Por Juan Carlos Salazar del Barrio (La Paz/Bolivia)
Como en el famoso microcuento El dinosaurio del escritor guatemalteco Augusto Monterroso (“Cuando despertó, el dinosaurio estaba todavía allí”), los bolivianos nos encontramos tras la jornada electoral del 18 de octubre pasado con que el Movimiento Al Socialismo (MAS) de Evo Morales todavía estaba aquí, intacto, como hace 15 años.
Las encuestas nos habían persuadido de una posible segunda vuelta, así que la victoria del candidato del MAS, Luis Arce, no dejó de ser una gran sorpresa, no tanto porque se daba en la primera vuelta, sino por la magnitud del triunfo, con una ventaja de veintiséis puntos porcentuales sobre el abanderado de Comunidad Ciudadana (CC), Carlos Mesa.
Arce no solo había logrado superar ampliamente la votación que obtuvo su mandante en las elecciones de 2019, anuladas por el propio Morales ante las denuncias de fraude, sino que había colocado a su partido en el mismo nivel de 2005, cuando inauguró su gestión de 14 años. ¿Desgaste? Ninguno. Los propios masistas admiten en privado que nunca imaginaron una victoria tan amplia.
Al referirse a los sueños prorroguistas de algunos dictadores militares cuando aseguraban que permanecerían en el poder diez o veinte años, el escritor y teórico marxista boliviano René Zavaleta Mercado solía decir con marcada ironía que “la eternidad en Bolivia no dura tanto tiempo”. Zavaleta no vivió para opinar sobre la “eternidad masista”, pero está a la vista que la caída de Morales en noviembre del año pasado no fue otra cosa que la apertura de un simple cuarto intermedio en lo que ya era el mandato más largo de la historia de Bolivia.
Se dice que la victoria tiene mil padres y que la derrota es huérfana. Cierto. Conocidos los resultados, se desató la previsible e implacable caza de culpables y el endiosamiento de los héroes del momento. Y, como suele ocurrir, hay más crítica que autocrítica, no solo de los perdedores, que buena falta les hace, sino y sobre todo de los vencedores, quienes no han podido vencer a la tentación de suponer que el voto popular redime al gobernante de errores y pecados.
La única estrategia electoral válida es la que da el triunfo. Las demás son perdedoras. Así como Mesa consiguió forzar la segunda vuelta y con ello la salida de Morales hace un año, Arce logró reconquistar el poder. Y lo hizo con una holgura sin precedentes y en una situación política desventajosa, desde la oposición. Cualquier análisis debería tomar como punto de partida esa realidad. El negacionismo y las teorías de la conspiración, muy en boga estos días en los sectores más radicalizados del antimasismo, no son el mejor camino para sacar conclusiones y lecciones útiles para la convivencia democrática.
Así como Mesa consiguió forzar la segunda vuelta y con ello la salida de Morales hace un año, Arce logró reconquistar el poder.
No voy a insistir en el pecado original de la postulación electoral de la presidenta transitoria, Jeanine Añez -a la que renunció tardíamente-, ni en la mala gestión del proceso de transición, incluida la campaña contra la pandemia, salpicada de escándalos de corrupción, y el temprano estallido de la crisis económica, factores que contribuyeron a cohesionar al partido de Morales y coadyuvaron a su recuperación; tampoco voy a referirme a la falta de visión y a la ausencia de un proyecto atractivo de los opositores al retorno del MAS.
El MAS logró recuperarse de la crisis política de noviembre, resultante del empecinamiento de su líder en la reelección vitalicia, y lo hizo a pesar de su liderazgo de la violenta e irracional huelga de agosto pasado –incluido el criminal bloqueo a los suministros de oxígeno e insumos médicos a los hospitales en plena pandemia-, acción que en cualquier otro país del mundo hubiese sepultado política y electoralmente a sus promotores.
Es evidente que el MAS consiguió instalar en el ánimo de la población la esperanza en la restauración del “milagro económico” de los tiempos de la bonanza de los precios de las materias primas que le tocó administrar, como respuesta a la crisis agudizada por la pandemia, y capitalizar el temor -que él mismo alentó- al advenimiento de una ultraderecha neoliberal, fundamentalista y racista, en la que englobó a todos sus rivales.
Las primeras declaraciones del vencedor del 19 de octubre, en sentido de que no será un títere de su mandante, Evo Morales, y las manifestaciones “autocríticas” del vicepresidente electo, David Choquehuanca, quien ha reconocido algunos errores y ha señalado la necesidad de enmendarlos, han abierto cierta esperanza en un cambio de talante en los nuevos gobernantes, muy necesario para restañar heridas y promover la reconciliación nacional.
Las primeras declaraciones del vencedor del 19 de octubre, en sentido de que no será un títere de su mandante, Evo Morales, y las manifestaciones “autocríticas” del vicepresidente electo, David Choquehuanca, quien ha reconocido algunos errores y ha señalado la necesidad de enmendarlos, han abierto cierta esperanza en un cambio de talante en los nuevos gobernantes, muy necesario para restañar heridas y promover la reconciliación nacional.
El 55% del resultado electoral dio un ganador, pero al mismo tiempo mostró la profunda división de la sociedad boliviana. El vencedor deberá gobernar para ambas mitades.
El voto popular, como dije, no redime. Evo Morales presidió un gobierno autoritario, corrupto y despilfarrador, violador de su propia Constitución y negador de derechos políticos y civiles básicos. Eludió todo control y fiscalización al suprimir la división de poderes. Su sucesor no puede hacer lo mismo, pero la trayectoria de su líder, a quien cuesta verlo alejado del poder, no invita al optimismo. Lamentablemente, con el perdón de la escritora mexicana Elena Garro por robarle el título de su novela para esta columna, la gestión de 14 años de Evo Morales es un mal recuerdo del porvenir.
Lamentablemente, con el perdón de la escritora mexicana Elena Garro por robarle el título de su novela para esta columna, la gestión de 14 años de Evo Morales es un mal recuerdo del porvenir.