La semana pasada, el viernes 11 de septiembre, recordamos el golpe de estado. Este ha sido con toda seguridad el acontecimiento histórico más trascendente del último siglo. Todo el dolor que produjo, la violencia a la que fue expuesto el país (sin precedentes por el carácter institucional, prolongado y cruento de la represión) y la profundidad de los cambios que introdujo en la sociedad y cultura chilenas, así lo atestiguan. Los efectos de los 17 años de dictadura han sido profundos y, muchas veces, han estado eclipsados por la crítica a la economía neoliberal (AFP´s, Isapres, educación privada, etc.). Soy un convencido de que el cambio más fuerte ocurrió a nivel de los modos de relación social y en el tipo de vinculación entre los habitantes de nuestro país.
Una semana antes, habíamos celebrado el cincuenta aniversario del triunfo de Salvador Allende en 1970, otro evento de estatura mayor, aunque de signo absolutamente distinto. Ese era el tiempo del sueño, de las ilusiones, de la vida. La sociedad pre – dictadura era comunitaria, prevalecía a nivel de imaginario colectivo el interés social, la cooperación, el encuentro. El país se vivía como un enorme espacio público que podía habitar cualquier ciudadano. Recuerdo los comedores populares ubicados en el edificio de la UNCTAD (actual GAM) o en el pueblito del Parque O´Higgins, donde llegaba todo el mundo. Las calles se ocupaban masivamente para manifestarse políticamente y la mayoría de las veces se hacía en el marco de una disciplina social y política de la cual eran responsables los propios organizadores. También había violencia, pero no era lo usual, excepto hacia finales del gobierno de Allende. Nuestra cultura se asentaba en un sustrato fuerte, que implicaba un sentido amplio de pertenencia y de necesidad de conectarse y constituir grupos sociales. Este rasgo, tan propio de las culturas de izquierda, no era exclusivo de ellas. Desde el período de los radicales (“Gobernar es educar” y la escuela se hizo obligatoria), durante el propio gobierno de la DC (1964-1970) con su política de promoción popular, y la UP con su presencia en las organizaciones de trabajadores, toda la diversidad política concurría al fortalecimiento de los movimientos vecinales, sindicales, estudiantiles y gremiales. Incluso la derecha fue parte, aunque en menor medida, y creo que con menos gusto.
Nuestra cultura se asentaba en un sustrato fuerte, que implicaba un sentido amplio de pertenencia y de necesidad de conectarse y constituir grupos sociales.
El golpe de estado no solo fue la restitución del poder amenazado de una oligarquía asociada al capitalismo imperialista, sino un ataque directo a un modo de ser sociedad que fue propio de nuestro país y que había logrado concebir la democracia como el lugar donde se podían dirimir los conflictos políticos y desde el cual sería posible mejorar sustancialmente las condiciones de vida de la gran mayoría, terminando con los privilegios de clase. Incluso se llegó a pensar que sería posible realizar el tránsito del capitalismo al socialismo –según la concepción marxista- desde y con las instituciones propias de la democracia burguesa, en la medida en que la mayoría ciudadana respaldaba esos cambios y apostaba por una sociedad pluriclasista, con diversidad política y libertades individuales. Esta idea fue, posiblemente, la más “revolucionaria” de la segunda mitad del siglo XX, ya que desafiaba toda la praxis de la época que solo registraba procesos revolucionarios que derivaron en formas de gobierno totalitarias, guerras civiles o contrarrevoluciones sangrientas. En síntesis, el golpe de estado fue tan crucial en nuestra historia porque rompió una tradición de desarrollo cultural, político y social que se venía gestando desde los inicios del siglo veinte. En su lugar, instaló el imperio del individualismo, del egoísmo desmedido, de la falta de solidaridad con los otros, de la competencia como motor de la vida y la ganancia como principal valor. Seguro que muchos de estos valores siempre estuvieron entre nosotros, pero con la dictadura se hicieron hegemónicos.
En esos primeros tres años de la década del setenta (1970-1973), tengo la impresión de haber vivido dos de los eventos políticos que más han marcado mi vida y mis convicciones. Con el primero, el triunfo de la UP, aprendí que la vida tiene sentido en la medida que nos centramos en los otros, en su bienestar y sus libertades. Para mí la UP significaba soñar con una sociedad más igualitaria, sin privilegios, justa. También soñaba una sociedad más libre, donde se pudieran expresar todas las ideas y todas las corrientes del pensamiento, donde las universidades fueran lugares abiertos al debate y las ideas. No me imaginaba –aunque entonces no lo tenía tan claro- vivir en sociedades donde la policía secreta controlara a la ciudadanía y al partido único, donde las editoriales y los medios de prensa estuvieran sometidos a censura, donde organizarse políticamente costara la libertad o la vida. Esas prácticas, que han sido propias de los países revolucionarios del mundo de la más diversa laya (desde Asia hasta Europa, África y América latina), me tocó vivirlas bajo la dictadura de Pinochet. Aprendí, entonces, que nuestra cultura de partidos, de diversidad política, de régimen democrático, tenía un alto valor y por ella valía la pena luchar. Y luchar duro, no para instalar una nueva dictadura de otro signo, sino para consolidar una forma distinta y entrañada en nuestra historia, de entender al ser humano.
Por eso, hay otros dos hechos definitorios en mi apreciación de la historia política de Chile: el triunfo en el plebiscito del 88, en que derrotamos a Pinochet, y el triunfo de Ricardo Lagos, en las presidenciales del año 1999. El primero, porque nos permitió dejar atrás lo peor de la dictadura, recuperar en buena medida nuestras libertades y poder soñar nuevamente el futuro. Nos permitió también lograr algo más de bienestar para los sectores sociales que habían sido más golpeados y empobrecidos durante la dictadura y pensar en un horizonte de país más ambicioso y más equitativo, no solo en recursos materiales, sino que también en dignidad. Y rescato también la elección y el gobierno de Lagos porque representó a una izquierda capaz de gobernar con sentido de país y de producir un conjunto de políticas de clara orientación social. (Sí, sé que hubo algunas que no fueron progresistas, como el CAE. Pero también están las otras, como el AUGE, el divorcio, la subordinación de los comandantes en jefe al poder civil, la Comisión Valech). Desde esa gestión, me parece, se abrió un camino a la consolidación en Chile de más y nuevas conquistas de reconocimiento y libertad para las minorías, y para un desarrollo más amplio de la libertad individual.
Ahora, diez años después de que fuera elegido presidente por primera vez un militante socialista desde el triunfo de Allende, nos abrimos a una nueva posibilidad de cambio histórico: el proceso constituyente. Y digo proceso, porque el plebiscito del 25 de octubre, donde vamos a aprobar la redacción de una nueva constitución para Chile, es solo el primer paso para quizás volver a soñar.
una nueva constitución para Chile, es solo el primer paso para quizás volver a soñar.