Páginas Marcadas. El costo de la guerra, aunque fuera justa.

por La Nueva Mirada

Por Antonio Ostornol, escritor.

          Hace ya algunas décadas, marqué una página de un libro de Jorge Semprún cuyo título no recuerdo, donde el protagonista narrador autor, muy probablemente en el patio desnudo del campo de concentración de Buchenwald, le aseveraba a un camarada que podían haber guerras justas pero no existían los ejércitos inocentes. Hace un par de años, sin tener muchos antecedentes del autor a pesar de que su currículum literario ameritaba conocerlo, cayó en mis manos una novela impresionante: Patria (Tusquets editores, 2016), de Fernando Aramburu. Es un libro grande, no sólo por las más de seiscientas páginas que tiene, sino por lo crucial de su temática y la lucidez para proponer una mirada original y heterodoxa del lugar que la violencia política ocupa en la lucha de los pueblos por alcanzar sus reivindicaciones y derechos; y por supuesto, del valor de la misma violencia que despliegan los detentores del poder y los privilegios, en cualquier parte del mundo.

La novela trata del País Vasco, de su sentido de identidad, de la lucha por su independencia, del rol de ETA en esa guerra, y la degradación del sentido de justicia de sus reivindicaciones y de sus prácticas políticas y militares.

          La novela trata del País Vasco, de su sentido de identidad, de la lucha por su independencia, del rol de ETA en esa guerra, y la degradación del sentido de justicia de sus reivindicaciones y de sus prácticas políticas y militares. La historia arranca cuando en España la ETA anuncia el abandono de la lucha armada. Ese mismo día, una mujer vasca, Bittori, decide regresar a su pueblo natal, de cual tuvo que emigrar producto del acoso de los nacionalistas, por considerar que su familia era obsecuente con Madrid, España, la monarquía, el capitalismo explotador y todo lo demás. Tuvo que emigrar de su pueblo luego de que ETA ajusticiara a su marido, empresario de camiones, por no pagar el impuesto revolucionario. Todo esto ocurre en una pequeña aldea, donde los vecinos se conocen de siempre, donde sus padres, abuelos y tatarabuelos fueron parte de una misma historia de afecto y grandeza humana. Fueron a la misma escuela, jugaron en las mismas calles, eran miembros del mismo club de ciclismo y salían los domingos a recorrer la comarca. Juntos hicieron progresar al pueblo. Es la historia del viejo barrio. ¿Acaso no la vivimos nosotros el 73, cuando el vecino de la esquina se volvió el delator que le costó la vida al más antiguo de la cuadra? Y de pronto, esos vecinos de toda la vida, comienzan a mirarse con desconfianza. El hijo de la familia que vive frente a la casa de Bittori, militante de ETA, es detenido y purga una larga condena en la cárcel. ¿Será el asesino Txato, el marido de Bittori, el tío que lo trataba como si fuera su propio hijo?

¿Acaso no la vivimos nosotros el 73, cuando el vecino de la esquina se volvió el delator que le costó la vida al más antiguo de la cuadra?

          Aramburu instala desde el inicio todos los elementos para contar una gran historia, donde amor, lealtad, familia, amistad, política, traición y violencia se irán tramando como una orquesta trágica. Desde este lugar, se revisan los últimos veinte años de la historia de España, no sólo la política, sino  la que va marcando el paso desde una sociedad devastada por la guerra y aislada por las políticas conservadoras de Franco, hacia una que de la mano de Europa se instala en la modernidad globalizada del capitalismo contemporáneo. Por lo mismo, la novela funciona como una especie de gran mural de las discusiones actuales. Y como en todas las grandes novelas, abre muchas preguntas, da pocas respuestas y nos obliga a releernos.

          Aramburu instala desde el inicio todos los elementos para contar una gran historia, donde amor, lealtad, familia, amistad, política, traición y violencia se irán tramando como una orquesta trágica.

          Y lo primero que marco en esta historia, es la degradación de la violencia como instrumento de la acción política. No quiero ser ingenuo: la política implica poder y, como tal, ejercicio de la fuerza. El problema es definir la legitimidad y alcance de la violencia asociada. Crecí en una época donde la acción política armada constituía un valor en sí misma porque era la llave necesaria para alcanzar la justicia y la felicidad humana. Era esta, sin duda, una visión romántica que idealizaba héroes que, más allá de sus ideales, en la práctica real no tenían nada de románticos. La imagen más nítida de esto que señalo es el destino histórico del Che Guevara. Su figura representó el ideal revolucionario de varias generaciones y significó transformar una experiencia política específica –la de Cuba- y una forma de la política excluyente –la lucha armada- como un sentido en sí mismas. Era necesario procurar la experiencia de la violencia política revolucionaria per se, independiente de la correlación de fuerzas y de las condiciones sociales y culturales en que se insertaba la misma. La violencia revolucionaria era productora de nuevos revolucionarios, lo que no tenía ninguna evidencia real, ya que las experiencias revolucionarias históricas registraban más fracasos que victorias. En la mayoría de los casos, más que producir una nueva calidad de sociedad, generaban estados donde el uso de la fuerza era el sostén del poder, más allá de las sensibilidades de sus propias comunidades. Hasta ahora no deja de asombrarme como sociedades que llevaban décadas de socialismo revolucionario, transitaron en unos poquísimos años al peor de los capitalismos.

Y como en todas las grandes novelas, abre muchas preguntas, da pocas respuestas y nos obliga a releernos.

          Al leer Patria, me queda la impresión de que en el País Vasco una lucha justa –el deseo de libertad y autonomía para una nación- se transformó en la creación de un “ejército” nada de inocente, que decidía por sí y ante sí quiénes vivían y quiénes morían, quiénes podían seguir viviendo donde lo habían hecho sus ancestros y quiénes debían emigrar al exilio. La ETA se volvió una organización dictatorial, incluso para sus propios militantes. Me queda la impresión de que se volvieron esclavos de sus propias prácticas, y perdieron toda capacidad de mirar la realidad y ajustar sus políticas al sentimiento de quienes debían ser, en primer término, los destinarios y sostenedores de las mismas: el pueblo vasco. Lo que había, al parecer, era una nación dividida, donde muchos querían avanzar hacia una independencia en acuerdo con España y otros querían la ruptura total. ¿Cuántos de ellos lo hacían por convicción y cuántos por miedo a las represalias de la ETA? La novela no lo resuelve, tal vez lo haga la historia algún día. Pero la pregunta queda abierta y se nos endosa como una carga dura pero necesaria.

 La violencia revolucionaria era productora de nuevos revolucionarios, lo que no tenía ninguna evidencia real, ya que las experiencias revolucionarias históricas registraban más fracasos que victorias.

          Leyendo Patria pensaba en nuestra propia realidad. También tenemos preguntas abiertas y respuestas pendientes. A veces escucho a algunos dirigentes jóvenes, de movimientos sociales o políticos nuevos, y me parece que coquetean con bastante inconsciencia acerca de la necesidad de la violencia. Hay otros que simplemente la ejercen. Y si alguien discrepa de sus posiciones, se despliega sin misericordia la violencia verbal, preámbulo necesario a la física, y el resultado es que al que piensa diferente se le descalifica como actor válido, lo que permite sustraerle su dignidad humana fundamental, es decir, construir la condición necesaria para agredirlo sin culpa. Sé que es un escenario acotado, tal vez sólo incipiente, pero está allí. Este libro ayuda a verlo.

La ETA se volvió una organización dictatorial, incluso para sus propios militantes.

          Y no quiero terminar sin advertir que estas preguntas que me hago, involucran también a la lógica represora y violenta del gobierno en Chile, que al igual que otros muchos de derecha en el mundo, criminaliza la diferencia para sustentarse en el poder. La obsesión por las cárceles, las militarizaciones, las sanciones y las prohibiciones de todo tipo, la defensa de las fronteras transformándolas en barreras humanas, la reivindicación de purezas nacionales que no existen, no son sino formas algo más institucionalizadas de la misma violencia.

estas preguntas que me hago, involucran también a la lógica represora y violenta del gobierno en Chile, que al igual que otros muchos de derecha en el mundo, criminaliza la diferencia para sustentarse en el poder.

          Al final, somos todos responsables. Hay que abrir nuevas formas de pensar y sentirnos parte de nuestra comunidad. A eso nos invita esta novela.

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1 comment

Rodrigo Aybar agosto 4, 2019 - 10:15 pm

Sin duda alguna el tema es muy complejo.
Por supuesto que depende de la realidad histórica concreta en cada pueblo, nación.
En estos momentos me encuentro el El Salvador. He tenido el privilegio de leer , conversar con personas de todo el espectro social y político, visitar zonas de gran beligerancia durante la guerra, que duró 12 años y causó más de 100.000 muertos.
La crisis de 1932 en este país, que hace surgir la figura de Farabundo Marti, se produjo en un país con una realidad social y política verdaderamente incompatible con las más mínimas condiciones humanas para la vida de millones de salvadoreños.. Los 50 años que la siguieron, solo profundizaron la miseria y la reprensión insoportable de cada uno de los gobiernos que se sucedieron.
Entonces, fue justo rebelarse militarmente? Fue justo liberar la mitad del territorio de este país creando un verdadero poder popular durante la guerra? Por supuesto que si lo fue y con creces!
Liberó a este país la guerra de la explotación y de la miseria? Cambió las reglas de juego y el dominio burgués? Los dos gobiernos del FMLN estuvieron a la altura de ese sacrificio? Se salvaron del lacre de la corrupción?
Lamentablemente no.
Ahora bien: si miramos este país hoy con más detenimiento , es un país mucho más justo, mucho más alegre, mucho mejor educado, con mejores condiciones de vida y de trabajo que las que existieron durante décadas antes de la guerra. Ya no existe además una fuerza armada represiva. Hay progresos tangibles en salud y educación de la población. Hay progreso y avances en las condiciones de vida en el campo. No existen los graves problemas de desnutrición que existieron durante más de 50 años.
Por último. Lo que no hemos encontrado aún es la capacidad de crear un sistema económico diferente al capitalismo, auto sostenible y flexible, que permita avanzar hacia una sociedad más justa e igualitaria.
Creo que si hay guerras justas. Si hay momentos en la historia en los cuales no existe otra opción para defender los más elementales derechos sociales, económicos y humanos de millones de seres humanos.

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