Palabras de Raúl Zurita al recibir Premio Reina Sofía

por La Nueva Mirada

Majestad, Señora Presidenta de Patrimonio Nacional, Señor Rector de la Universidad de Salamanca, Señor Secretario del Jurado, Señor Ministro de Cultura y Deporte, autoridades, señoras y señores:

Eres la noche, esposa: la noche en el instante
mayor de su potencia lunar y femenina.
Eres la medianoche: la sombra culminante
donde culmina el sueño, donde el amor culmina.

He venido repitiendo esas líneas casi como un mantra, como un pulso que me late tras la sien sin dejarme. Es el comienzo de «Hijo de la luz y de la sombra» de Miguel Hernández, uno de los más grandes poemas escritos en castellano, y he querido recordarlo aquí como un testimonio ante ustedes y ante todos los poetas de España y Portugal, de mi admiración, de mi gratitud y de mi reconocimiento.

Hoy, en el Día internacional contra la violencia de género, vengo a agradecer profundamente la enorme distinción que me han conferido al otorgarme este Premio que lleva el nombre de su Majestad, y expresarles asimismo mi gratitud a la Universidad de Salamanca y a Patrimonio Nacional.

Es un alto honor que entiendo como un homenaje al gran río de la poesía del cual todos no somos sino pequeños eslabones. Recibo entonces este premio con alegría, orgullo y, al mismo tiempo, con pudor y vergüenza. Es demasiado todo lo que no hemos hecho, todo lo que no estamos alcanzando a hacer, todo lo que debimos entregar y que tal vez ya no entreguemos.

Vengo de un país de desaparecidos que hoy se ha volcado fervorosamente a las calles en su lucha por recobrar su dignidad y la poesía es parte de esa lucha. No se devolvieron los cuerpos, es decir; no se le devolvió a la esposa el cuerpo de su esposo, no se le devolvió al niño pequeño el cuerpo de su padre, no se le devolvió al anciano el cadáver de su hijo, y fueron los poetas quienes debieron descender a la tibieza de la tierra que acogió esos restos, a las espumas del mar que mecieron esos cuerpos quebrados, a la piel reseca del desierto que preservó esos torsos rotos, y restaurar las palabras que ellos no alcanzaron a decirnos ni a decirse. Le correspondió a la poesía cumplir con las exequias de los ausentes, sancionar sus vidas y enterrar en las tumbas del lenguaje lo que los vivos debían haber enterrado en las tumbas de sus muertos.

No se me escapa el terrible momento que el mundo está atravesando, por lo que les agradezco doblemente el que se haya realizado esta ceremonia de cuerpo presente. Son, lo sabemos, centenares de miles de muertos, más la secuela de miseria, injusticias e inequidades monstruosas que la pandemia ha revelado en toda su pavorosa evidencia.

Asomándonos desde los bordes de la vida, desde su tumefacción y heridas, hemos muerto en cada cuerpo que muere, hemos enmudecido en cada uno de estos finales silenciosos, sin abrazos, sin ilusiones, y en lo más oscuro del dolor y de la pérdida, con los ojos llorosos, hemos entrevisto también la trama de un amor incancelable instalado en el corazón mismo de la tierra. De esta tierra que a pesar de todo nos ama.

Lloramos, nacemos, caemos en batallas que no eran nuestras, miramos los deslindes cada vez más nítidos de las capitales del dolor, como las llamo Paul Eluard, y entendemos que si el amor culmina es porque nos fue dada esa piedad por cada detalle del mundo, por esa hoja que cae y por esa hoja que brota, por el olor que deja la lluvia en los árboles, por ese ser que nace abrazado a la cruz de su cuerpo que es el mismo cuerpo en el que morirá crucificado.

He intentado describir esos nuevos días y esa es quizás la única razón por la que estoy aquí.

En un mundo de víctimas y victimarios, la poesía es siempre la primera víctima, pero es también la primera que se levanta desde su propia muerte para decirnos a los sobrevivientes que no obstante todo, vendrán nuevos días. He intentado describir esos nuevos días y esa es quizás la única razón por la que estoy aquí.

He imaginado largas sagas alucinantes, poemas interminables que se me borraban como polvo en los dedos en el momento de escribirlos; he visto el Pacífico suspendido sobre las cumbres de Los Andes y cuadrillas de aviones dibujando con líneas de humo en el cielo el rostro de mi madre Ana Canessa que a los 96 años sigue escuchándome; he recordado la cara de alguien que no puedo recordar: la de mi padre muerto a los 31 sosteniéndome un segundo más entre sus brazos. He entrevisto desiertos enteros escritos y países hechos de amor y de muerte donde me encuentro con quienes amé y que tal vez me amaron, antes de esfumarse en sueños incomprensibles.

Me he roto, he intentado cegarme tal vez porque creí que así podría fundirme con mi país desollado y retener por más tiempo las manos del amor desaparecido entre las mías, pero mi amor no ha sido suficiente. Me he entregado, allí están mis libros con mis afectos y desafectos, pero mi entrega no fue bastante y no sé si alcanzaré a soñar las imágenes y las palabras finales que todo poeta le debe al mundo.

Acosados por la deriva de una historia de la que todos somos parte y que no ha cesado de exhibir su violencia, su impiedad, su crueldad, su indiferencia: en este minuto hay una balsa con inmigrantes naufragando, en este minuto hay alguien que muere frente una frontera cerrada, en este minuto, en algún lugar, hay una ciudad que está siendo bombardeada, y entendemos entonces que la tarea no era escribir poemas, ni pintar cuadros, ni componer sinfonías, sino hacer de la vida una obra de arte, el más vasto y hermoso de los cantos, la única gran sinfonía frente a la cual valía la pena luchar y morir. No fue así y ese fracaso lo arrasa todo. No construimos el Paraíso. No hicimos de este mundo un Nuevo Mundo, no fue La Vida Nueva.

Pero es precisamente ese Paraíso, ese Nuevo Mundo, esa Vida Nueva, la razón de ser de todos los poemas, de cada verso, de cada una de sus sílabas y letras. Cada uno es el puerto de llegada de un río inmemorial de difuntos que terminan en nosotros y donde nuestras palabras vivas van recogiendo el coro infinito de las palabras muertas. Puede que no sea más que un desvarío, pero he llegado a creer que la historia de una lengua es la historia de las infinidades de seres que yacen en cada sonido que hablamos, y cuando volvemos a usar esos sonidos, esas pausas, esos acentos, les estamos dando a ese mar antiguo de voces los sonidos de un nuevo día.

Hablar es hacer presente a los muertos. Una lengua antes que nada es un acto de amor, ella es el “Amor constante más allá de la muerte” de Francisco de Quevedo, y nos sobrepasa infinitamente porque es la única resurrección que nos muestra el mundo.

Hablar es hacer presente a los muertos. Una lengua antes que nada es un acto de amor, ella es el “Amor constante más allá de la muerte” de Francisco de Quevedo, y nos sobrepasa infinitamente porque es la única resurrección que nos muestra el mundo.

Morimos en nuestras lenguas madres y volvemos a nacer en ellas. Esa es la demencial apuesta de la poesía. Ella no puede derribar una dictadura ni curar una pandemia, pero sin la poesía nada es posible porque la esperanza de un nuevo día está inscrita en lo más imperecedero del sueño humano. Vislumbramos entonces los contornos de una solidaridad y justicia también inconmensurables que pronunciando las palabras que solo nuestros poemas conocían, que solo nuestra sed, que solo nuestra hambre de amor conocían, en las que sucesivas muchedumbres mirarán las imágenes de este tiempo y se preguntarán por esta época bárbara y feroz.

Nada quedará allí de nosotros y sin embargo algo de nuestros ojos muertos estarán mirando a través de esos ojos vivos. Intuimos así que tal vez la única realidad que existe es aquella que se ve entre las lágrimas: esa iridiscencia del mundo que solo pueden captar los ojos que lloran. Como si nos llamaran desde esa bruma adivinamos los contornos aún borrosos del otro, de su cara cubierta que se acerca como si quisiera besar nuestra cara cubierta solo para confirmarnos que estrechar la vida de otro entre tus brazos y ser estrechado por la vida de otro entre sus brazos, contiene lo crucial; el dolor, el fervor y la maravilla a veces desesperada de la existencia.

Hemos arrastrado así mundos tras mundos, pero nuestro amor no ha sido suficiente. Hemos escrito con mis compañeros parte quizás de los más grandes poemas de nuestra generación, pero los grandes poemas solo cuentan si son un pretexto para la bondad, porque solo desde esa bondad la poesía estará cumpliendo con el único papel que le da sentido: celebrar la vida, llorar la muerte, e imprimir sobre los martillados rostros de lo humano, los rasgos aún inimaginables de una nueva eternidad.

Porque un poema solo existe si puede resistir el vendaval de la eternidad y una de sus condiciones más insoslayables, y quizás crueles, es que no puede sino ser extraordinario. No hay poemas pequeños; no existe la poesía intimista, como no existe la poesía social, ni la poesía exteriorista, ni la poesía experimental, ni la antipoesía. La única poesía que existe es aquella que puede ser musitada frente a un ser que muere o leída en voz alta frente al mar.

Hablo entonces del dolor y de un lenguaje de ángeles que estará o no estará esperándonos, que escucharemos o no escucharemos, que es el lenguaje de los que se encuentran, de los que sólo pueden abrazarse, de los que no tienen otra posibilidad en este mundo que la de abrazarse, más allá de las pandemias, más allá de la vida, más allá de la muerte. Una humanidad no es nada sin eso. Incluso sin el sueño de eso. No es más que una simple constatación: No podemos ahora abrazarnos, pero nada persiste ni nada vive fuera del abrazo.

Ser un ser humano es tener de tanto en tanto la posibilidad de recordarlo, ser un criminal, un dictador o un genocida es darse de tanto en tanto la posibilidad de olvidarlo.

Termino entonces este agradecimiento con mi abrazo, con la culminación de mi amor, con mi vida, con mi noche, con mi sueño y mi despertar:

Para ti Paulina, este poema de un artista desmembrado
Madrugada, enero, 2020

De ése que te mira mientras duermes, apenas un gesto y la fiebre. Apenas quizás una mano; esa que tomó por primera vez la tuya emergiendo por un instante desde el temblor de sus manos. De
ése estos escombros que se desmoronan siempre, que caen siempre. De ese tal vez sus pómulos y la marca de un dios menor que sigue quemando su mejilla. De ese quizás solo esa ruta llorosa y perdida que tomó el camino hacia tus brazos.


De ti la gloria del primer día clavado para siempre y el fulgor de tus ojos mirando afuera la intemperie nevada de las montañas. De ti la
feroz mañana imprescriptible en que babeantes ante tu belleza las fieras sanguinarias no sabían si amarte o morderte. De ti la fidelidad
de un día que cae, de un cielo y de un mar que caen, de un hombre de espaldas estrechas que cae y que suelta su mano de la tuya para
que tú no te caigas, para que no se derrumbe la invalidez de su noche sobre tus estrellas.

Muchas gracias. Eternamente agradecido.

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