La izquierda portuguesa ha logrado establecer un acuerdo político por el cual se pudo conformar un gobierno socialista con apoyo del Partido Comunista y el Bloque de Izquierda. Se trata de una experiencia novedosa, centrada en el programa y no en el reparto de cargos (los aliados no forman parte del gobierno), que ha logrado revertir la crisis y las políticas de austeridad y poner en marcha un proyecto económico heterodoxo.
Por Renato Miguel do Carmo / André Barata
Fuente: Nueva Sociedad
Génesis y balance de la experiencia gubernamental de la izquierda en Portugal
La actual experiencia de gobierno en Portugal, surgida tras las elecciones legislativas de octubre de 2015 y liderada por el primer ministro António Costa, fue el resultado del entendimiento entre tres fuerzas políticas de izquierda: el Partido Socialista (ps), el Partido Comunista Portugués (pcp) y el Bloque de Izquierda1, que permitió la conformación de un gobierno minoritario liderado por los socialistas2. El apoyo parlamentario al ps por parte de esos otros dos partidos situados en el espectro más radical de la izquierda se materializó a partir de un acuerdo inicial para la implementación de un conjunto de políticas sociales y económicas enfocadas en la restitución de los derechos y el poder adquisitivo de los portugueses. Se trataba de medidas dirigidas a revertir un largo periodo de austeridad durante el cual el país padeció los infortunios del programa de ajuste impuesto por la troika –integrada por la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional (fmi) y el Banco Central Europeo (bce)–, en el marco del cual buena parte de los portugueses sufrieron significativos recortes en sus salarios y pensiones y en el acceso a diferentes beneficios sociales.
Como quedó demostrado en estudios recientes3, fueron justamente los sectores más pobres y vulnerables los que más padecieron aquellas medidas de austeridad, principalmente a raíz de las modificaciones en los criterios para el acceso a las políticas y los programas sociales. Fue un periodo signado por un notorio incremento del desempleo y por la agudización de la desigualdad y los niveles de pobreza monetaria y privación material. En términos oficiales, la tasa de desempleo orilló el 17% en 2013, aunque algunos estudios revelan que ese año la cifra real pudo haber superado ampliamente el 25%4, lo que en el contexto de la historia portuguesa contemporánea resulta una cifra excepcional, con repercusiones e impacto directo en el incremento del flujo migratorio, que retornó a sus niveles de la década de 19605. Pero hubo otras áreas en las que se verificó un marcado retroceso social: el mercado de trabajo, con la desregulación de las leyes laborales que provocaron un aumento general del empleo precario –lo que tuvo una incidencia particularmente notoria entre los jóvenes–, y los sistemas de salud, educación y previsión social, afectados por una significativa reducción en la calidad de los servicios para estudiantes, jubilados y pacientes de hospitales públicos.
Ante esta tendencia de retroceso social, económico y demográfico, la configuración gubernamental bautizada con el nombre «jerigonza»6 se propuso lanzar un programa alternativo que básicamente implicara un freno decisivo a todas aquellas dinámicas regresivas. Esto llevó al nuevo gobierno a correr ciertos riesgos iniciales que luego iría superando, especialmente a raíz de la enorme presión externa por parte de las instituciones de la Unión Europea, que miraban con extrema desconfianza el nuevo escenario político portugués. Sin embargo, y en contra de lo que muchos vaticinaban, el ascenso de la izquierda al poder no solo no condujo al colapso nacional, sino que hizo que el país se acercara cada vez más a un panorama sustentable en el terreno económico y financiero, hasta acabar descartando definitivamente las hipótesis de un nuevo rescate o un retorno a las políticas de austeridad. La revista The Economist llamó a la experiencia portuguesa «un pequeño milagro en el Atlántico»7.
El programa de recomposición de los ingresos y valorización de las necesidades de la población, las empresas y las instituciones públicas representó un cambio decisivo respecto del modelo anterior. Sus frutos no se hicieron notar de inmediato, pero ya a dos años de la asunción del nuevo gobierno se percibían mejoras significativas. Pudo verificarse una progresiva recuperación del poder adquisitivo, la tasa de desempleo se ubicó por debajo de 10% (por primera vez en ocho años), el déficit público descendió a niveles que ni los más optimistas habrían imaginado (2% del pib), el crecimiento anual superó el 2%, las exportaciones no menguaron. Solo la deuda externa mostró durante ese periodo inicial niveles insustentables. Hoy, pasados casi cuatro años desde el inicio del gobierno, la tendencia se acentuó marcadamente: el desempleo, según mediciones oficiales, ronda el 6,5%; el déficit se redujo a 0,5% del pib en 2018 (y se prevé que en 2019 el país podría acercarse al déficit cero); en cuanto a la deuda externa, esta también inició un trayecto descendente, aunque el nivel de crecimiento económico estaría atenuándose ligeramente según la última previsión anual.
No se trata de un gobierno de coalición, sino de acuerdos programáticos específicos, sin que el Bloque de Izquierda ni el pcp ocupen cargos en el gobierno. Los acuerdos que establecieron las bases para la construcción de la actual mayoría gubernamental se dieron en el marco de un proceso efectivo de convergencia política que, en lo esencial, se implementó por la vía de la aprobación consecutiva de cuatro presupuestos nacionales, el último de ellos para el año actualmente en curso. Por otro lado, la sucesión de acuerdos a lo largo de este periodo revela algo que, pese a que hoy pueda parecer obvio, no fue en absoluto una constante en la historia de la democracia portuguesa: la verificación de que existen más puntos de encuentro que puntos de desencuentro entre los programas de los distintos partidos de izquierda. Y además se pudo ver algo aún más determinante: esos ejes de desencuentro pueden ser importantes y necesarios, de manera de dejar en evidencia que sobre distintos asuntos existen alternativas muy diferentes, pero ninguno de ellos hace que sea imposible la convergencia. En definitiva, como lo demostraron los acuerdos iniciales del gobierno, la izquierda logró ser pragmática sin comprometer los principios ideológicos de cada uno de los partidos, y estos mantuvieron su autonomía político-identitaria plasmada en posicionamientos divergentes respecto de un amplio conjunto de temas propuestos y aprobados o rechazados durante el curso del gobierno. Tomó cuerpo así una suerte de geometría variable que otorgó autonomía de postura y de propuesta a los distintos partidos, pero que de cara a algunos temas neurálgicos (como la aprobación de los presupuestos nacionales anuales) adoptó una configuración sólida e invariable, como corolario de intensos procesos de negociación y defensa de políticas y objetivos comunes.
Habiendo superado una profunda crisis, y quedando aún por resolverse distintos aspectos relativos a la superación de las desigualdades y el logro de una mayor cohesión social, Portugal vive hoy una situación de estabilidad política y social que es verdaderamente singular dentro del contexto europeo, y que representa un posible modelo a seguir para distintos países de Europa y del mundo. Esta experiencia demuestra que el camino de la socialdemocracia no está cerrado; muy por el contrario, tiene por delante un futuro abierto a la posibilidad de que se tiendan nuevos puentes y alianzas políticas en torno de una agenda progresista. De cualquier modo, hay que decir que no todo salió bien en Portugal en estos últimos cuatro años.
Independientemente del éxito que manifiestan los distintos indicadores sociales y económicos (y que aun así traslucen cierto enfriamiento de la economía en los últimos meses), el gobierno no fue capaz de implementar políticas públicas que mejoraran significativamente la calidad de los servicios públicos. Respecto de esto, es notorio que el Servicio Nacional de Salud continúa actuando bajo una fuerte presión y muestra grandes problemas para responder debidamente y en forma equitativa, tanto en términos sociales como territoriales, a las múltiples necesidades y exigencias de la población. Lo mismo cabe decir de las medidas adoptadas para revertir la precariedad en los contratos de trabajo: pese a algunos programas de inserción y vinculación de los trabajadores (por ejemplo, en el sector de la administración pública), los resultados se quedaron bastante cortos frente a las expectativas inicialmente generadas. En rigor, la precariedad sigue aumentando y afecta a cada vez más trabajadores de distintas generaciones. Ambas áreas mencionadas (salud, trabajo) son determinantes para el logro de una cohesión social y la mejora en la calidad de vida de los portugueses, y como tal deben constituirse en pilares fundamentales para un futuro gobierno que pueda emerger del campo de la izquierda. El núcleo identitario de la socialdemocracia pasa necesariamente por esos dos ejes, y ninguno de ellos puede estar ausente en una agenda progresista que, en simultáneo, ha de avanzar en otras áreas de intervención política.
La transición hacia un segundo periodo parlamentario: un programa socialdemócrata más radical
En octubre de 2019 Portugal celebrará elecciones legislativas. Pese a que el resultado electoral es todo un enigma, existen buenas razones para creer y desear que los partidos de izquierda serán capaces de aunarse en una suerte de «jerigonza 2.0». De cualquier modo, los presupuestos que acaben guiando ese posible entendimiento renovado deberán extenderse mucho más allá de un programa de recuperación del poder adquisitivo y mejora en las prestaciones públicas. Visto así, si el primer ciclo político logró instalar políticas de redistribución de ingresos y superación de la austeridad, el segundo ciclo deberá incorporar una agenda emancipatoria de inversión social y económica atenta a las premisas de la sustentabilidad, a los problemas derivados del cambio climático y a la profundización, crucial en un contexto de crisis de las democracias, de la calidad misma de la experiencia democrática que la coalición gubernamental en cuestión es capaz de proporcionar. La posibilidad de una socialdemocracia más radical se apoya en buena medida en la capacidad de lograr una evolución concertada de lo que ella misma representa, todo esto sobre la base de esas dos anclas que son el contenido socioeconómico programático y la experiencia desarrolladora de una mayor capacitación democrática. A punto de cerrarse el ciclo 2015-2019, podemos afirmar que la reversión del programa de austeridad impuesto en Portugal durante la etapa 2011-2015 está prácticamente completa. No faltaron en un primer momento los que pensaban que tal reversión no iría más allá del plano meramente presupuestario, o que acabaría generando consecuencias dramáticas, lo que echaría a perder todos los sacrificios que se le habían exigido anteriormente a la población. Nuevos sacrificios, aún más violentos, acabarían imponiéndose en un próximo horizonte a fin de evitar –opinaban muchos– que el país se volviera inviable. Pero estaban equivocados. Ya que en efecto la economía se revitalizó y el déficit tocó pisos históricos, cosas que –bien puede sostenerse– ocurrieron en virtud del fin de la austeridad y la recomposición de los ingresos familiares, como también de una política redistributiva más justa. La alta carga fiscal, que suscitó protestas desde la derecha, fue un factor que ayudó fuertemente a tal fin. Por otro lado, tanto el aumento sostenido del salario mínimo como la política de abaratamiento del transporte público en las áreas metropolitanas beneficiaron a un porcentaje muy significativo de la población. Eran medidas que, en cierto sentido, iban en contra de la raíz misma de la austeridad: en vez de reducir la esfera de acción del gobierno, la amplificaban.
La política de confianza que permite avanzar hacia un estadio más radical de socialdemocracia pasa justamente por lograr que la población esté dispuesta a pagar más impuestos, ello bajo un principio de progresividad racional, con la certeza de que ese tributo será utilizado en favor del bienestar social. Pero un programa socialdemócrata más radical no puede restringirse al robustecimiento de las políticas de distribución de la renta. Requiere también una política de inversión, hasta hoy francamente modesta, en vistas a la construcción de una sociedad más próspera. Los criterios para una política de inversión satisfactoria no se limitan sin embargo a su dimensión cuantitativa, esto es, a un forzoso crecimiento de la recaudación fiscal, sino que implican la elección cualitativa de una perspectiva sobre el tipo de inversión a promover. En lugar de una perspectiva mayormente centrada en la exploración de las distintas oportunidades de retorno pero esencialmente neutra en cuanto a su impacto, hace falta una perspectiva de inversión social sustentable, con una proyección de las necesidades y posibilidades económicas a mediano y largo plazo. Modificar la perspectiva en ese sentido, privilegiando la sustentabilidad duradera antes que la oportunidad momentánea, debe ser el criterio a la hora de diseñar, por ejemplo, un plan energético nacional de cara a la consolidación de fuentes energéticas renovables, aun cuando haya inversiones extractivistas que generen un retorno más amplio e inmediato. Lo mismo vale para la búsqueda de condiciones efectivas de combate a la desigualdad territorial, ya sea en lo tocante al diseño concreto, infraestructural, como a la creación de instrumentos de capacitación local en una economía que busca ser cada vez más autónoma. El cambio hacia un paradigma de sustentabilidad no puede, asimismo, dar la espalda a los problemas sociales más urgentes que hoy afectan a la población. La pedagogía de la sustentabilidad debe iniciarse desmontando ese antagonismo entre la gravedad de los riesgos futuros y los riesgos actuales. Llevada a sus últimas consecuencias, una política de sustentabilidad es ambiental, de recursos, ecológica, pero debe manifestar también un significado social y económico. Comprender la economía y la sociedad a la luz de un paradigma de sustentabilidad consiste, muy especialmente, en viabilizar políticas de creación de empleo y protección social que desmantelen la permisividad para con el empleo precario y la consecuente vulnerabilidad social. Los empleos sustentables, así como las políticas de movilidad y de vivienda sustentables, deben pensarse dentro de un conjunto de condiciones que pongan una barrera al extractivismo en el ámbito del trabajo, la vivienda y las distintas dimensiones sociales, atendiendo a los recursos naturales y al equilibrio ecológico. Es decir, hace falta encuadrar dentro de los objetivos estratégicos más amplios de la sustentabilidad ambiental y ecológica un conjunto de políticas que apunten a reducir de manera urgente y efectiva las desigualdades socioeconómicas y territoriales. Las políticas de justicia social deben articularse con políticas de justicia espacial y ambiental en las diversas escalas temporales e institucionales de actuación y gobierno.
Reforzar tales presiones desde la preocupación por asegurar un horizonte programático amplio incluye, a su vez, la necesidad de detectar y desarticular los distintos riesgos asociados al ejercicio de la política, al frente de los cuales cuenta el problema –que la izquierda debe combatir sin demora– de los discursos y las prácticas contaminadas por un enfoque tecnocrático excesivamente anclado en las preocupaciones de la agenda diaria y en la generación de propuestas formales desligadas de una perspectiva sistémica a largo plazo. Por eso, un segundo ciclo de gobierno protagonizado por la izquierda debe apuntar a un horizonte temporal que rompa decisivamente con la pequeña política dominada por lo inmediato o lo cuasi instantáneo. La mejor manera de oponer resistencia a la tecnocracia es tener como horizonte para la acción política un proyecto delineado pensando en el futuro del país y la sociedad.
El riesgo de «tecnocratización» de la política8 surge también de la adhesión cuasi acrítica a los rígidos esquemas que guían la política económica y monetaria de la ue y de distintos organismos internacionales (fmi, Banco Mundial). A modo de ejemplo, obstinarse en la búsqueda de un déficit cero como objetivo económico primordial representa no solo la adhesión a un dogma de corte neoliberal, sino la eventual puesta en riesgo de la necesidad de implementar una verdadera política estructural basada en la inversión social y económica. Respecto de esto, es importante que los partidos situados en la centroizquierda (partidos de tipo socialdemócrata o laborista) reflexionen sobre las consecuencias políticas y sociales que surgen de mantener como requisito para su desempeño legislativo una serie de nociones preelaboradas importadas del campo de la derecha liberal. Hace falta desmantelar de una buena vez esa colonización perversa de ideas que buscan peligrosamente modelizar y uniformizar el discurso y la práctica política. La socialdemocracia debe ser capaz de construir un programa de acción política y una narrativa que compitan abierta y frontalmente con la retórica de la inevitabilidad de la economía de mercado y sus leyes supuestamente intrínsecas e incuestionables9.
Una socialdemocracia avanzada
Como hemos dicho, el primer ciclo de gobierno de la llamada «jerigonza» se caracterizó por su superación del programa de austeridad; el siguiente ciclo, en cambio, deberá signarse por la implementación de una socialdemocracia avanzada en un contexto de pluralismo, preservando e incluso naturalizando esa solución aparentemente inestable que es la «jerigonza» en sí, aunque no en el sentido de una perpetuación en los términos de una fuerza o una alianza de fuerzas partidarias, sino de un proceso renovable y hasta refundable sobre la base de una nueva generación de acuerdos, entendimientos y compromisos. Cristalizarse en los lazos ya logrados al dar apoyo a la formación del gobierno minoritario significaría, además de poner en riesgo la personalidad política de cada una de las partes, el riesgo de que se disperse y hasta se disuelva la objetividad programática sobre la que se funda, como su justificación, todo acuerdo en función de determinados compromisos a alcanzar. Una cristalización de ese tipo tendería, asimismo, a eliminar la fragilidad intrínseca de esta clase de solución gubernamental, una fragilidad que, lejos de ser un defecto, es más bien una virtud, en la medida en que, si alcanza a desplegar un funcionamiento estable, hace que se incremente el nivel de respuesta y de rendición de cuentas por parte del gobierno. Dos aspectos son valiosos en un contexto a menudo denominado de «posdemocracia»10. El primero de ellos tiene que ver con que el acuerdo pluripartidario se funde en objetivos y metas concretas, con un programa que interseque los distintos programas puntuales e invierta la sensación de que los partidos políticos se sienten poco o nada obligados a adecuarse al programa electoral en virtud del cual fueron elegidos. En acuerdos como el de la «jerigonza» portuguesa, la presión que ejercen los partidos no mandantes dentro de la coalición es más firme y exigente que si viniese de la oposición al gobierno. El eventual fracaso del programa es también responsabilidad de ellos, por lo que exigen y disponen sus facultades y condiciones políticas para que tal cosa no ocurra. El segundo aspecto, que se traduce en una mejor rendición de cuentas y capacidad de respuesta, le garantiza al gobierno una vida democrática más prolija y con menos motivos de insatisfacción. La voz de los ciudadanos es tenida en cuenta no solo de cara a las elecciones; las promesas electorales se cumplen. Tal es la respuesta ante una crisis de la democracia indisociable de la creciente percepción de que el espacio de elección política es cada vez más reducido, o ante la sensación cada vez más fuerte de que «no hay alternativa».
Subrayar estas cuestiones gana una mayor relevancia en la medida en que una respuesta de este tipo a la crisis de la democracia abre el camino a una solución claramente distinta de esa otra que suele hacerse sentir en la actualidad: la de los movimientos populistas. Estos también ofrecen su respuesta a la crisis democrática y a la impotencia de la voluntad popular, y lo hacen planteando escenarios inevitables, confiando en liderazgos carismáticos antisistema y avanzando en el diseño de programas políticos nacionalistas de fronteras cerradas y de exclusión, cuando no de persecución. Tal tendencia populista debe ser leída dentro de una tendencia más amplia a la ruptura del nexo solidario entre democracia y liberalismo que desde la década de 1990 viene ahondándose a escala global11. El populismo parece lograr, en cierto modo, que estas converjan con la tendencia global a las denominadas democracias iliberales. Obviamente, existe otro populismo, de carácter emancipatorio, que a la vez responde a la crisis de la democracia y a la reacción populista dominante por medio de una semántica diametralmente opuesta a la de esta última. En vez de exclusión y de particularismo nacional, ese otro populismo promueve la inclusión sobre la base de los valores del universalismo12. Pese a ello, una sintaxis común comunica a esos liderazgos exageradamente carismáticos: la progresiva conformación al sistema o la degeneración autoritaria de líderes que se eternizan en el poder. Si lo primero acaba no produciendo ruptura alguna con la crisis de la democracia –siendo más un simulacro que una transformación real–, lo segundo acaba volviéndose disruptivo, sobre todo para el pueblo que lo apoyó, y de ese modo se vuelve también antidemocrático. El modelo político-partidario de la «jerigonza», fuertemente anclado en la objetividad de un compromiso programático común, es, por el contrario, un modelo escasamente apoyado en la construcción de liderazgos carismáticos. Ninguno de los tres líderes partidarios de la coalición se caracteriza por su carisma. Ninguno de ellos fuerza una identificación entre su persona y su función y se muestran más bien como personas al servicio de ella. Un cuadro como este propone una distancia frente a los riesgos más conocidos del populismo de izquierda, aunque añade otros, como el de la transformación del sujeto político en centro y poder administrativo, con todos los problemas ligados al control político democrático de la administración de tal poder, a los distintos modos de distribución y a la justa oportunidad de que en ese poder participen las ciudadanas y los ciudadanos más allá de sus fidelidades partidarias.
A la luz de este escenario, un nuevo ciclo debe significar la continuidad del robustecimiento de la democracia. Si en 2015 se logró un avance en términos de democracia representativa, en tanto el arco de gobierno se extendió a todo el campo de la izquierda (más allá de los partidos tradicionales), en 2019 debe darse un avance en términos de democracia participativa en el sentido de una ampliación de los espacios de negociación política y programática en la esfera pública y de los diversos movimientos sociales y actores colectivos implicados (sean más o menos tradicionales, o más o menos orgánicos).
Robustecer la democracia significa, por ejemplo, acondicionar la pluralidad de ideas y de debate sobre la base de alternativas y propuestas divergentes. Es decir, la convergencia partidaria de izquierda debe crear las condiciones para que la divergencia política dentro del campo progresista se exprese en un espacio más amplio, capaz de involucrar a personas y grupos externos a esos mismos partidos. Sin la inclusión de la sociedad civil, los partidos que conforman la «jerigonza» correrán el serio riesgo de enquistarse en sí mismos, en una trama de relaciones de poder meramente institucionales, ritualizadas y separadas del mundo, la vida y la polis. En el fondo, es la misma democracia interna de esos partidos la que requiere más profundidad y dinamismo. En definitiva, una «jerigonza 2.0» capaz de superar la geometría del acuerdo estrictamente pluripartidario y que, por vía de convenciones abiertas u otros procedimientos afines, logre incluir en su compromiso, de igual a igual, la voz de distintas asociaciones y cooperativas cívicas formalizadas, de distintos grupos no formalizados de ciudadanos reunidos en torno de objetivos políticos, como también de ciudadanos expresándose a título individual, contribuiría a un mejor equilibrio entre las dimensiones participativas y representativas y apuntalaría el sentido democrático de la socialdemocracia. Una respuesta así, capaz de integrar en la lógica del acuerdo pluripartidario una dimensión participativa más cercana a la agenda del populismo emancipatorio, puede acabar garantizando, por lo demás, el punto de equilibrio que mantenga a raya los riesgos característicos de cada una de esas dos lógicas políticas por separado.
La «jerigonza» y las múltiples escalas de acción política
Si se considera el cuadro general, la experiencia de gobierno que se popularizó con el apodo de «jerigonza» cobra una relevancia adicional en el marco del delicado debate sobre el destino de la ue. La sorpresa del éxito del actual gobierno portugués significó un alivio en el continente en tanto se encaramó como el ejemplo de que es viable una alternativa frente a las políticas de austeridad. En cierto modo, Portugal logró alejarse del precipicio rearticulando valores de cohesión social que estaban en el origen del proyecto europeo. Tal vez sea esto lo que explica, al menos parcialmente, la designación de un ministro de Economía y Finanzas portugués, Mário Centeno, al frente del Eurogrupo. De cualquier modo, y aunque se logró ese alivio luego de la presión que amenazaba la integridad de la ue, para pasar del alivio al cambio de paradigma aún falta recorrer un trecho enorme.
El futuro de las democracias liberales europeas depende en buena medida de la continuidad del proyecto de la ue y de la capacidad de este bloque de Estados de romper con el ciclo de resentimiento político que crece y se nutre de los efectos socialmente devastadores de las políticas neoliberales amparadas por la Unión. En un mundo cada vez más conectado, el desmembramiento del proyecto europeo en nacionalismos y populismos significaría la capitulación global ante el orden de las democracias iliberales, que no son sino una etapa intermedia hacia la cancelación de la vida democrática y de las garantías que hacen posible la democracia, comenzando por los derechos humanos. Pero a su vez, y más que depender de las decisiones conjuntas dentro del bloque, el futuro de la ue se juega en cada una de las democracias nacionales que la conforman. La construcción de una socialdemocracia radical deberá cimentarse en la lucha y en el intenso debate político emanado de las esferas públicas nacionales y forjar así raíces sólidas para la congregación de dinámicas y movimientos sociales y colectivos más amplios e influyentes en el ámbito internacional.