Los últimos presos políticos de la Cárcel Pública. Texto y fotos de Gabriel Pérez Mardones.

por La Nueva Mirada

La sola idea de hacer un registro fotográfico sobre dicho proyecto, sumado a poder conocer las dependencias del antiguo penal, le daban un carácter muy atractivo a este propósito. Estábamos en los albores de la democracia recuperada y cada instancia que permitiera tener un contacto más cercano con los hombres que habían luchado a brazo partido contra la dictadura, era una instancia a la que asignaba un valor superlativo. Por eso no titubeé.

 Transcurría el mes de diciembre del año 1993 y mientras la quietud de mi casa era testigo de la firma de una serie de fotografías recién sacadas del laboratorio; sonó el teléfono.

Corrí apresuradamente para que la llamada no se enganchara con la contestadora telefónica y por esas cosas de la vida intuí algo importante. Levanté el auricular y después de intercambiar los pertinentes saludos y las clásicas preguntas que uno hace cuando contesta una llamada, Maura me plantea una interesante propuesta: los alumnos de la escuela de teatro Gustavo Meza harían una visita a los últimos presos políticos que habitan la Cárcel Pública con el objetivo de mostrar su proyecto de título – Noche de Reyes – y para esta finalidad, requerían de mis servicios.

No lo dudé un solo instante y acepté con gusto este desafío.

El día y la hora ya estaban asignados.

Afinamos algunos detalles y quedó plasmado en la agenda. 

Debo reconocer que me invadía una cierta ansiedad; porque entre otras cosas, siempre había querido ingresar a ese reducto penitenciario. Por eso recuerdo como si fuera ayer cuando mi Padre me contó qué en los meses posteriores al golpe de estado, le tocó visitar a su entrañable amigo – Carlos Lazo Frías – justamente en el presidio ubicado entre las calles General Mackenna y Balmaceda. Y esa semblanza de la visita entrando a la penitenciaría para asistir a un amigo, fue un hecho que recordé con particular interés durante muchísimo tiempo.

Esa mañana del mes de diciembre, salí de la casa con la ansiedad propia del ciudadano que visita una zona extraña.

¿A qué situaciones me enfrentaría, con qué coyunturas tendría que lidiar, qué cosas vería?

Mi cabeza no dejaba de pensar en esos supuestos escenarios mientras me acercaba a pasos agigantados a los muros que rodean la antigua prisión.

Una vez en el lugar y después de realizar el chequeó en la guardia de Gendarmería y corroborar que mis datos ya estaban ingresados en el conteo de las visitas autorizadas para ingresar al penal, me preguntan por el bolso que tenía colgando del hombro.

Mi equipo fotográfico, contesté. Usted no puede ingresar ese bolso al recinto – esbozó el oficial con un tono tajante. Pero cómo, repliqué con esa certeza del que sabe que mis servicios ya estaban aprobados por la dirección de Gendarmería.

Y con un tono aún más enérgico contestó: no, eso no está permitido en el interior del penal.

Se armó un barullo de aquellos, discutimos los puntos de vista, tus dos y dos más, pero mis palabras siempre golpeaban contra un frontón. Esta disputa duró unos cuantos minutos hasta qué de golpe, un tipo que no conocía, con un afectuoso gesto me apartó de la guardia y soslayadamente me llevó a un rincón de la sala.

Se presentó como una de las personas que coordina la visita de los presos; pero desde los presos y en un tono sigiloso me dijo: va a hacer imposible convencer a la guardia de Gendarmería para que ingreses la cámara. Hagamos una cosa; deja tus equipos en la custodia y disimuladamente te guardas los rollos en los bolsillos de la chaqueta; todos. Yo en el interior de la cárcel te consigo una cámara.

Me pareció razonable la propuesta y a la vez, un poco arriesgada, pero no había otra alternativa; por eso volví a la guardia de Gendarmería, entregué mi equipo fotográfico y de inmediato me timbraron la mano. Luego nos juntaron a todos, formamos una fila e ingresamos al presidio. Pasamos cada uno de los cerrojos, puertas de antiguos fierros, paredes húmedas, descascaradas y malolientes, caminamos por un estrecho pasillo que solo nos evocaba la sensación de un siglo de encierro, hasta que desembocamos en un pequeño patio techado. Ahí estaban: los últimos presos políticos condenados en dictadura.

Eran una veintena de hombres, encarcelados hace más de un lustro, esperando el ansiado decreto que sustituya su condena por la pena de extrañamiento, militantes del MIR, del FPMR y del Movimiento Juvenil Lautaro. Nos saludaron con amabilidad e intercambiamos algunos obsequios; los alumnos de la escuela de teatro comenzaron a ordenar sus pertrechos y a instalar lo necesario para el montaje de la obra. Por mi parte, encendí un cigarrillo mientras conversaba con uno de los reclusos hasta que veo venir al hombre que me sacó de la discusión en la guardia y con una simple mirada – a modo de contraseña – me conminó a que lo siguiera al sector de las celdas en busca de la mentada cámara.

Todavía tengo en la retina ese espacio, un diminuto cubículo que cobijaba a unos cuantos hombres curtidos de tanta lucha. Estábamos en el umbral del pasillo cuando escucho: Juan, tienes a mano la cámara y con un simple ademán me hicieron pasar al interior de la celda. Estando ya en esta, Juan Ordenes Narváez – antiguo militante del FPMR – me pasó una vieja cámara Zenit, tenía averiado el fotómetro, pero la mecánica funcionaba en óptimas condiciones. Agradecí el gesto, la tomé en mis manos, cargué la película y comencé a sacar algunas instantáneas. Recorrí las instalaciones, sus pasillos, acompañado de algunos internos pude constatar donde estaba, tomé algunos retratos, subí a las galerías, la nave central y otras dependencias del añoso edificio hasta que comenzó la obra.  En ese minuto me aboqué a fotografiar a los actores y el entorno donde se desarrollaba el montaje teatral. Una vez que terminó la presentación, compartimos impresiones y tomamos café y cuando el tiempo de visita entraba en su fase final, se volvió a acercar el hombre que me apartó de aquella infructuosa conversación en la guardia y me dijo: los gendarmes te vieron tomando fotografías. Trata de que otra persona saque los rollos de la cárcel; de lo contrario, es muy probable que los requisen.

Esa simple aseveración me obligó a ejecutar un plan B. Percibía los ojos de los vigías sobre mis hombros, pocas veces me sentí tan observado. Me arrimé a un costado del patio, le hice una seña a Maura y disimuladamente le pasé una bolsa que contenía 3 rollos expuestos, prendí un cigarrillo y seguí conversando como si no aconteciera nada importante. Había que disimular. Entonces le dije: este paquete lo sacas tú de la cárcel. Es la única manera de que salvaguardemos este registro. Me miró sorprendida, pero asintió con un gesto de aprobación.

Cuando nos avisaron que debíamos abandonar el recinto, nos despedimos afectuosamente de los internos, devolví la cámara en la galería y formamos la misma fila con la que habíamos ingresado horas atrás. Pasamos cada una de las dependencias hasta que llegamos a la guardia. Retiré mis equipos y salí con prontitud rumbo a la calle General Mackenna.

Ahí me esperaba Maura con una sonrisa de oreja a oreja.

Me acerqué rápidamente y la escucho exclamar a viva voz:

¡Lo hicimos!Y me pasó la bolsa con los tres rollos expuestos.

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1 comment

Teresita Puente enero 19, 2023 - 10:09 pm

Me quedé con gusto a poco. Interesantísimo relato, muy buen expresado.

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