Antes de ser escritor, hay que ser lector. Esta no es una frase original mía, pero la cito, aunque no recuerdo su autor o autora, porque comparto su sentido: quienes escriben lo hacen porque antes, en algún momento, descubrieron un libro, una estética, una creación que les mostró el lado distinto de la realidad. A la esfera pública nacional, le falta literatura y le sobran certezas.
Olfateando nuevas lecturas, descubrí dos escritoras bastantes jóvenes, pero muy lúcidas y perturbadoras. Entre ellas hay apenas siete años de diferencia, esos que cuando uno es niño son una eternidad y que, a medida que crecemos, van desapareciendo. Una de ellas es española de Madrid, finalista en su momento del Premio Herralde de Novela. Se trata de Sara Mesa y acabo de leer su última publicación, Un amor (Anagrama, 2020), una novela generosa en contención y síntesis y destemplada al momento de contar la historia. La otra, es Valeria Luiselli, joven escritora mexicana radicada en Estados Unidos. De ella había leído comentarios muy auspiciosos, pero no había tenido ocasión de leerla. Me hice de Los ingrávidos (Sexto Piso, séptima edición 2020), su primera novela, publicada el 2011. Escritura tipo navaja afilada que se acerca de manera brutal al relato, mientras juega con los tiempos ficticios e históricos como si eso fuera normal.
Semanas atrás, en esta misma columna, recomendé dos grandes novelas españolas: La madre de Frankenstein, de Almudena Grandes, y Tomás Nevinson, de Javier Marías, ambos autores de larga trayectoria. Estos textos, en relación a los mencionados antes, constituyen un universo radicalmente distinto. Un amor y Los ingrávidos son novelas íntimas, circunscritas a una contingencia individual rigurosa que se explora en profundidad, como si el resto del mundo no fuera más que una entidad completamente ajena. Los libros de Grandes y Marías, en cambio, son relatos cercanos a lo épico, plenamente históricos, políticos en cuanto explicitan su toma de partido frente a la realidad y existen en cuanto son parte de ella. Las más jóvenes tienen una escritura directa –muy americana-, escueta, precisa. Los mayores, en cambio, despliegan una escritura ancha, intrincada a veces, minuciosa en lo conceptual y lo textual. Si las novelas jóvenes borden las doscientas páginas, las mayores superan las quinientas.
A pesar de las notables diferencias literarias que surgen al comparar estos textos, creo que las cuatro novelas son de una riqueza extraordinaria y, para un lector abierto y dispuesto a encontrar algo distinto a su propia convicción, leerlas podría representar un gran aporte. En las novelas de nuestros escritores mayores, hay una reflexión desafiante de muchas de las actitudes posibles hacia la violencia en política. En estos textos más jóvenes, diera la impresión inicial de que el espacio público desaparece o es abducido por la experiencia privada e íntima.

La novela Un amor cuenta la historia de una joven traductora que se retira a un pequeño pueblo ubicado en la ruralidad española para terminar un trabajo. Esa es la excusa. Poco a poco nos enteramos de que escapa de algo o se refugia de un peligro, quizás una profunda crisis personal. Su inserción en el pueblo, que podría ser algo sencillo, comienza a transformarse en una experiencia crecientemente violenta. Las claves de la historia nos hablan de nuestra contemporaneidad: los autos, los teléfonos móviles, la televisión. Sin embargo, la atmósfera general del pueblo es la de uno detenido en el tiempo, donde se han mantenido bajo una férrea coraza, los más severos prejuicios y los más ancestrales reflejos de la tribu. Es, por decirlo de alguna forma, como si todavía permanecieran congeladas en el tiempo las más brutales discriminaciones a lo distinto. Esta historia podría estar ocurriendo en la época de esa maravillosa película Los santos inocentes, de Mario Camus, basada en la novela de Miguel Delibes; o en ese drama feroz que es el film El crimen de Cuenca, de Pilar Miró. Pero está pasando ahora, siglo XXI, como si esas pulsiones y sentimientos atávicos de desprecio a lo distinto se hubiesen dormido y permanecieran al acecho, en medio de una modernidad que quiere verse a sí misma como civilizada y democrática, tolerante y no binaria, pero que le cuesta procesar la diversidad. Nat, la protagonista, que viene huyendo de la hiper modernidad española, es consumida por el arcaísmo profundo de una sociedad que no termina nunca de morir. Esta novela comparte con sus mayores una mirada en extremo realista, donde todo lo que se cuenta puede suceder. ¿Es una novela triste? No sé. Yo diría despiadada. Sin embargo, una historia donde, hasta en el desamparo más cruel, es posible encontrar amor.

En Los ingrávidos, el paisaje es otro: la gran urbe, sea esta conocida o extraña. La protagonista se mueve en dos tiempos y en dos mundos, ambos volátiles, difíciles de aprehender. Uno se ubica en un pasado cercano, que al mismo tiempo se siente muy lejano (Nueva York); el otro, está en un presente lleno de cotidianeidades típicas y propias de una gran ciudad como lo es el D.F. mexicano, donde nuestra protagonista es esposa y madre de tres hijos. Pero ninguno de esos mundos parece enteramente real. “Todo es ficción, le digo a mi marido, pero no me cree.”, sentencia la narradora. Y de esta forma, una historia que en un principio diera la impresión de que va a ahondar en la tragedia de la vida moderna, llena de urgencias y necesidades, nos conduce hacia un proceso de desintegración o, parafraseando el título, de ingravidez, donde los puntos de referencia se confunden y en ellos, como en una juguera, todos los juicios y prejuicios de nuestro tiempo pierden sentido. ¿Cuál es el valor de todo el confort que nos ofrece la vida actual? Si existe, es irreconocible, se pierde en un tiempo fragmentario, veloz e impredecible. La narradora señala: “El metro, sus múltiples paradas, sus averías, sus aceleraciones repentinas, sus zonas oscuras, podría funcionar como esquema del tiempo de esa otra novela”, esa que la protagonista escribe sobre fantasmas. Y nosotros podríamos leer que habla de nuestra vida. Mientras la protagonista, ya sea de joven en Nueva York o algo más tarde en el D.F., pierde su identidad o la busca desesperadamente en medio del vértigo urbano, la protagonista de El amor la pierde y la busca en la profunda ruralidad y los tiempos ancestrales.
Javier Marías y Almudena Grandes habían hecho algo similar buscando sus identidades y, quizás, también perdiéndolas en la historia y la lucha política. ¿Es alguna de estas miradas más válida que las otras? No, desde ningún punto de vista. Esta es la maravilla de la literatura: nos regala la diversidad, mostrándola y dejándole un espacio para que existan. En nuestra discusión política actual, corremos el riesgo de que la declaración de darle espacio a las diversidades termine transformándose en la norma que las uniforme a todas. Ojalá me equivoque.