Pocos indiferentes dejaba la persona- personaje Jorge Luis Borges. Sus décadas de existencia estuvieron marcadas por la confrontación ideológica de un escenario político social y cultural que no perdonaba límites fronterizos. Si ello definía la atmósfera universal, más complejo era vivirlo como argentino, cuando hoy todavía la cercanía o distancia con el fenómeno peronista, con todos sus matices, marca los ánimos ciudadanos.
Como suele acontecer, el paso de los años no solo permite sino también obliga a marcar matices y reconocer al césar lo que es del césar. Talentos y genios universales, vengan de donde vengan, con los límites éticos y estéticos que exige la vida en sociedad y la tolerancia humana.
Valga el preámbulo para simplemente ofrecer una refrescante y superficial aproximación al genio creativo de Jorge Luis Borges. Hace algo más de 33 años que partió de esta existencia. Lo hizo luego de una exitosa gira de conferencias en Italia, instalándose cómodamente en Ginebra, acompañado de su amada infinita, María Kodama, quién le garantizó una partida lejos del espectáculo que detestaba Borges para aquella circunstancia definitiva.
En esta relajada remembranza del que pudo – con tanta propiedad como otros excluidos- haber disfrutado del reconocimiento en los interminables y discutibles méritos para un Nobel de Literatura, nos aproximamos al desafiante y porfiado trasandino a través de una suma de breves asertos espontáneos y un cuento de su autoría “El muerto”.
Borges, genio y figura, falleció el 14 de junio de 1986. Esa misma fecha, pero de 1928, nació otro argentino, Ernesto Guevara. Vaya coincidencia de dos ché tan, pero tan diferentes.
Han pasado 33 años de su partida. Podríamos intuir su distancia de las ofertas electorales que hoy conmocionan Argentina. Solo la imaginación nos permite jugar con las opiniones de Borges sobre personajes de malos cuentos como Trump, Bolsonaro, Putin y tantos etcéteras.
A lo anunciado.
Breves asertos de Jorge Luis Borges
- ¿Qué tipo de Estado desearía?
Un Estado mínimo que no se notara. Viví en Suiza y allí nadie sabía cómo se llamaba el presidente.
- ¿La abolición del Estado que usted propone tiene mucho que ver con el anarquismo?
Sí, exacto, como el anarquismo de Spencer, por ejemplo. Pero no sé si somos lo bastante civilizados para llegar a eso.
- ¿Piensa seriamente que tal Estado es factible?
Por supuesto. Eso es cuestión de esperar doscientos o trecientos años.
- ¿Y mientras tanto?
Mientras tanto, jodernos.
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- ¿Y usted Borges? ¿En qué cree?
Bueno, yo soy ateo.
- Déjeme preguntarle de otro modo ¿cree en una vida eterna?
No.
- ¿Cree en la resurrección de Jesucristo?
Tampoco.
- ¿Y en Jesucristo como ser histórico?
Desde luego. Si no, tendría que pensar que los cuatro más grandes escritores de la antigüedad fueron cuatro novelistas
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En un diálogo con María Ester Vásquez, Borges le cuenta:
“Había un personaje de Pehuajó que me tenía harto. Entonces yo le pregunté si él conocía aquella famosa copla de Pehuajó y se la recité mientras la inventaba:
En medio de la plaza
Del Pueblo de Pehuajó
Hay un terreno que dice
La puta que te parió
¿Y sabes que me contestó el hombre en cuestión?:
Sí Borges, yo la conocía”
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«El muerto».
Cuento completo de Jorge Luis Borges
Que un hombre del suburbio de Buenos Aires,
que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se
interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán
de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así,
quiero contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien acaso no perdura un
recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los
confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean
revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen
puede ser útil. Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un
mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una
puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la
muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República.
El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del
Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro
día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada
tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del
Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo
relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro
sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero,
una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho.
Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la
carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque
fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre
demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono
y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el
negro bigote cerdoso. Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la
misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los
acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol
bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado
para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya
pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no
extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el
paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha
compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo
sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el
patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora
nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo
Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo
pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre
animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora
acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó. Empieza
entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de
jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces
atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras
naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que
entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los
cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes
de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a
carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir
el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el
grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira,
pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y
temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo
hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio
Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas
populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias.
Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que
el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se
propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán
la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de
ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura
fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos
sus orientales juntos. Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo.
Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a
casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los
días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un
moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le
encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero
satisfecho también. El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que
mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de
taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un
remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se
queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece
disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las
grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un
golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha
entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa
con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la
campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la
mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse. Días después, les llega la
orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en
cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran,
el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda,
que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo.
Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está
queriendo mandar demasiado. Otálora com prende que es una broma, pero le halaga
que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado
con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa
noticia. Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de
plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco;
llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de
poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo
Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si
atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que
para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad. Entra después en
el destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que trae del sur
Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de
tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso
lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la
mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o
adjetivos de un hombre que él aspira a destruir. Aquí la historia se complica y
se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación
progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente,
combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la
dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira.
Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan;
Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que
sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en
invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los
hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente
riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le
atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el
colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre
y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el
orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día. Bandeira, sin
embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan;
Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima. La última
escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894.
Esa noche, los hombres del Suspiro comen cordero recién carneado y beben un
alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la
cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación,
júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible
destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la
noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una
obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le
abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza.
Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena: -Ya que vos y el
porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la
han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la
cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende,
antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido
condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque
ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto. Suárez, casi con
desdén, hace fuego.