Te cepillabas los dientes cerca de quince minutos frente al espejo cada mañana. Creo que ese día era un lunes, con la mirada fija en tus ojos, o sea a la altura de tus ojos, en el espejo. Yo estaba detrás de ti, callada, casi podía sentir tu respiración llena de pasta blanca. Jadeabas un poco pero no te detenías, frenético con el cepillo sube y baja, para la izquierda y la derecha, como si se te acabara el tiempo o se te fueran a caer los dientes. Tenías el pelo revuelto, las canas disparadas, amarillas, onduladas. Te parecías a Beethoven, pero no te dije nada porque para entonces ya había dejado de hablarte. Y tú a mí. Aunque recién era lunes, ya estaba aburrida de casi todo. De tus canas, de las mías, de la rutina que me estaba haciendo trizas el alma. Tenía la voz ronca de rabia, no sé bien por qué, tanta ira acumulada con el encierro que me quitaba el sueño, que había caído encima de nosotros como una lápida. Quizás lo que más me irritaba era la cuarentena inconsulta, nadie preguntó nada, los chantas de siempre hicieron lo que se les dio la gana, sin rendir cuentas a nadie. Aunque abriera todas las ventanas en pleno invierno sentía que me ahogaba, el ambiente irrespirable, tedioso. Tus desayunos insoportablemente sanos, con cereales fibrosos, yogures light, café descafeinado con leche descremada, una tostada light con mantequilla light. Como tu vida, irrelevante. Light. Así te habías vuelto con la pandemia. Predecible, con los dientes muy limpios, predecible y aburrido. Día tras día, te sumías en el mismo ejercicio: te levantabas, te metías a la ducha, te cepillabas los dientes y te preparabas tu desayuno light. Luego prendías el televisor para ver las noticias y las cifras de contagiados y fallecidos. Habías cambiado el pronóstico del tiempo por el balance diario de nuestros muertos y contagiados. A ratos habría jurado que disfrutabas del macabro recuento. No me mirabas, no me hablabas. No recordaba la última vez que habíamos cruzado una palabra. No es que estuviéramos enojados o amurrados. Más bien parecía que me habías borrado por completo de tu mente, de tu vida. Y, la verdad, es que a mí me había sucedido lo mismo. Como si después de 40 años juntos se nos hubieran acabado las palabras, las cruzadas, las de amor y las de odio, los reproches, las promesas, las bromas, los recuerdos. Nada que decirnos.
No sé bien cuándo pasé de odiar a la pandemia a agradecer su llegada. A ratos rezaba para que se quedara para siempre. Al comienzo (no sé cuándo fue el comienzo) hacíamos todo juntos: compramos una docena de mascarillas, litros de alcohol gel y cloro, dejamos de ir al supermercado, no invitamos a nadie a la casa nunca más y dormimos abrazados cada noche en un claro desafío a la distancia social. Entonces apenas te cepillabas los dientes y yo me lavaba el pelo una vez por semana. Tenía una mata de pelo del tamaño de un arbusto. Sin canas, tú tampoco. Armábamos rompecabezas de mil piezas en tiempo récord y hacíamos algo de jardinería. Salíamos a caminar una hora diaria, antes de la cuarentena, comprábamos unos buenos vinos que tomábamos viendo películas antiguas, en blanco y negro. Cerca de la medianoche se te abría el apetito y partías a cocinar unos bistecs enormes, jugosos, al estilo de los picapiedras. Esto lo vamos a superar juntos, solos, me decías al oído cada noche antes de dormirnos. Yo desinfectaba las manillas de las puertas, de las ventanas, el celular, las llaves, los mesones, las mesas, la ropa, los zapatos, los pisos, los muros, los techos y hasta el perro del vecino. Nos bañábamos en alcohol gel. Nunca había tenido mi casa tan limpia. Mi piel olía a cloro. Cuando estuvimos totalmente desinfectados, nos quedamos sin magia, dije yo. Sin entusiasmo, me corregiste. Lo cierto es que se nos acabó la cuerda a ambos, pero sin escándalo, sin llantos ni reproches. Se agotó la pila y nos quedamos con la frase a mitad camino, el beso en el aire, el abrazo por cerrar. Creo que estábamos cansados de nosotros, de la vida, de pelearle al bicho maldito.
Para entonces, a poco andar de la pandemia, me despidieron del trabajo. A punto de cumplir los sesenta. La traductora brillante, inglés, español, alemán, y gracias por los servicios prestados. Eres muy cara, y no podemos seguir pagándote, por muy buena que seas, no hay trabajo, lo sentimos mucho, me dijeron por medio de un correo electrónico. Se veía venir y ellos se lo pierden, dije yo, tu tremenda experiencia, tu currículum impresionante, decían mis amigos, tú que has dado la vuelta al mundo. Quedé con el orgullo herido, con el ego más rasguñado que si me hubiera tragado un gato.
Fue lo último que te conté antes de que dejáramos de hablarnos. Te tomaste tu remedio, estábamos acostados, olías a enjuague bucal y apagaste la luz. Recuerdo que me dormí con tu ronquido cavernario. Al día siguiente sólo abriste la boca para lanzarme un gigantesco bostezo y no me hablaste nunca más. A ti nadie te despidió porque para entonces ya estabas jubilado con una jugosa pensión del Banco Mundial. Con los meses, me doy cuenta ahora, sufrí una metamorfosis. Yo, la que siempre me apoyé en la gente como si fueran bastones, comencé a sentir que no necesitaba a nadie. No me pesaba la soledad, más bien la abrazaba con una fuerza insospechada. Nada me hacía falta. Estaba lejos de toda nostalgia y añoranza, más allá del dolor y el placer. Me invadió un total desapego, estaba sin latido ni temperatura. Imperturbable. Light. El silencio nos sumergió y, por primera vez en muchos años, respiré profundo. Sospecho que tú también. No tenía que hacer ningún esfuerzo, ni cómo estás ni cómo dormiste, qué quieres almorzar, cómo te sientes. Dos extraños bajo un techo, unidos por un bicho invisible. Dejé de hablarte, de preocuparme por ti. Se me aclaró la voz y bajé las espadas. Un día no quise pelear más contigo, conmigo, con los fantasmas que me acechaban en mis pesadillas nocturnas. Siempre tuve problemas para dormir, llevaba años tomando pastillas para el insomnio. Una cada noche y, al llegar la pandemia, subí la dosis a dos. Cuando se me iban a terminar le pedí a mi médico una receta permanente y me la mandó por wassup. Pedí varios frascos por delivery. De pronto nos encerraron del todo, plazo indefinido. Me encogí de hombros. Nada que hacer. Tú tenías tus finanzas, yo las mías. Me dormía y me levantaba a cualquier hora. Cuando entraba el sol en medallones en las mañanas de primavera, abría las ventanas y observaba la calle vacía, con un silencio raro, tenso, como esos momentos densos antes de la tormenta. Un par de vecinos caminaban con sus perros, con sus mascarillas, con la ilusión de que estaban protegidos y seguros. Poco después me mudé a la pieza de alojados, y durante el día sólo iba al baño y a la cocina. No pisé más el jardín, no salí de la casa y no hice ningún tipo de ejercicio. Ni siquiera salía al balcón. Tú te quedaste en nuestro dormitorio, con el televisor y la estufa. Tampoco te los reclamé. Me daba igual, todo me daba igual. La bronca se fue diluyendo, se me fue cayendo como jirones de piel vieja. Puse una pila de libros encima de mi velador, de esos que llevaban años esperando ser leídos. Con la misma fiebre con que tú te cepillabas los dientes, yo comencé a leer novelas, cuentos, ensayos, poemas, cartas, biografías. Se salvó la guía de teléfonos. Cuando los terminaba los ordenaba en montones de diez contra una pared. En la lectura encontré la libertad plena, fui al más allá y regresé muchas veces, en medio del encierro más brutal de la historia de la humanidad. Conocí el mundo entero, página a página. Muchas noches me quedé dormida con un libro sobre mi pecho. Nunca fui tan feliz. Leía en la mitad de la noche, a mediodía y en las tardes cuando el cielo se cargaba de nubes y las primeras gotas rebotaban contra mi ventana. Había sacado las cortinas. Abría las ventanas y disfruté profundamente de la lluvia en ese invierno pandémico.
A veces, cuando me daba la gana, me cocinaba mis platos preferidos. De light, nada. Ya había perdido el olfato y el gusto, pero no el apetito. Me freía dos huevos con cinco tiras de tocino, dos papas cocidas con mantequilla, media palta, una tajada de pastel de manzanas con helado de chocolate. Una cerveza helada remataba el menú. Comía en mi pieza, sentada sobre la alfombra, con las piernas cruzadas. Había engordado por lo menos cinco kilos, calculo, porque también había botado la pesa a la basura. Pero me no me preocupaba. Usaba unas túnicas anchas de algodón peruano de colores indefinidos, que parecían carpas. Así como tú te obsesionaste con la higiene bucal, yo lo hice con el lavado de mi pelo. Tenía mi cabeza sembrada de canas, pero cumplía con un rito diario que me gratificaba. Demoraba media hora, con masajes lentos, lavados profundos, primero el champú, luego el acondicionador, la crema para evitar la caída del cabello. Me daba mucha pena porque de joven mi pelo era lo único de mí que me gustaba, negro azabache, liso, hasta los hombros. Tenía un brillo profundo y si me acercaba a la luz parecía un gran pedazo de piedra lisa y oscura. Media hora más tarde volvía a mi lectura justo cuando sentía tus pasos, tus pantuflas que limpiaban el parquet hacia la cocina. Tomabas agua mineral sin gas con tu almuerzo frugal. En el comedor, frente a la mesa larga donde cabían diez personas, con el mantel de lino puesto y la loza fina. Solo. A veces pasaba por ahí y te veía sentado con la mirada fija, la misma que ponías frente al espejo. Hablabas solo, en susurros, interrumpidos por largas pausas. Te demorabas mucho más que yo en comer, pero, al final, te levantabas, antes doblabas tu servilleta en un triángulo, y lavabas un plato o dos, los cubiertos y el vaso. Te ibas a tu dormitorio y cerrabas la puerta. No sé lo que hacías, pero sí podía escuchar tus óperas a todo volumen, día y noche. A mí nunca me gustaron. Me ponían nerviosa esas señoras gordas, lanzando gritos histéricos de auxilio, con esos rollos enormes de grasa que caían del cuello hasta las rodillas en cascadas de piel rosada. Ninguno comía lo del otro y, sin ponernos de acuerdo, tú hacías tu pedido a domicilio los martes. Y yo los jueves. Comías tomates, espinacas y zanahorias. Manzanas, plátanos, huevos y queso feta, algún pescado, almejas y ostiones. Tomabas agua mineral con gas. Yo, algunos bistecs, chuletas de cerdo, pollo, queso mantecoso, ravioli y helados. Tomaba agua mineral sin gas. El muchacho llegaba en su furgón los días convenidos, a las diez de la mañana. Pagaba por transferencia, no sé tú. Una línea invisible dividía nuestros alimentos en el refrigerador y en la despensa: lo tuyo estaba en el estante superior y lo mío en el inferior. Hace mucho rato había perdido la noción del tiempo, pero, a juzgar por las variaciones en el clima, ya habíamos atravesado las cuatro estaciones. Con el tiempo fui soltando las amarras, una a una. La pandemia nos había despojado de todo pasado y, según la evidencia, de todo futuro. Pero, imperceptiblemente, se había instalado, al menos en mí, como un estado natural, del todo normal. Caí en la cuenta de que no tenía ningún apuro en volver a lo de antes. Tú habías guardado las fotos familiares en el closet y yo había botado mi celular al basurero. No me interesaba llamar a nadie, ni siquiera a nuestro único hijo. Juan José era un amor, pero ya estaba adulto, en sus treinta y tantos y vivía en Australia. Tenía esposa, una hija, una carrera exitosa en el mundo de la ciencia, como le gustaba decir, y hace años que no venía a la llamada patria. Si hubiese querido mandarme un correo electrónico no habría tenido éxito porque lo había cambiado y tú no lo sabías. Además, rara vez abría mi notebook. Seguro que contigo se había comunicado y si alguna vez pidió hablar conmigo nunca lo supe. Un día me di cuenta de que había leído todos los libros que tenía en mi dormitorio. Era más de un centenar. Sé que tú guardabas algunos, pero no quise pedírtelos. Mejor no deberte nada. Estaba cansada y me dolían los ojos. Mi visión se había deteriorado significativamente. Se me ocurrió que podría retomar el tejido (después de treinta años) y compré online una docena de madejas de lana merino y shetland, mucho color pastel, varios palillos de distintos números, y ya. No escuchaba tus óperas hace semanas y no te había visto en el comedor. Tampoco en la cocina. Una vez pasé por tu dormitorio y la puerta estaba entreabierta, la luz prendida. Me llegó un olor fuerte, como a fruta podrida. Pero seguí de largo. Mejor no interrumpir. Era una noche de tormenta. La lluvia se estrellaba contra los cristales y sólo pude distinguir un paño de agua frente a mí. Fui a la cocina. Saqué del refrigerador una botella helada de sauvignon blanc reserva, mi vino predilecto, la destapé y cogí una copa. Regresé a mi dormitorio, abrí el closet y saqué mis palillos y un ovillo de lana celeste. Me serví una copa y comencé a urdir. Sin apuro. La vida era buena.