Parosmia. Un cuento de Odette Magnet

por La Nueva Mirada

Alfredo creía que sólo los débiles se contagiaban y, con su mujer, estaban obsesionados con volver a la manoseada normalidad…
Ella dijo que la comida sabía a mierda. El diagnóstico desconcertó a todos…

Mi padre y mi madre habían tenido lo que llamaban contacto estrecho con Rosa, la empleada de siempre que trabajaba en la casa, diagnosticada con el virus. Rosa fue enviada a cuidarse a su casa, pero Alfredo y Josefina, mis padres, se negaron a encerrarse o a tomar precauciones adicionales. No dejemos que el bicho domine nuestras vidas, dijo él, con esa voz ronca, gruesa, que saca cuando predica su verdad arrogante. No sé si era estupidez o ignorancia lo que dominaba sus decisiones, pero lo cierto es que se negaba a usar mascarilla y se burlaba de mi madre porque ella lo hacía. Durante meses se habían empeñado en vivir con la manoseada normalidad y, entonces, hacían todo lo que estaba prohibido. Asistían a asados en la casa de unos vecinos (ellos lo llamaban encuentros privados), iban a lanzamientos de libros y a misa todos los domingos. Mi padre estaba convencido de que sólo los débiles se contagiaban y que esta cosa, como decía él, pasaría muy pronto, que era como un resfrío, nada grave. Cumplió 80 años en la casa de unos amigos cercanos, de toda la vida. Mi hermana y yo nos negamos a participar del festejo y sólo lo llamamos por teléfono para saludarlo. Me di cuenta de que estaba sentido, pero a mí, a esas alturas, me daba lo mismo. Yo estaba embroncado con su irresponsabilidad y falta de conciencia social. ¡Y este era un empresario próspero que se definía como un social cristiano!                                                            

Por esas ironías de la vida, mi madre se contagió primero. No sé cómo ni dónde. Ella tampoco. Quizás en alguna misa porque, como otros, insistía en dar la paz con un abrazo. Creía que con la mascarilla estaba a salvo. Pero Josefina era una mujer fuerte, alta, de huesos grandes, hija de vascos. Porfiada, voluntariosa, le costaba aceptar la derrota y en esta vuelta no iba a agachar la cabeza. Ya había sobrevivido a un infarto y, desde entonces, seguía una dieta ordenada de frutas, verduras y pescado.  Andaba en bicicleta y, además, tomaba todos los días un multivitamínico. Cuando llovía, le gustaba hacer queques y sacar las palabras cruzadas. Echó a su marido del dormitorio que compartían y se encerró por catorce días. Contestaba el teléfono y sólo se quejaba de que le faltaba el aire y estaba un poco cansada. Pero no quiso ver a ningún médico. Rosa, la fiel Rosa, había regresado con su sonrisa de siempre. Le dejaba una bandeja de comida en la puerta de la pieza y ella devolvía el plato vacío en el mismo sitio una hora más tarde.                                                                                                                                

Cuando concluyó la cuarentena, mi madre abrió la puerta de su dormitorio al mediodía y preguntó qué había de almuerzo. Luego dijo que iría al jardín a respirar aire fresco. Seguro que Alfredo había salido a jugar golf con sus amigos, comentó. Ese primer almuerzo sin el bicho fue memorable. Mi madre me había invitado y fui porque la extrañaba y quería saber cómo estaba. A mi hermana no la incluyó, no sé por qué. Le llevé un enorme ramo de calas, sus flores predilectas. Dice que lo único que le gusta de Frida Kahlo son las calas que pintaba de manera sublime. Rosa había preparado un pollo arvejado con arroz basmati, su guiso favorito. Mi padre descorchó un buen carmenere reserva y al inicio del almuerzo hizo un brindis por la vida. Al primer bocado mi madre hizo una arcada estruendosa y se levantó rápidamente de la mesa. Regresó después de unos minutos, pidió disculpas, se veía pálida, y comenzó a oler el plato como si fuera un perro buscando droga. El olor del guiso le daba ganas de vomitar, explicó con la voz temblorosa. No pudo comer nada.

Al día siguiente mi padre amaneció con fiebre, con una tos seca y dolor de cabeza. Lo llevé a su clínica, le hicieron el examen de rigor y, claro, tenía el virus. Ni siquiera le pregunté nada. Mi madre prefirió quedarse en casa y lo despidió desde la cocina con un beso incierto lanzado al aire. Lo hospitalizaron y conectaron a un respirador artificial. Me dijeron que me llamarían para mantenerme informado. Le había dado el día libre a Rosa y anunció que ella haría el almuerzo para nosotros dos. Comenzó a preparar una cazuela de vacuno y, a los minutos, sintió unas náuseas tremendas, me dijo. Se quejó de mareos con el olor de la cebolla, la carne cruda. A la lista se sumarían el café, el tabaco, la pasta de dientes, las frutas. Una hediondez insoportable, dijo, todo olía a huevo podrido, a perfume rancio, a mierda, a químicos. No podía cocinar nada, tampoco comer, salvo pan y queso. Cada intento terminaba en llanto, de rodillas en el suelo del baño, botando bilis. Con el paso de los días, empeoraba. No puedo concentrarme, me decía, no tengo energía, me duele todo el cuerpo. Algo andaba muy mal, no había duda. Llamó a su médico de cabecera, delante mío por altavoz, le contó de los síntomas, y el diagnóstico no tardó en llegar: sufría de parosmia.

Ni ella ni yo habíamos oído esa palabra antes. Rosa se negó a moverse de su lado. Yo me fui a mi casa a hacer cuarentena. Mi hermana se contactaba con el hospital todos los días para saber cómo seguía el papá y trataba de distraer a la mamá que, en rigor, no estaba enferma, sino que sufría de este extraño mal que ella llamaba las réplicas del bicho. Es de cuidado, Josefa, le dijo el doctor Meneses, el médico de la familia, pero no es grave. Tampoco hay mucho que hacer, son secuelas del virus, alteraciones del olfato y el gusto, que se asocian a trastornos psiquiátricos como depresión, ansiedad o cambios de humor.

Mi madre sacó un pañuelo debajo de una manga y se sonó con delicadeza. –También -continuó Meneses- puede generar una pérdida significativa de peso, falta de apetito, trastornos de conducta, de alimentación como anorexia, bulimia. Pero en la mayoría de los casos desaparece espontáneamente. No es mucho más lo que se sabe. Cada caso es distinto. Sigue con tus vitaminas. Yo, optimista que soy, quisiera creer que pronto volverás a estar bien. ¿Estamos? Descansa y trata de distraerte.

Josefa no tuvo ninguno de los síntomas esperados. Simplemente no soportó más los olores de comida. Ni la comida. Sólo engullía unos contundentes trozos de marraquetas, hallullas y pan negro con queso mantecoso o camembert a cualquier hora. Con limonada hecha en casa. Eran como antojos de embarazada sin estarlo, claro. Entonces Rosa tomó el mando y la cocina fue dominio sólo de ella. Cocinaba legumbres, tortillas, albóndigas con puré o budín de zapallitos italianos, o lo que le daba la gana. No consultaba a nadie y durante un par de días se declaró en huelga y no cocinó. Para entonces mi padre ya había regresado a casa y todo volvió a la normalidad, decía él, su palabra predilecta. Algo de cordura le administraron en el hospital ya que no se sacó más la mascarilla, ni siquiera mientras dormía. Se guardó, no vio a amigos ni vecinos, ni salió a caminar ni fue a misa. En dos meses agotó toda la cartelera de Netflix y, luego, comenzó a escribir sus memorias. Mi padre tenía algunas virtudes, pero nunca, por un instante, podría haber pensado que su vida ameritaría la redacción de sus memorias. No había hecho nada trascendente, heroico. No había dejado huella ni legado. Sólo había amasado una cantidad importante de dinero en el sector de producción y exportación de salmón. Su egocentrismo, sin embargo, era de tonelaje mayor. Lo contó él mismo cuando mi cuarentena terminó y, finalmente, nos reunimos para cenar en su casa los cuatro ese último domingo de mayo.                                                                 

-Te encantarán mis memorias- me aseguró mientras prendía un habano, a la hora de los bajativos. – Estoy muy entusiasmado. Se levantó para servirse un whisky. Cojeaba un poco, con la mano derecha por detrás, a la altura de los riñones. Nunca lo había visto fumar. Afuera llovía para complementar la escena invernal. Mi hermana, sentada a mi lado, no decía palabra. Jugaba con un posavasos entre sus dedos, y mi mamá tomaba un largo sorbo de limonada. La lluvia era persistente y ya había formado pequeños charcos sobre las baldosas en el patio trasero de la casa. Era recién las diez y media de la noche y mi padre se habría sentido de nuevo si me retiraba tan temprano. No sé cuándo las mujeres dejaron de hablar. Las de mi familia al menos. Al parecer entendieron que había que permanecer con la boca cerrada en pandemia para no crear conflictos adicionales. En mi hermana podía entenderlo porque siempre había sido de pocas palabras, tímida. Pero no en mi madre, que sabía bien lo que quería y opinaba sobre todo con o sin permiso. Pero desde que sufría de parosmia, rara la palabra, no era la misma. No salía a ninguna parte, y que bajara de peso era lo de menos. Había dejado de preguntar, casi no hablaba y cuando lo hacía era en una voz tan baja que nadie la oía. En susurros, repetía siempre lo mismo: el olor a comida podrida es insoportable, la carne, la fruta putrefacta, todo huele a mierda. ¡No aguanto esta hediondez! Rosa me contaba que se encerraba en el baño por horas y ella, al otro lado de la puerta, escuchaba sus sollozos. Don Alfredo, me dijo Rosa, parecía aliviado. No la contradecía y, de vez en cuando, le daba unas palmaditas en la espalda como si le sacara unos eructos y regresaba a sus memorias. Escribía a toda hora, febril frente al computador. Al final de cada día imprimía varias hojas. Yo los visitaba poco porque, como arquitecto, no podía trabajar desde la casa. Veía proyectos, visitaba potenciales clientes, supervisaba obras, estaba gran parte del día en la calle y me parecía muy riesgoso verlos con más frecuencia.

Una mañana en la ducha me cayó la teja, o sea, vi la luz. Cancelé mis reuniones, hablé de una emergencia y pedí disculpas. Llamé a Inés, la cuidadora de nuestra casa en Maitencillo. Le pedí que hiciera las camas, prendiera la chimenea y comprara algunas flores frescas. Ojalá calas. Es una casa sencilla, pero acogedora, con vigas de madera a la vista, amplios ventanales y una terraza que colgaba sobre el roquerío. Llamé a Rosa y le dije que le armara un bolso a mi mamá para el fin de semana, vamos a salir los dos,

Rosita, ni le digas al papá, tampoco a ella. Ponle ropa bonita, como la que usaba antes de esta pesadilla. Y un buen libro. Pasaré en una hora a buscarla. Mi madre ama el mar, tanto o más que yo. Es algo misterioso. He llegado a creer que es lo único que tenemos en común. Hace un año que no lo vemos. Durante estos largos meses de encierro he soñado con ese mar negro que en la noche golpea la roca, una y otra vez, porfiado, majadero. Otras veces, me baño en un mar azul intenso con sus olas nuevas que se elevan con una corona de espuma blanca y lucen unos hilos de oro que el sol ha tejido, hebra por hebra, temprano al amanecer. No he querido despertar, me he negado a despertar. El sol entibia mi cara y siento la sal en los labios. Sólo pido que no me apuren, que me dejen hundir mis pies a la orilla de esa arena áspera como azúcar morena.  Un par de gaviotas eleva el vuelo con un chillido agudo pero breve.

 

Josefina me sonríe de reojo. Ya no tiene esa mirada empavonada. Tampoco ese rictus amargo y se echa el pelo hacia atrás en un gesto coqueto y deliberado. Viste una blusa roja de lino con los primeros tres botones desabrochados y un sombrero de paja de alón ancho. Ya hemos revisado el menú y pedido nuestras entradas. Las olas están en plena fiesta y un sol glorioso baña el restorán con vista al mar. Un mozo engominado con mascarilla, de humita roja y camisa blanca, se acerca a nuestra mesa. Su mano derecha por detrás de la espalda, a la altura de los riñones, igual como hacía Alfredo. Nos entrega los platos. Yo he pedido machas a la parmesana. Mi madre, un ceviche de almejas, con cebolla morada y cilantro, jugo de limón. La miro en silencio, nervioso, mientras se lleva a la boca una enorme almeja, suculenta.

-¿A qué tiene gusto, mamá?

– A mar, hijo, a mar.

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