¿Quo Vadis, Europa? Por Patricio Escobar (Desde Barcelona)

por La Nueva Mirada

En distintos momentos Europa ha enfrentado momentos cruciales, en que los derroteros seguidos han sellado la impronta de su carácter. La misma Europa que hizo de la ley una doctrina, que se guió por la Razón y miró el mundo bajo el prisma de la Ilustración, no ha sido capaz de resolver positivamente, múltiples contradicciones que han coartado su potencialidad en la historia.

Innumerables resultan los momentos históricos en que las sociedades ven encaminarse sus destinos por derroteros a veces impensados. Es cierto que las sociedades modernas son un abigarrado crisol que se alimenta de las contradicciones que se hayan presentes entre los distintos grupos que la componen. En ese contexto, los destinos de una sociedad no son necesariamente compartidos ni tampoco consensuados entre ellos. Es más, generalmente señalan un norte que favorece los intereses de aquellos que ocupan una posición dominante. El que, además, logren que esos intereses particulares sean adoptados como propios por los grupos subordinados, es todo un detalle.

La historia de lo que llamamos Occidente es, por lejos, la historia de Europa. De cómo creó, alimentó e impuso una cultura en buena parte del planeta, usando para ello, de manera habitual, diversas formas de conquista que, en muchos casos, supuso grandes dosis de violencia e incluso, a veces, el exterminio de los habitantes de los territorios conquistados. Esa historia está colmada de momentos y episodios cuyo desenlace constituyeron verdaderos hitos que definieron largos periodos; constituyen algunos grandes momentos en la formación de Europa.

Una verdadera crisis migratoria

A mediados del siglo IV el Imperio romano estaba mostrando claros síntomas de agotamiento de su modelo de desarrollo. Desde los tempranos tiempos de la República, Roma se alimentaba de su periferia inmediata, obteniendo de allí materias primas y, principalmente, esclavos. Esa nueva riqueza expoliada la transformaba en nuevos y más eficaces mecanismos de dominación: cultura, infraestructura y legiones. El paso siguiente era ampliar esa periferia y reproducir el modelo de dominación. Sin embargo, se trataba de un modelo extensivo condenado al colapso, y ello ocurre cuando el rédito de la conquista se iguala al costo de llevarla a cabo. Dicha situación ocurrió, geográficamente, al Norte, en la rivera del Danubio; al Oeste, en el Mar de Irlanda; al Sur, en el desierto del Sahara; y al Este, en Asia Menor.

El año 376, bajo el imperio de Valentiniano II, en Occidente las tribus godas experimentaban la creciente presión de los hunos desde el nororiente, los que les habían propinado sucesivas derrotas mientras devastaban la región. Decenas de miles de familias y restos de huestes armadas. Una abigarrada mezcla de grupos godos, alanos, carpos y esciros se agolpaban en la rivera del Danubio, pugnando por atravesar las fronteras del Imperio en la búsqueda de una nueva seguridad.[1] Entre quinientas y seiscientas mil personas, el equivalente al 10% de la población de Italia, estaban al borde del pánico, en una frontera custodiada por un escaso contingente, dado que el grueso de las legiones romanas acompañaba a Valentiniano en Siria. Es ciertamente difícil imaginar un panorama tan dantesco, pero la imagen más aproximada sería la valla que separa la ciudad española de Ceuta con Marruecos, pero no con algunas decenas de personas tratando de saltarla, sino con cinco millones. Lo mismo sucedía en la ribera del río Bravo, que separa México de EE.UU., donde, en vez de agolparse entre cinco y siete mil migrantes centroamericanos cada cierto tiempo, hubiera treinta millones dispuestos a dejar la vida con tal de poder cruzar.

Valentiniano permitió el paso de los refugiados, y con eso cambió para siempre el perfil sociodemográfico del Imperio. Las tribus godas trajeron consigo la cultura y las instituciones germánicas, que en una larga simbiosis con las de Roma, acabaron delineando el camino hacia el feudalismo.[2] Sin embargo, esa simbiosis fue un proceso tan traumático como el colapso de las fronteras. Lo que anhelaban los viejos enemigos del Imperio no era destruirlo, sino hacerse parte de él. Esos migrantes se integraron a las legiones romanas y combatieron bajo sus estandartes. Alarico, uno de los más prominentes líderes de las tribus godas, solo anhelaba ser nombrado magister militum (comandante de las fuerzas) en su legión, pero ello no ocurrió, a pesar de su notable desempeño. Independiente de su valor o lo que hiciera, siempre sería un bárbaro a los ojos del Imperio. El año 410 capturó y saqueó la ciudad eterna.

A pesar de ser una ciudad cosmopolita y ser el corazón de un imperio tan diverso, Roma no supo hacerse parte de esa diversidad, abriendo una brecha entre su élite y aquellos “advenedizos”. Esos excluidos serían finalmente los constructores de Europa y los que elegirían qué componentes de la cultura romana harían parte del nuevo mundo por construir. Así se creó el gran reino de los francos y el imperio visigodo en Hispania.

Carlomagno y el Estado Tapón

El año 622, conocido como el año de la Hégira por los musulmanes, Mahoma y sus seguidores huyeron de la ciudad de La Meca a Medina, iniciándose así el reinado del profeta y el calendario musulmán. Desde ese momento, el islam se expandió a una velocidad inédita alcanzando desde Asia Menor hasta Egipto y todo el norte de África.[3] En 711, bajo el dominio del Califato Omeya de Damasco, los musulmanes cruzaron el estrecho de Gibraltar, conducidos por Tariq Ibn Ziyad, al frente de 9 000 hombres. En julio de ese mismo año moría en combate el rey Rodrigo en la batalla de Guadalete y, con él, el reino visigodo en Hispania. El Andalus parecía destinado a dominar Occidente, desplegando sus fuerzas imparables hasta cruzar los Pirineos.

Luego de conquistar el Languedoc y la Borgoña, se aprestaban a continuar su ascenso hacia el norte. Sin embargo, salió a su encuentro el mayordomo de Carlomagno, Carlos Martel, quien logró lo que parecía imposible: detener a las fuerzas del islam en la batalla de Poitiers en la que murió Abderramán, el emir de las fuerzas musulmanas. Sin un comandante, las fuerzas invasoras iniciaron el retorno a Hispania, lugar en que estarían asentadas los siguientes siete siglos.[4]

Enfrentado el germen de lo que sería el Sacro Imperio Romano Germánico a la amenaza musulmana desde el Sur, no optó por una alianza con las fuerzas autóctonas hispano romanas y visigodas, sometidas al poder Omeya. La elección fue la creación de lo que hoy conocemos como “Estado Tapón”, y que alude a una zona independiente que actúa como colchón entre dos potencias mayores enfrentadas o con intereses opuestos. Ese rol supone que ambos potenciales contendientes no comparten frontera y, por esa razón, reducen fricciones involuntarias que pueden derivar en conflictos no deseados.

Al Sur de los Pirineos, comprendía desde Pamplona hasta Barcelona, pasando por parte de lo que luego sería el reino de Aragón. Cualquier futuro avance de las fuerzas del Califato Omeya, tendría que vencer primero esos condados, cuya dirección recaía en nobles francos, nombrados por el emperador. Con el paso de los años, Pamplona se convirtió en la capital del reino de Navarra, y el condado de Barcelona alcanzó su autonomía del reino franco al nombrar al primer Conde que ostentaría un título hereditario, Guifré el Pilós.[5]

Ciertamente el concepto de Europa no estaba presente en la época, y el alcance estratégico de las acciones de los gobernantes no llegaba mucho más allá del legado que dejaban a sus vástagos. Sin embargo, ello no obsta para concebir un recorrido alternativo en que el Sur de los Pirineos hubiese integrado un destino común de lo que sería el desenvolvimiento del Sacro Imperio Romano Germánico.

La caída de Constantinopla

Fue bautizada de esa forma en honor al emperador Constantino, que trasladó hasta el estrecho del Bósforo la capital del imperio romano. Independiente de sus intenciones, supuso la ruptura entre las dos mitades del Imperio: la occidental, que siguió teniendo como centro a la ciudad de Roma, y la oriental, que ahora encontraba su capital en la nueva ciudad a partir del año 330. En realidad, la ciudad no era tan nueva, porque fue levantada sobre una antigua ciudad griega fundada por el rey Bizas, casi mil años antes. De allí que también se le llamara Bizancio. El caso es que durante el reinado del emperador Teodosio en 395, se oficializó la ruptura entre ambas mitades del antiguo imperio romano.[6]

Para muchos la ciudad es la frontera entre Oriente y Occidente, al ocupar ambos márgenes del Bósforo, aunque también se podría considerar un puente entre ambos hemisferios. Ese lugar privilegiado hizo del imperio bizantino uno de los más florecientes, y sus murallas le otorgaban una seguridad incomparable, considerando que llegó a albergar cerca de ochocientos mil habitantes. Esto, en momentos en que Londres tenía cerca de veinte mil, y París no llegaba a los cien mil habitantes.

A finales del siglo XII, en 1190, en Europa se preparaba la Tercera Cruzada. Sin embargo, los bizantinos tenían una profunda desconfianza respecto a la capacidad organizativa de los cruzados para vencer a Saladino, Sultán de Egipto y principal defensor de la fe musulmana, y no les interesaba remover ese avispero. Por ese motivo se restaron a una cooperación decidida. Una serie de eventos circunstanciales provocaron que, tras un corto sitio, la ciudad cayera en manos de los cruzados, pero ello fue transitorio, puesto que fue reconquistada en 1261 por el emperador Miguel Paleólogo.[7] Hasta ese momento, Constantinopla había podido resistir todos los avances del islam, y en la entrada del mar Negro era un bastión del cristianismo ortodoxo al que eran tributarios los cristianos griegos, rusos y de otras naciones de Europa oriental. Esta vertiente del cristianismo alcanzó su maduración entre los siglos VIII y XI, separándose definitivamente del papado de Roma.

El fortalecimiento y la expansión del imperio turco otomano encendió las alarmas de las naciones de Europa occidental, en particular cuando el joven Mehemed II evidenció sus intenciones de tomar Constantinopla. Para Europa, un eventual triunfo de los turcos no solo era visto como una amenaza directa a sus posesiones territoriales, sino, además, poseía un significado místico, en que el islam se imponía finalmente frente al cristianismo, si bien ortodoxo, cristianismo al fin.

A pesar de los conflictos seculares entre los reinos y las dificultades propias de cada uno, los gobernantes no se mostraron del todo renuentes a prestar apoyo a sus parientes orientales.

Sin embargo, Nicolás V, el Papa de Roma, quien debía encabezar una alianza en defensa de la iglesia de Oriente, impuso tales condiciones a la iglesia ortodoxa, las que en suma implicaban la sumisión del Patriarca de Constantinopla al Papa, lo que hacía imposible que pudieran ser aceptadas. Así y todo, finalmente el emperador bizantino, Constantino XI, se impuso a la iglesia y los monjes ortodoxos, y aceptó las condiciones de Roma. Sin embargo, ya era tarde. Desde Venecia zarpó una flota de auxilio, pero en ausencia de vientos favorables quedó estacionada en la isla de Quíos. El 29 de mayo de 1453, luego del asalto final, Mehemed entró victorioso en Constantinopla al atardecer. Mil años después de la caída de Roma, desaparecía el imperio de Oriente y finalizaba la Edad Media, según los entendidos.

Europa y su liderazgo espiritual consideraron que defender el cristianismo de Oriente no valía el esfuerzo que suponía tal empresa. Pero lo que estaba verdaderamente en juego era la bisagra entre los dos mundos. Es cierto que, a la postre, la interrupción del comercio y las rutas terrestres con las culturas orientales generó un incentivo para la innovación en las técnicas de navegación, pero postergó durante mucho tiempo los contactos y el establecimiento de rutas alternativas de intercambio y, por ende, una mayor integración entre las regiones.

La Guerra de Crimea

A mediados del siglo XIX el imperio otomano ya había iniciado su declive final. Este siglo recibió tempranamente la impronta de las guerras napoleónicas y en 1815 el Congreso de Viena había redefinido las fronteras europeas, lo que fue llamado el “Concierto Europeo”, destinado a asegurar la estabilidad de la región luego de seculares conflictos. En él participaban Austria, Prusia, Rusia y Gran Bretaña, sumándose Francia posteriormente. Ese objetivo se veía seriamente comprometido si el equilibrio emergente del Concierto enfrentaba el debilitamiento o el fortalecimiento relativo de alguno de sus miembros. En atención a ello, imperaba cierto temor respecto a que Rusia pudiera resarcirse de los distintos momentos en que las alianzas y relaciones diplomáticas del imperio otomano le habían impedido materializar sus objetivos de control del mar Negro y su reconocimiento en la defensa de los cristianos de Oriente.

Más allá del cálculo político que las cancillerías europeas realizaban a la hora de definir sus pasos, primaba un profundo sentimiento de desconfianza hacia Rusia y, en el caso de Gran Bretaña, definitivamente una gran aversión.[8] Ello se hizo patente en la visita del Zar a su familia política en Inglaterra. En esa ocasión, la prensa hizo escarnio del atraso de Rusia en términos políticos e incluso en algunos comportamientos sociales. Movilizó a la opinión pública agitando la amenaza que suponía para Occidente, “los afanes expansionistas de Rusia a costa del debilitado imperio otomano.” Si Nicolás I tenía la intención de mejorar las relaciones con Inglaterra, esperando neutralizar una reacción adversa a su intento de mejorar su posición frente a los turcos, no lo logró.

Ciertamente Rusia se encontraba lejos de los modelos sociopolíticos de los países de Europa occidental y, a mediados del siglo XIX, buena parte de la actividad agrícola se realizaba a base de relaciones feudales de producción.[9] Incluso algunas actividades fabriles fuera de las principales ciudades se realizaban bajo este mismo régimen.[10]

Sin embargo, de manera lenta, pero a paso seguro, el país había dado los primeros pasos en su proceso de modernización desde el reinado de Pedro I “el Grande”, que gobernó desde 1682 a 1725, y luego con el reinado de Catalina II “la Grande” de 1762 a 1797. Con ello Rusia entraba al siglo XIX siguiendo una senda clara de modernización capitalista, pero a gran distancia de las monarquías constitucionales de sus parientes del Oeste.[11]

Lo anterior no impedía que el imperio ruso tuviera una fuerte identidad con Europa que, desde su perspectiva, eran las monarquías en su versión lo más autocrática posible. La tradición política de los rusos hasta ese momento veía cómo el progreso estaba asociado a gobiernos con esa impronta. Era el caso de los dos mencionados más arriba. Incluso el propio zar Nicolás I fue partidario de invadir Francia para restaurar a los Borbones, propuesta que no fue recibida con mucho entusiasmo en Prusia ni en Austria.

Por otra parte, la otra vertiente del conflicto tenía un cariz también religioso. En las zonas bajo dominio turco, como Estambul (la antigua Constantinopla) y en Tierra Santa, existían distintas comunidades ortodoxas que mantenían conflictos permanentes con las autoridades otomanas, frente a lo cual Rusia se presentaba como defensora de la fe, al ser tributarias del Patriarca de Moscú. Sin embargo, la vertiente ortodoxa del cristianismo era vista como una forma arcaica y poco sensible frente a los cambios que las sociedades estaban experimentando junto al auge capitalista. La particular cercanía del zar con el Patriarca de Oriente reforzaba la idea de un mundo atrasado.

Iniciada la guerra contra Turquía, los rusos obtuvieron algunos triunfos importantes en el delta del Danubio y en Crimea, pero de inmediato se activó una alianza entre Gran Bretaña y Francia para defender al imperio otomano. Sostener un equilibrio con el imperio agonizante se veía mejor que dejar a los rusos el control del mar Negro, aunque eso significara aislar a Rusia.

El colapso de la URSS

La confrontación entre la Rusia revolucionaria y las potencias capitalistas no esperó al fin de la II GM y el inicio de la Guerra Fría. Comenzó desde el mismo momento en que triunfó la Revolución de Octubre. La guerra civil que se inició de inmediato enfrentó a Blancos y Rojos entre 1917 y 1923. Las fuerzas que se oponían al gobierno bolchevique contaron desde temprano con el apoyo de las potencias capitalistas como Inglaterra, USA y Japón, entre otros.

Consolidada la URSS con la política estalinista, debió enfrentar las dificultades del rearme alemán en los años 30, que llevó a Rusia a establecer un pacto de no agresión con Hitler para evitar un enfrentamiento para el que no estaba preparada, ni tampoco lograba establecer una interlocución al respecto con las potencias occidentales. La guerra comenzó formalmente el 1 de septiembre de 1939 con la invasión alemana de Polonia, y para los rusos, el 22 de junio de 1941 con la Operación Barbarroja. El peso del conflicto recayó exclusivamente en el Ejército Rojo hasta el 6 de junio de 1944, cuando se abrió el frente europeo con la invasión de Normandía, y terminó para los rusos el 9 de mayo de 1945 con la captura de Berlín.[12]

El 22 de agosto de 1949, cuatro años después que EE.UU. hiciera su primer ensayo nuclear (16/07/1945), la URSS realizó el suyo y se dio inicio a la Guerra Fría con su concepto de la Destrucción Mutua Asegurada. En un mundo bipolar, se desarrollaba una encarnizada competencia por el dominio global.

El socialismo soviético fundó un modelo social de partido único en lo político y de economía planificada. Con fuertes restricciones a las libertades individuales, el sistema buscaba asegurar que las personas pudieran satisfacer sus necesidades, al tiempo que los excedentes que generaba su trabajo contribuían al fortalecimiento del Estado llamado a defender ese sistema. La expansión de las potencias capitalistas, por su parte, se asentaba en la presencia de un Estado que daba soporte a la acumulación de capital y mediaba en las relaciones laborales. Ese proceso de acumulación de capital era, en parte, resultado de relaciones de dependencia con países periféricos. Esta lógica en que la acumulación individual es la base de la sociedad generaba crecientes situaciones de exclusión social y un nivel ascendente de conflictividad social.

El enfrentamiento entre las superpotencias se expresaba en la forma de dinámicas que resultaban divergentes y que se concentraban en dos áreas principalmente: la industria militar y la carrera espacial. En el caso de USA, el esfuerzo en estos campos se realizaba con una fuerte interacción con el sector privado, el que tenía importantes incentivos para la innovación, asociados a compromisos de abastecimiento por periodos prolongados. Su desarrollo llegó a conformar lo que Eisenhower denominó en un discurso televisado el 17 de enero de 1961 como “complejo militar-industrial”, que tenía creciente poder a la hora de definir las políticas públicas en USA.[13] En el caso de la URSS, los recursos necesarios para sostener la competencia con las potencias occidentales provenían del presupuesto público y, a pesar de los efectos virtuosos de la innovación y su impacto en otras áreas, suponía restar recursos a la oferta de bienes de consumo a disposición de la ciudadanía. Real o imaginaria, la brecha de bienestar entre la ciudadanía de uno y otro bloque se ensanchaba, y no en favor del campo socialista.

La caída del muro de Berlín en 1989 y el final de la URSS el 26 de septiembre de 1991, fue resultado de un colapso social y político. La productividad de la economía capitalista había superado por mucho a la del campo socialista, y la brecha era, en gran parte, resultado de una creciente insatisfacción de las personas con un sistema social que no les proveía los mismos niveles de bienestar que los existentes en Occidente ni tampoco las mismas libertades personales.

En ese momento, la Francia de Mitterrand y la Alemania de Kohl gestaban un entendimiento estratégico respecto al futuro de Rusia, el enfoque “paneuropeo”. La seguridad post Guerra Fría pasaba por tener puentes hacia Rusia y el antiguo espacio soviético.[14] El nacimiento de la UE, para el cual se daban las últimas puntadas, debía contemplar un proceso que acabara en la integración de la antigua superpotencia.[15] Sin embargo, había una opción alternativa que pasaba por desmembrar esa Europa del Este y neutralizar su poder, dada la profunda debilidad en que se encontraba. Esa era la opción de Estados Unidos en el gobierno de George H. Bush, y luego de Bill Clinton, y para desplegar su influencia en Europa, utilizó a su más estrecho aliado, Gran Bretaña bajo el gobierno de John Major.

A la propuesta paneuropeísta se enfrentó el modelo “atlantista”, digitado desde Washington a través de Londres y teniendo como fuerza principal a la OTAN, con cerca de medio centenar de bases militares en el continente. Para cuando fue oficializada la UE, ya el dilema se había decantado hacia el modelo atlantista.

¿Quo vadis?

La historia de Europa es la historia de su gente, sus sociedades y el largo proceso en que fue conformando su identidad. En él ha enfrentado diversas tensiones que se refieren a su capacidad de inclusión y a la manera en que se ha relacionado con la zona oriental del continente.

Ciertamente no tiene mucha utilidad tratar de pensar en lo que pudo haber sido y no fue, en la idea de imaginar derroteros alternativos para diferentes hitos que se quieran analizar. Se trata de identificar coyunturas que revelan constantes y que, a su vez, están presentes en los problemas contingentes.

Las grandes brechas entre Oriente y Occidente con los dos emperadores en Roma y Constantinopla; el cisma entre el cristianismo romano enfrentado con el ortodoxo; y la propensión a marginar a los pueblos eslavos del espacio europeo, a pesar de ser los eslavos parte de ese crisol surgido de la simbiosis entre romanos y tribus germanas luego de diluidas las fronteras del Imperio.

El atlantismo constituye la solidificación de esa concepción de Europa, cuya identidad se construye por oposición al mundo oriental. Hoy la UE, representando a los pueblos de Europa, elige profundizar la brecha, con una alianza que lleva a maximizar los intereses de una potencia declinante, desechando, la alternativa de una Gran Europa, capaz de interactuar positivamente con China, la potencia asiática que emerge.


[1] Soto Ch., J. (2021) “Los Visigodos. Hijos de un dios furioso”. Desperta Ferro Ediciones. Madrid, España. Pág. 93 y ss.

[2] Anderson, P. (2011) “Transiciones de la antigüedad al feudalismo” Siglo XXI Editores, Madrid, España. Pág. 105 y ss.

[3] Pirenne, H. (2019) “Mahoma y Carlomagno”. Alianza Editorial, Madrid, España. Pág. 183 y ss.

[4] Balbás, Y. (2022) “Espada, hambre y cautiverio. La conquista islámica de España”. Desperta Ferro Ediciones. Madrid, España. Pág. 261 y ss.

[5] Fontana, J. (2014) “La formació d’una identitat. Una història de Catalunya” Eumo Editorial. Barcelona, España. Pág. 112 y ss.

[6] Crowley, R. (2018) “Constantinopla 1453. El último gran asedio” Ediciones Ático de los libros. Barcelona, España. Pág. 83 y ss.

[7] Adbridge, T. (2019) “Las Cruzadas. Una nueva historia de las guerras por tierra santa” Ed. Ático de los libros. Madrid, España. Pág 474 y ss.

[8] Figes, O. (2014) “Crimea. La primera gran guerra” Editorial EDHASA. Madrid, España.

[9] Trotsky, L. (2017) “Historia de la revolución rusa” Ed. LOM-Txalaparta. Santiago de Chile. Pág. 66 y ss.

[10] Fedorov, V.A.; Moryakov, V.I.; Shchetinov, Y.A. (2022) “Historia de Rusia” Dilema Editorial. Madrid España. Pág. 143 y ss.

[11] No olvidemos la acentuada endogamia de las casas reales europeas. Eso de llamar “la abuela de Europa” a la reina Victoria de Inglaterra, no era una alegoría.

[12] El paso de los soldados norteamericanos por Europa, que tantas horas de cinematografía ha producido, solo duró once meses.

[13] https://www.bbc.com/mundo/noticias/2011/01/110117_eeuu_eisenhower_discurso_armamento_wbm

[14] La última vez que se planteó esta opción fue a través de Silvio Berlusconi y del Canciller alemán G. Schroeder https://web.archive.org/web/20081204091341/http://afp.google.com/article/ALeqM5g2INfqbAE6C9LjlXFkwDrF1l8zbw

[15] https://www.telesurtv.net/bloggers/Putin-brilla-en-el-Foro-Economico-Internacional-de-San-Petersburgo-spief-20180527-0001.html

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