sus jurisdicciones, sin contar con sustento legal ni con autorización de los gobiernos afectados.
Este último punto es especialmente delicado, pues por allí pueden abrirse varias cajas de Pandora. Agentes chilenos han operado en Uruguay y Argentina en los últimos años, del mismo modo que agentes argentinos han operado en Chile y en Uruguay y, por supuesto, agentes uruguayos en Argentina y Chile. La Triple Frontera, por otra parte, es un nido de espías pluriempleados, que además son traficantes, contrabandistas y sicarios. Nada nuevo bajo el sol.
Una tarea imperiosa para las democracias es acabar de una vez con esas prácticas perversas. Aunque por el tipo de actividad nunca hay pruebas al canto, todo el mundo conoce la existencia de esas operaciones. Es un secreto a voces. Los líderes políticos, tanto los que están en el gobierno como los que actúan en la oposición, saben que las acciones sin control de los servicios de inteligencia son un problema serio que debe ser enfrentado. En el fondo, es también una forma de luchar contra la impunidad que, debe decirse, aún prevalece en las cloacas de nuestras repúblicas.