PÁGINAS MARCADAS de Antonio Ostornol. Indignación, protesta y sentencia previa

por La Nueva Mirada

Por Antonio Ostornol, escritor.

Hace muchos años atrás, vi la película Sentencia previa (Minority report, 2004), dirigida por Steven Spielberg, protagonizada por Tom Cruise y basada en un cuento corto de Philip K. Dick. Los créditos sonaban imbatibles y caí en el cine. No me recuerdo mucho de la trama. La historia está construida en base a los códigos de las películas de acción. Para quienes no la vieron, se trata de la representación de una sociedad futura, situada a mediados del siglo XXI. Hay una ciudad que ha reducido los homicidios prácticamente a cero, gracias al desarrollo de unos visionarios (androides) que son capaces de penetrar en la mente de los futuros asesinos y detenerlos antes de que cometan los asesinatos, castigándolos como si lo hubiesen hecho. Si no la han visto y se les cruza por ahí, no se van a aburrir.

Para mí, sin embargo, no fue una película inolvidable, al punto que no podría reconstruir su trama. Todos los avatares de la acción se me han olvidado. Me queda alguna escena donde unos policías parecidos a los G.I. Joe, con que jugaba mi hijo en los noventa, irrumpen en un gran salón atravesando un cielo de vidrio, descolgándose a través de cuerdas. Espectacular. Pero hay algo que no he olvidado y fue la sensación de haber estado en contacto con una idea aterradora con visos de potencial realidad. El corazón de la historia se centra en la posibilidad de que, a través de una forma de tecnología, se pueda efectuar un control de los individuos instalándose en sus pensamientos. La imagen de robots y enormes computadoras procesando millones y millones de datos, generando otros tantos algoritmos, que espían en los pensamientos y sentencian con antelación a la ejecución de los crímenes, es la metáfora terrorífica de todo lo que no quiero vivir.

Pero hay algo que no he olvidado y fue la sensación de haber estado en contacto con una idea aterradora con visos de potencial realidad.

¿Tenemos derecho a condenar a alguien por sus intenciones? Esa es la pregunta que el espectador se lleva perturbadoramente para la casa. Cuando hace unas cuantas semanas atrás, se desplegó una cobertura mediática absorbente a propósito del asesinato de Ámbar Cornejo, se instaló un estado de indignación nacional que terminó siendo canalizado hacia la Corte de Apelaciones que otorgó la libertad condicional al que, al parecer en ese momento, había sido el asesino. Nadie lo discutiría a estas alturas y, si alguien se lo encontrara en la calle, estaría tentado de hacer justicia por su propia mano. A la madre de Ámbar no se le trató mejor. Rápidamente se generó un juicio público –ciertamente no legal- que, a partir de la indignación generada por un crimen aborrecible, decretó las culpabilidades y las sentencias. Al escuchar las múltiples opiniones recabadas por los medios, a uno le quedaba la impresión de que, en cualquier momento, se iba a solicitar la restitución de la pena de muerte. A un episodio similar asistimos con el caso de Antonia. Todos los antecedentes, al parecer, apuntan a que el imputado por su violación y abuso tiene responsabilidad.  Pero si uno escucha con atención la cobertura que se ha hecho de ese caso, las personas que se entrevistan –sean o no conocedoras del caso- ya decretaron la culpabilidad el imputado y la urgencia de la sanción. Hace un par de días a un femicida estuvieron a punto de lincharlo cuando fue detenido por la policía.

Por supuesto, no pienso discutir aquí la culpabilidad o no de los diversos imputados, sospechosos o culpables. No tengo credenciales ni conocimientos ni pertinencia para hacerlo. Sí percibo que, especialmente en los casos que tratan de violencia contra las mujeres por su condición de género, hay una indignación justa, histórica, necesaria, que muchas veces va más allá de las garantías mínimas que cualquier persona debiera tener en una sociedad democrática. Me ha tocado enseñar textos clásicos de la literatura occidental en los últimos años y, a través de ellos, se aprecia en toda su magnitud la condición de abuso estructural y sistémico que ellas han debido soportar a lo largo de la historia. Fueron por siglos esclavizadas, transformadas en botín de guerra, negadas, invisibilizadas. Los patriarcas de diversas layas, instalados en el poder, disponían de ellas a su arbitrio. Y su sobrevivencia era muchas veces un ejercicio de sagacidad, sometimiento y sacrificios. Lo podemos ver en la Odisea, Antígona, Hamlet o El Quijote de la mancha. Las mujeres, en la historia del mundo occidental, no han tenido esas garantías. Y ha sido el esfuerzo y el coraje de los movimientos feministas de los, a lo menos, últimos ciento cincuenta años, los que han permitido que hoy puedan acceder a más derechos, aunque permanezcan las condiciones de desigualdad estructural entre hombres y mujeres.

Por supuesto, no pienso discutir aquí la culpabilidad o no de los diversos imputados, sospechosos o culpables. No tengo credenciales ni conocimientos ni pertinencia para hacerlo.

La justa indignación que conduce a la justa protesta (hemos visto impresionantes movilizaciones de mujeres copando la Alameda en defensa de sus derechos) no debiera conducirnos a un estado de sentencia previa. Los homicidas, abusadores y violadores deben ser juzgados y se les deben respetar sus derechos. Esta condición es una conquista de la humanidad que, sin duda, se ha ejercido de modo desigual, porque la justicia no ha sido necesariamente justa con las mujeres, como muchas veces no lo ha sido con los pobres o los migrantes, con las minorías de diverso tipo o, sencillamente, con los más débiles y los derrotados. El desafío sería, entonces, cómo asegurar que la impunidad como costumbre vaya quedando atrás, sin establecer nuevos agravios a los derechos de las personas. Alguna vez se ha pensado que, para terminar con las inequidades y las iniquidades, se podía actuar con autoritarismo dictatorial. Se instalaban momentos de supresión de las garantías mínimas de las personas para asegurar sus garantías.  Se decía que eran estados transitorios, pero la historia tiende a demostrar que hay una inercia que los transforma en permanentes.

La justa indignación que conduce a la justa protesta (hemos visto impresionantes movilizaciones de mujeres copando la Alameda en defensa de sus derechos) no debiera conducirnos a un estado de sentencia previa.

El desafío sería, entonces, cómo asegurar que la impunidad como costumbre vaya quedando atrás, sin establecer nuevos agravios a los derechos de las personas.

Entre todas nuestras tareas pendientes, asociadas al proceso constituyente que estamos iniciando, está la de construir los marcos jurídicos necesarios y suficientes para que los derechos de todos se respeten. Por supuesto, los de las víctimas. Pero también los de los culpables, cualesquiera que estos sean. No me gustaría vivir en un país donde cada una y cada uno de nosotros está sometido a un proceso de sentencia previa. Lo vivimos en tiempos de la dictadura que se arrogó el derecho a sentenciarnos a prisión, tortura y muerte, con jueces que no lo eran, ya que las sentencias las dictaban unos cuantos analistas de inteligencia. No había juicios ni abogados defensores ni jueces que determinaran la calificación de los casos. No me gustaría que esas prácticas volvieran a ser parte de nuestra cotidianeidad y fueran normalizadas. Sentenciar previamente a alguien, aunque sea mediante el juicio público, es una forma de anular derechos humanos básicos. Y eso, no es justo. O al menos, no es el lugar donde quiero vivir.

No me gustaría vivir en un país donde cada una y cada uno de nosotros está sometido a un proceso de sentencia previa.

También te puede interesar

Deja un comentario