La discusión en torno al apruebo o el rechazo se ha venido transformando, para muchos, en un zapato chino. Por una parte, hay que tomar partido por una propuesta de constitución que, al menos a mí, me llena de dudas. Y por otra, pareciera que la votación se tratara de un realineamiento de las fuerzas políticas entre derecha e izquierda, como en los viejos tiempos de Pinochet. El drama es que, en mi opinión, ninguna de las dos convence cien por ciento.
Nos acercamos irremediablemente al plebiscito de salida. Esta parte de la historia podría estar perfectamente en una película de suspenso, en que se observan los trenes sin control que caminan inexorablemente a una colisión suicida. Desde una dirección, avanza el tren de los cambios, como en su momento el Dr. Zhivago veía avanzar el tren de la revolución bolchevique arrasando con la burguesía de la época y, de paso, con todos los “otros” que osaban confrontar al comunismo y no lo creían llamado a encarnar el destino glorioso de la historia. Y en el sentido opuesto, avanza el tren de la reacción que, con una cierta osadía suicida, bajo ningún concepto desea que los cambios avancen hacia un reequilibrio de las fuerzas políticas y dejen de tener la sartén por el mango, razón por la cual azuzan el miedo y el fantasma de lo desconocido. ¿Quiénes están detrás de cada tren? ¿Quiénes se quedaron abajo del tren? Estas parecieran ser las preguntas que subyacen en la conciencia de cada ciudadano: estar dentro o estar fuera de una cierta dinámica histórica.

Cuando los partidos de derecha convocan a votar por el rechazo, mezclando en esa marea a los que de verdad creen en rechazar para hacer cambios y a aquellos que esgrimen las torpezas convencionales para justificar su rechazo ancestral y de siempre a los cambios constitucionales, facilitan el hecho de que cualquier intento por pensar críticamente el trabajo y propuesta de la Convención sea visto como reaccionario y de derecha. Y cuando la respuesta de los partidos de izquierda y centro izquierda (especialmente estos últimos) rasgan vestiduras por el apruebo, independiente de cuáles sean el tenor y profundidad de sus desacuerdos con las propuestas de la Convención, solo engrosan la velocidad con que los trenes se encaminan al desastre. Como dijo Daniel Matamala en su columna del fin de semana, retrotraen la discusión constitucional al eje de los plebiscitos del 88 y del 2019, como si el espectro político no se hubiese movido un ápice desde los tiempos de la dictadura hasta nuestros días. En esto, observo una cierta falacia histórica o, simplemente, un fracaso histórico, porque es retrógrado seguir mirando como si las disyuntivas del país se movieran solamente entre los dos ejes políticos tradicionales (derecha / izquierda), sin dejar espacio a nuevos referentes que legítimamente pudieran representar visiones nuevas (y si alguien piensa que el Frente Amplio es una opción que por joven es muy nueva, se equivoca, porque lo que hace es profundizar en viejas distinciones que, en muchos casos, ya no aplican).
En algún punto, se ha perdido el sentido primordial de la convocatoria al proceso constitucional, ese que buscaba la construcción de un país más justo, más equitativo y más democrático que, además, permitiera resolver las rigideces asociadas a los candados constitucionales instalados por la dictadura y que tanto daño le produjeron al país al permitirle a la derecha obstruir y negar las transformaciones que la sociedad chilena pedía a gritos. Asumiendo plenamente que es absolutamente necesario leer la versión final del texto para tener una opinión cabal del tema, hay muchos indicios de que nuevamente tendremos una constitución que, en vez de favorecer el flujo de la política y la gobernabilidad democrática del país, se podría volver rápidamente en una camisa de fuerza. Por lo mismo, me parece de mínima honestidad política y ciudadana, opinar sobre la nueva constitución señalando explícitamente con qué se está de acuerdo y con qué no.

En ese sentido, creo que la columna de Francisco Vidal, el día sábado en El Mercurio, tiene este valor que resalto. Ahí nos dice con claridad por qué él va a votar apruebo, explicitando los puntos con los cuales concuerda y aquellos que propone cambiar. A estas alturas, al menos para quienes nos hemos sentido parte del mundo de la centroizquierda desde hace décadas, sería muy bueno que nuestros dirigentes y partidos se manifestaran con claridad respecto a los contenidos que impulsan en la nueva constitución y aquellos que les gustaría perfeccionar o, lisa y llanamente, cambiar.
Por mi parte, me propongo hacer la lectura pormenorizada del texto final que la Convención constitucional le propondrá al país. Y ese texto lo juzgaré desde la perspectiva de si el tipo de país y sociedad propuestos son los que a mí gustarían para Chile. Si allí se dibuja ese lugar más democrático, más justo y más equitativo con el que sueño, será mi variable crítica para tomar una posición. Lo que no quiero, definitivamente, es estar en un lugar donde el voto constituya una carta de identidad y no una visión del país posible.