PÁGINAS MARCADAS de Antonio Ostornol. Intolerancia, democracia y ceguera

por La Nueva Mirada

Por Antonio Ostornol, escritor.

En su columna de hoy (LT), Fernando Atria aborda el tema de la “violencia” en las redes sociales, asociada a la denuncia de la intolerancia. Básicamente, sostiene que el poder de las redes es parte del momento “antielitista” que vivimos, y que la molestia que genera entre las élites es, precisamente, porque estas pierden el control sobre los medios de comunicación. Este análisis es consistente, creo, cuando se le pretende atribuir la noción de violencia a la discrepancia, al desacuerdo, como sugiere Atria que hacen actualmente quienes ven amenazada su hegemonía en la comunicación a partir del ejercicio democrático de las redes. Y aquí, sin duda, Atria tiene razón. Las redes han sido un factor de democratización de la información y la opinión, e incluso se han vuelto una herramienta de gestión política altamente eficiente (los casos más paradigmáticos parecieran ser el triunfo de Trump en las elecciones presidenciales (logrado mañosamente promoviendo fake news en las redes) y la aprobación del Brexit; pero también está la primavera árabe y nuestro estallido social.

Hay un aspecto, sin embargo, que Atria no considera: es del uso de las redes para acallar al otro, poniendo en cuestión su derecho a expresarse. Me parece fundamental hacerse cargo de este fenómeno, ya que entraña prácticas que pueden ser devastadoras para el ejercicio democrático. Un grupo de intelectuales y artistas norteamericanos, del más amplio espectro – alguno de ellos ícono de la izquierda contemporánea-, levantó la voz para advertir sobre la intolerancia en los medios culturales (prensa, redes, universidades, etc.) y los riesgos que ello implica para el ejercicio democrático. Entonces, el problema no es la discrepancia –que siempre será legítima- sino el cuestionamiento del derecho del “otro” a expresar su opinión, tener una mirada diferente, incluso cambiar de perspectiva en el tiempo. Atria pone el ejemplo de lo ocurrido con Warken y su entrevista al exministro Mañalich. Se le acusaba, como recuerda Atria, de cierta “complacencia” del entrevistador respecto al entrevistado. ¿Por qué se argumentaba que era complaciente? ¿Porque no lo ponía en aprietos, no lo enjuiciaba públicamente? ¿Porque una parte importante de la entrevista no se refería directamente a la contingencia sino a su trayectoria personal (no en vano el ciclo de entrevistas se llama “En persona”)? ¿Porque permitía que el ministro se mostrara como una persona que creía firmemente en lo que hacía? Entonces, la idea de la complacencia remite a un supuesto previo: el entrevistador debería haber mostrado la misma inquina, el mismo deseo de derrota, la misma opinión política de quienes lo critican. Si no lo hace, el entrevistador queda instalado en un entredicho sospechoso. ¿Será que se vendió a Icare? ¿O querrá hacer un negocio con la salud? ¿O se volvió un vil mercader de la comunicación? Este tipo de cosas se decían en las redes (seguro que Atria las vio; yo, al menos, las leí). Pero nadie se detenía a pensar que Warken, probablemente, quería develar la persona que había detrás del personaje político, buscaba conocer cómo era la experiencia de estar a cargo de un tema tan álgido y doloroso, y cómo se sentía estar sentado en la picota. Y en ese sentido, la entrevista está muy bien lograda. Pero, no es lo que cierto público esperaba del entrevistador (muchos de quienes lo criticaban era entusiastas seguidores de sus programas y columnas); y de alguna forma se sentían “traicionados”. Warken “no tenía derecho a hacer esa entrevista”. Y si uno pone atención, en esos días (que parece que fue hace mucho) las críticas no apuntaban a lo que dijo el ministro, o el propio Warken. Apuntaban al hecho mismo de que lo hubiese entrevistado y no lo fusilara con las preguntas. Lo cuestionado era el gesto.

Hay un aspecto, sin embargo, que Atria no considera: es del uso de las redes para acallar al otro

Pero nadie se detenía a pensar que Warken, probablemente, quería develar la persona que había detrás del personaje político

Algo parecido ha ocurrido ahora a propósito de la entrevista al nuevo ministro del interior (personaje muy conservador –por decirlo suave- que viene a atrincherar a la derecha, sin duda). No la vi, de modo que no me referiré a su contenido. Apenas alcancé a capturar un par de frases en que le preguntaban por Sabina, Churchill y De Gaulle, todos personajes que él admiraba. Pero, en las redes, sí se me cruzaron muchas opiniones respecto al hecho mismo de entrevistarlo y muy pocas respecto a lo que declaró el personaje. Su mirada política no parecía tener demasiada relevancia. El clima de opinión en las redes apuntaba más a la legitimidad de la entrevista que a al tenor de la misma. Y esto, necesariamente, me trae a la memoria una idea de Roland Barthes que referí hace unos meses –frente a un tema similar- respecto a la diferencia que hay entre prohibir decir algo (o sea, censura) y obligar a decir algo (fascismo, según Barthes). En el primer caso, prácticamente hay acuerdo unánime: a nadie le gusta la censura; la segunda parte es más sutil y, aunque nadie explicite que tal o cual persona debe decir tal cosa, muchas veces, en la práctica, la crítica apunta a que la persona “debería haber dicho” tal o cual afirmación. Virtualmente, estaba obligado a hacerlo o, de lo contrario, la consecuencia es todo tipo de descalificaciones personales. La conclusión es obvia: si Fulano o Mengano no dice lo que “yo creo”, solo se explica porque tiene intereses corruptos y no porque de verdad piense legítimamente en lo que afirma.

si Fulano o Mengano no dice lo que “yo creo”, solo se explica porque tiene intereses corruptos y no porque de verdad piense legítimamente en lo que afirma.

Todo esto puede ser anecdótico, pero tiene implicancias más serias, ya que cuando se desplaza la crítica desde el contenido al sujeto que la emite, entonces se restringe el debate y el diálogo y, por lo mismo, me parece que se estrechan las posibilidades de encontrar, ya no digo verdades comunes, pero sí ciertos consensos acerca de la realidad que nos permitan compartir el espacio público. Hace un par de días alguien me preguntó si yo creía que el gobierno había diseñado el plan “Paso a paso” para que los rebrotes se produjeran de modo importante hacia el mes de octubre y comprometiera la realización del plebiscito constitucional (la razón sería que no habría condiciones sanitarias, las que podrían evitarse si no se implementa el desconfinamiento gradual). Le contesté que, desde mi perspectiva, no me cabía en la cabeza que existieran autoridades programando la forma en que puedan enfermarse o morir muchas personas, con tal de impedir la elección. ¿Cuál sería el argumento de fondo en esta hipótesis? Que quienes están a cargo de elaborar estos planes son unos desalmados, que les da lo mismo la vida de la gente y que están dispuestos a lo que sea por alcanzar un objetivo político. Esta lógica, sabemos, ha existido y existe en la vida política, y la lista de ejemplos es larga (estalinismo, nazismo, macartismo, revolución cultural, guerra antisubversiva, etc.). La posibilidad de la existencia no es el punto. El problema es la falta de argumentos, de antecedentes, de evidencias que puedan razonarse. Y es el lenguaje de las redes (breve, superficial, principalmente emocional…pregúntenle a Trump, que provoca constantemente en las redes), el que termina construyendo la realidad y empequeñeciendo la discusión. Incluso me parece que en estos días un dirigente político de relevancia habría “tuiteado” un comentario sobre esta supuesta “estrategia”.

Le contesté que, desde mi perspectiva, no me cabía en la cabeza que existieran autoridades programando la forma en que puedan enfermarse o morir muchas personas, con tal de impedir la elección.

Entonces, si bien Atria tiene mucha razón en el factor democratizante de las redes al poner en cuestión el monopolio de la opinión y la información por parte de las élites, hay un ejercicio de las mismas que es francamente antidemocrático e incluso, dictatorial, que lo usan indistintamente los ciudadanos “comunes” y las propias élites de cualquier tipo (políticas, económicas, culturales). Lo que está, finalmente, en el fondo de estas discusiones es el derecho al debate, a disentir y a ejercer la palabra. La descalificación, el epíteto, el encasillamiento prejuicioso sólo terminan siendo formas de intolerancia que nos empequeñecen la realidad, agrandan nuestras cegueras y minan nuestra libertad.

Lo que está, finalmente, en el fondo de estas discusiones es el derecho al debate, a disentir y a ejercer la palabra.

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1 comment

José luis Lobato agosto 11, 2020 - 7:55 pm

felicitaciones Toño muy buen articulo

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