Páginas Marcadas de Antonio Ostornol. No tener una revolución posible

por La Nueva Mirada

Esta página marcada es, no solo inolvidable, sino crucial. Tenía dieciséis años en septiembre de 1970. Debería decir “teníamos” porque pensar en ese tiempo es residir en un yo colectivo, en una épica generacional, en un sueño de todos. Formaba parte de la DREMS (Dirección Regional de Estudiantes Medios de Santiago, de las Juventudes Comunistas de Chile). Como todavía no tenía derecho a voto, me correspondió pasar la jornada desde el día anterior en una “casa de seguridad”, como dirección política de respaldo en caso de que el evento electoral desembocará en asonada fascista o golpe de estado. Estuvimos todo el día pegados a la radio escuchando los cómputos, mientras nuestro principal dirigente mantenía contactos telefónicos (por supuesto, a través de línea fijas) con la dirección de la Jota. Me imagino que las comunicaciones serían con compañeros que muy pronto serían historia, muchas veces triste. Estarían al otro lado de la línea el Checho Weibel, o la Gladys, o nuestro Manuel Guerrero que, me parece, en esa época era el encargado nacional de los estudiantes comunistas. Recién terminando el día, nos informaron que todo estaba tranquilo, no había ruido de sables, el triunfo de Allende sería reconocido y debíamos dirigirnos a la Alameda donde se estaba realizando una marcha y, se decía, el compañero Presidente se dirigiría al país desde el local de la FECH.

A pesar de llevar muchas horas encerrado en un departamento de un conjunto de edificios en Vivaceta, y sólo habernos alimentado con unas cuantas hallullas con mortadela y tecitos puros, no recuerdo haber tenido hambre ni sed. Estaba capturado por una sensación de asombro absoluta, como si no pudiera dimensionar ni creer lo que estaba sucediendo. En la Alameda la gente llegaba en manadas y, más que un acto político, había ambiente de fiesta. Estuvimos un rato muy alertas por si ocurrían incidentes que pudieran constituir una provocación política (que se apedreara un edificio, se atacara a los pacos o se encendieran fogatas). Nuestras instrucciones eran que debíamos cuidar la manifestación para que se transformara en un hecho político que asegurara la ratificación de Allende en el Congreso, ya que sólo habíamos obtenido un tercio de los votos. La multitud en la calle, responsable y respetuosa de la legalidad, debía ser la señal de que una maniobra de pasillo en el laberinto del parlamento no sería capaz de escamotear el justo triunfo del pueblo.

Estaba capturado por una sensación de asombro absoluta, como si no pudiera dimensionar ni creer lo que estaba sucediendo.

En buena medida, eso era posible porque si se sumaban las fuerzas de la UP las que siguieron a la candidatura de Tomic, comprometidas mayoritariamente con un proyecto transformador de carácter progresista, en Chile había una mayoría por hacer cambios importantes en el statu quo del poder. Al respecto, la entrevista que LT le realizara al historiador Alfredo Riquelme hace unos días, es muy iluminadora. Allí, el académico afirma: “hay en Tomic una constatación de algo en lo que, yo diría, la historia le ha dado la razón: para llevar adelante transformaciones económicas, sociales, políticas y culturales profundas, que él llama ´revolución´, se requiere una unidad muy amplia del centro y la izquierda, que a su vez se articule con este gran mundo popular organizado que el gobierno de Frei [el padre] potenció.” El triunfo de Allende fue posible porque en el país se había configurado una sensibilidad por los cambios mayoritaria. Se sentía en el ambiente la necesidad de remover la vieja estructura oligárquica de poder, a partir de un programa de transformaciones básicamente reformista. En ese clima político ideológico, lo más revolucionario del proyecto político de la izquierda chilena fue la afirmación de que los cambios sociales que requería el país para salir de la pobreza y alcanzar una sociedad más justa, se podían realizar a través de grandes alianzas políticas, pluriclasistas y nacionales, que avanzaban en torno a unos mínimos (que igual no eran pocos) ampliamente compartidos.

Entre septiembre y noviembre de 1970, estuvo sobre la mesa la oportunidad de haber formalizado ese estado de ánimo de las masas, pero, como dice Riquelme, no quedó espacio para ampliar el pacto político transformador “porque dentro de la DC [hubo] fuerzas contrarias a la alianza con la izquierda, pero también porque no [hubo] espacio político en la izquierda para una alianza con la DC”. Si miramos hacia atrás (analizar las cosas desde el día después siempre es mucho más fácil, lo reconozco), en esos años vivíamos una especie de efervescencia revolucionaria que, curiosamente, tenía discursos ideológicos mucho más radicales que las políticas de gobierno que proponía. Estas eran mucho menos atrevidas que las enunciadas en proclamas, manifiestos, congresos, informes a las plenarias partidarias, etc. El programa de la UP contemplaba un razonable fortalecimiento de la economía estatal estratégica, creación de área económicas mixtas (colaboración pública-privada, diríamos hoy) y un ámbito de propiedad exclusivamente privada que, en términos cuantitativos, sería el más numeroso. A eso se le sumaba la construcción de un estado de derechos sociales básicos. En esta concepción había un fuerte consenso. Incluso se llegó a formular un preacuerdo para plebiscitar las tres áreas de la economía y darles rango constitucional. Pero como lo recuerda Riquelme, “desde 1971 hasta 1973, hay un creciente alegato de la DC de que la UP está incumpliendo el acuerdo [de Garantías constitucionales] y una creciente denuncia de la UP de que la DC se está sumando a una coalición para derrocar al gobierno. Mutuamente, le están negando a su adversario el carácter democrático que compartieron en la coyuntura de la elección de 1970”, cuando se firmaron dichas garantías.

En estos días leo la biografía de Recabarren, de Julio Pinto V. (LOM Ediciones, 2013), y en ella es posible apreciar la impronta reformista de su mirada y sus estrategias de ocupación progresiva de espacios de poder para el movimiento obrero (incluido el parlamento) y el logro creciente de mejores condiciones de vida. La preocupación por transformar en mayoría política y social, organizada y responsable, al movimiento popular chileno, anticipa por una parte el carácter más innovador del Partido Comunista, que desarrolla las políticas aliancistas hasta alcanzar junto a la UP el gobierno (en franca oposición a las políticas guevaristas del foco revolucionario), y por otra, la condición más notable del proceso vivido en los años setenta: avanzar con las mayorías reales y no solo discursivas. En definitiva, la principal derrota del proyecto de la UP, en mi opinión, fue la incapacidad de consolidar una mayoría que transformara en política lo que era la alta sensibilización hacia los cambios que culturalmente se había instalado en los años 60. Siguiendo a Riquelme, “Impulsado sobre todo por los resultados de las elecciones municipales de abril de 1971, en que la UP bordea el 50%, vino la misma ilusión que tuvo la DC el ’65: el camino propio, ya no de un partido, sino de una coalición, y la idea de que la izquierda es la que representa al pueblo por sí misma, y que los que están en contra del proyecto de la UP son enemigos del pueblo”. La consigna de “Avanzar sin tranzar”, que levantó el Partido Socialista durante esos años, pone en evidencia la tragedia anticipada de la UP, al perder el interés político por lograr una mayoría categórica por los cambios. En el fondo, se creyó que, desde un empate político, con un poco más de fuerza de facto, se podía imponer una agenda transformadora más radical.  Así había ocurrido en las principales revoluciones del siglo XX; y hoy diríamos, así terminaron esas revoluciones.

Ese día cuatro de septiembre, en la noche, me quedé mucho rato sentado en las escalinatas de un costado de la Biblioteca Nacional escuchando a lo lejos la algarabía de la celebración del triunfo. Habíamos ganado las elecciones, pero no éramos la mayoría. Si hubiésemos sido capaces de negociar con quienes estaban por los cambios y no desplegar una política de secta, tal vez habríamos escrito otra historia. Queríamos hacer la revolución, pero no sabíamos muy bien cómo era ella. Después vino el golpe y, peor aún, el brillo de las revoluciones que nos habían inspirado se empezó a apagar en el totalitarismo, el estancamiento económico y la generación de nuevas castas que fueron matando las ilusiones. Entonces, no tuvimos una revolución posible y seguimos como ciegos, intentando encontrar nuestro atajo revolucionario, en vez de profundizar y transformar en mayoría nuestro espíritu reformista.

en vez de profundizar y transformar en mayoría nuestro espíritu reformista.

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1 comment

guillermo septiembre 12, 2020 - 8:23 pm

muy buen articulo.

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