Por F. Kotermann
No pude resistir la tentación de visitar la inaugurada estación Baquedano del Metro y cubierto con mi exagerada máscara y guantes protectores viajar hasta la Estación Los Leones. Toda una experiencia mezclarse con jóvenes y viejos rumbo a sus trabajos, unos mejor protegidos que otros, algunos relajados lectores y más de una señora inquieta por los movimientos de manos de su acompañante tocándose la cara con desatención. Rostros fatigados tempranamente por el mal dormir que se refleja en muchos y una inquietud por el contagio que se acrecienta cotidianamente. No fue una experiencia alentadora y me confirma la atmósfera depresiva que el galeno Martínez me ha descrito reiteradamente. Lamentablemente no le podré comentar este viaje imprudente en el Metro que me aconsejó, algo severo, no realizar.
Regresé caminando focalizado en un test mental e imaginario de satisfacción en los rostros cubiertos y descubiertos de los transeúntes tempraneros. Quizás esperaba alguna sorpresa para quitarme el mal sabor que me dejaron esos minutos en el Metro. Absurdo si pensamos que se trata de la misma población en horario similar. En efecto, la sensación se acentuó pese al cruce con parejas risueñas en diálogo íntimo o jóvenes de edad escolar que parecían en recreo.
Al ingresar al edificio dispuesto a un buen café reanimador me crucé con la hermosa vecina del segundo piso que me lanzó su acostumbrado “cuídese”, que no hizo más que agregar la imagen de mi rostro a la mayoría de los que se me ocurrió observar con atención en este evitable recorrido matinal.
Debo decir que me siento extraño cuando me desanimo. Algo muy diferente es irritarse y desahogarme como suelo hacerlo conversando – ahora básicamente por celular, correos electrónicos o wasap y mensajes con amigos de aquí y allá más lejos – con quién tenga a mano.
Después de momentos en blanco y mirando un vacío indescriptible, se me ocurrió prender la televisión – algo que hago poco, intentando siempre una selección que evita demasiados espacios locales – y me encontré con el reporte diario de Mañalich y compañía. Machista, me dijo severo el galeno Martínez, cuando ayer intenté bromear con la imagen los tres informantes oficiales enmascarados, llamándoles “El bueno, el malo y El feo” – inolvidable western de fines de los sesenta, dirigido por Sergio Leone, protagonizado por un joven Clint Eastwood, acompañado entre otros actorazos por Lee Van Cleef y con música de Ennio Morricone – y le intenté explicar que era una broma irresponsable lanzada al aire, defendiendo sí el calificativo de “el malo” para el casi innombrable Mañalich, colega de mi querido doctor.
Lo cierto es que escuchar la introducción de la cuenta diaria sobre la pandemia, realizada por el redundante ministro regalón personal de Sebastián me encendió una rabia que creció a lo largo de la transmisión que corroboraba el fuerte incremento de contagiados en Chile (todavía me molesta la mañosa cuenta sobre la pandemia en el mundo, algo más que informado por cualquier medio).
(todavía me molesta la mañosa cuenta sobre la pandemia en el mundo, algo más que informado por cualquier medio).
Seguramente el fundamento de aquellos rostros asustados de los que deben laborar y movilizarse en un concurrido Metro o en los buses que recorren la ciudad transportando a la mayoría que no puede ganarse el pan desde sus domicilios, no es ajeno a lo que vienen haciendo, a tientas, las autoridades centrales más que soberbias, ciegas y sordas a lo que siente la mayoría de los que provienen cada día desde los sectores menos favorecidos y más amenazados por el maldito coronavirus.
a la mayoría que no puede ganarse el pan desde sus domicilios
Así, en un dos por tres, la inmanejable tristeza matinal desapareció. No estoy en condiciones de agradecerlo a nadie. Tengo mucha rabia. Hasta aquí llego hoy. Cuídense ustedes.
Afectuosamente
Frank Kotermann