Mario Valdivia V.
En “Occidente” el significado del mundo y la existencia ha tenido siempre la claridad de una verdad. Dios era la luz y la verdad; con esa certidumbre creó el mundo. El Iluminismo – pura luz – insistió en la verdad del mundo – léase leyes naturales y leyes de la historia –, sin necesidad de la existencia de un dios creador. El conocimiento de ellas permitía el progreso práctico, y la felicidad; progreso que le daba sentido a la existencia. Marx puso esto de cabeza, insistiendo en la sociedad sin clases como la verdad de la historia, que convertiría el progreso en realidad para todos. Con ella dio sentido a la existencia de centenares de millones de personas durante el siglo XX.
Hoy día la verdad ha perdido el peso rotundo de la claridad que tuvo durante dos mil años. En lo chico y en lo grande, lo próximo y distante. La respuesta final del big bang desata preguntas sin respuestas. La pregunta del porqué del coronavirus solo tiene como respuesta final el silencio, una nueva pregunta sin respuesta. La explicación del amor desaparecido solo puede ser, finalmente, el silencio, la oscuridad. Ya no nos hacen sentido las respuestas finales, las razones fundadas en sí mismas, verdades que ponen punto final a todas las conversaciones.
Hoy día la verdad ha perdido el peso rotundo de la claridad que tuvo durante dos mil años.
Observamos la incertidumbre del mundo. No existen los mecanismos de relojería estables que se suponía lo componían. Ni siquiera el sistema planetario, el paradigma de los paradigmas. Los fenómenos tienen fecha, derivan, tienen historia. Y la historia emerge desde la contingencia. El conocimiento, la acumulación de información, no permiten predecir su curso. Aunque ex post facto podamos ensayar explicaciones, en su deriva la historia emerge porque lo hace. No hay verdades que nos permitan controlarla. Y nuestras acciones siempre tienen resultados inesperados, consecuencias imprevistas. Nuestras mejores intenciones a menudo producen desastres, nuestros planes más esforzados fracasan. Nos damos cuenta de que la vida es trágica.
El conocimiento, la acumulación de información, no permiten predecir su curso.
Nunca entendemos bien lo que hacemos, aun cuando creemos saberlo. En lo próximo y lejano el mundo está envuelto en el misterio. No en la ignorancia trivial que algún día podrá ser superada, sino porque flota en preguntas sin respuestas firmes. En oscuridad y silencio.
¿Qué tal si los abandonados por la verdad nos escuchamos?
¿Cuál podría ser la manera adecuada de estar en este mundo? De un lado, abiertos en forma activa al misterio del sentido oculto de la ausencia de certidumbre. Resueltos, sin queja ni cinismo, a inventar una orientación sin verdades claras, como estábamos acostumbrados y puede parecernos indispensable. De otro lado, en el ánimo incierto y asombrado de no saber. Dejando históricamente atrás el autoritarismo de poseer la verdad, el activismo tecnológico ingenieril con su optimismo superficial de convertirlo todo en problemas a resolver y optimizar, o la división clara y tajante del mundo en amigos y enemigos. ¿Qué tal un poco de prudencia, una buena pizca de miramiento, algo más de delicadeza? ¿Qué tal si los abandonados por la verdad nos escuchamos?
Podemos aceptar nuestra finitud y la oscuridad de fondo de la existencia, e igual hacernos cargo de vivir con los demás. ¿Qué tal si cultivamos esta serenidad activa para existir con decencia en el mundo silencioso que nos tocó?
¿Qué tal si cultivamos esta serenidad activa para existir con decencia en el mundo silencioso que nos tocó?
1 comment
Me gusta mucho la invitación, aunque no sé si sería
necesariamente la decencia el atributo que la diferenciaría…