“Si se mira bien lo que estamos viviendo, pienso que la crisis estaba instalada desde antes. Cuando la Iglesia se veía ordenadita, juzgaba a otros moralmente y se centraba más en su doctrina que en el Evangelio. Sin embargo, estaban sucediendo, en secreto, todos estos abusos. Ahora vivimos un momento doloroso pues está saliendo a luz lo que estaba podrido. Algo inevitable para salir de la crisis. En consecuencia, hay que presionar para que salga toda la pus escondida. Así comienza a sanar la herida”. Era la respuesta del sacerdote jesuita Felipe Berríos, hace más de 8 meses, en conversación con este medio.
Valga el contrapunto con los dichos del renunciado y procesado ex cardenal Ricardo Ezzati, reiterando ambigüedades impresentables, como las que marcaron su lamentable trayectoria en tiempos de la profunda crisis de la que ha sido protagonista activo. El Papa Francisco demoró la decisión más de la cuenta. Por lo mismo no debería extrañar el final de Ezzati como autoridad eclesiástica si tenemos frescos en la memoria los episodios que rodearon destituciones anteriores, como la del ex obispo Juan Barros.
El Papa Francisco demoró la decisión más de la cuenta. Por lo mismo no debería extrañar el final de Ezzati como autoridad eclesiástica si tenemos frescos en la memoria los episodios que rodearon destituciones anteriores, como la del ex obispo Juan Barros.
Ya es extensa la lista de autoridades eclesiásticas que han debido abandonar sus altos cargos por la puerta estrecha del descrédito. Poco aporta a las interrogantes abiertas sobre la debacle en curso recordar que se trata de un fenómeno universal. Nuestro país está muy lejos de ser la excepción que confirma la regla.
Por lo mismo no sorprende que el Vaticano haya designado cuatro administradores apostólicos en reemplazo de los cuestionados obispos, marcados por una peste que pone en entredicho mayor a la poderosa institución universal. La revisión histórica surge tan inevitable como incómoda para quienes se refugian en los dogmas de la fe (absoluta, inmutable, infalible, incuestionable, irrevocable).
Ya es extensa la lista de autoridades eclesiásticas que han debido abandonar sus altos cargos por la puerta estrecha del descrédito. Poco aporta a las interrogantes abiertas sobre la debacle en curso recordar que se trata de un fenómeno universal. Nuestro país está muy lejos de ser la excepción que confirma la regla.
A pocas horas de haber asumido el obispo Celestino Aós como administrador apostólico del Arzobispado de Santiago, el ex seminarista Mauricio Pulgar lo acusó públicamente de haber encubierto abusos sexuales de los que fue objeto por parte del entonces presbítero Hernán Enríquez – protegido por Ricardo Ezzati- cuando Aós ejercía como promotor de justicia. Las denuncias de Pulgar son de larga data, apuntan a varios religiosos involucrados, con aristas judiciales en curso. Celestino Aós dijo no recordar el suceso, argumentando que en ese tiempo él sí actuaba como promotor de justicia pero no era la persona “que tomaba las sentencias”.
La existencia de otros testimonios sobre el caso podría complicar las explicaciones del recién designado administrador apostólico, tras sus asertivas y bien recibidas promesas de transparencia necesaria para un nuevo período que borre la huella de Ezzati.
Por lo mismo no sorprende que el Vaticano haya designado cuatro administradores apostólicos en reemplazo de los cuestionados obispos, marcados por una peste que pone en entredicho mayor a la poderosa institución universal. La revisión histórica surge tan inevitable como incómoda para quienes se refugian en los dogmas de la fe (absoluta, inmutable, infalible, incuestionable, irrevocable).
La crisis de la iglesia católica se hace sentir en el creciente descrédito de la población y sus propios feligreses. Se continúan abriendo interrogantes que desafían el liderazgo del urgido Papa Francisco, en el contexto de una jerarquía gastada y desprestigiada ante sus abrumados fieles. La debacle institucional en nuestro país es más que evidente tras las renuncias obligadas de obispos y casos tan emblemáticos como el de los cardenales Francisco Javier Errázuriz y Ricardo Ezzati.
La existencia de otros testimonios sobre el caso podría complicar las explicaciones del recién designado administrador apostólico, tras sus asertivas y bien recibidas promesas de transparencia necesaria para un nuevo período que borre la huella de Ezzati.
La desafiante transición a una nueva etapa de transparencia que predica el Santo Padre que vive en Roma, parece marcada por escollos y desafíos implacables. No solo para la transparencia que prometen las nuevas autoridades transitorias, despojadas de aquella pompa asociada a los abusos y el silencio cómplice. También para asumir debates abiertos en temas que dejan de ser tabú para los católicos, como el celibato y la incorporación plena de las mujeres en ámbitos, hasta hoy, más que vedados en la institución religiosa.
La desafiante transición a una nueva etapa de transparencia que predica el Santo Padre que vive en Roma, parece marcada por escollos y desafíos implacables. No solo para la transparencia que prometen las nuevas autoridades transitorias, despojadas de aquella pompa asociada a los abusos y el silencio cómplice. También para asumir debates abiertos en temas que dejan de ser tabú para los católicos, como el celibato y la incorporación plena de las mujeres en ámbitos, hasta hoy, más que vedados en la institución religiosa.
Algo más que un ruido interno es la conversación, no exenta de fuertes contradicciones y polémicas, que agita a hombres y mujeres de fe. En ese contexto cobra sentido rescatar otras aseveraciones de aquella conversación ya citada con Felipe Berríos. Se manifestaba partidario de una iglesia sencilla, cercana al pueblo, a los marginados “incorporando plenamente a los laicos y las mujeres”. “Donde ser bautizado sea la única dignidad y los cargos litúrgicos y jerárquicos sean vistos como un servicio al pueblo de Dios. Donde la unidad no se entienda como uniformidad. Es decir, una iglesia abierta a los cambios y dialogante con la cultura”
¿Será así? Así sea…