“Reportero sin cabeza”, el desahogo de Lino Solís de Ovando. Por Tomás Vio Alliende

por La Nueva Mirada

El periodista y escritor chileno narra en una breve crónica pandémica su experiencia y la de algunos de sus compañeros, después de haber sido despedido de una conocida revista económica tras diez años de trabajo.

Para nadie es novedoso lo que puede doler un despido, especialmente en medio de una crisis social y de una pandemia. Eso fue lo que le sucedió a Lino Solís de Ovando (1974) cuando a él y a sus compañeros les avisaron en 2020 que no seguían más en la revista América Economía, una publicación regional y de amplia fama en el medio, tildada en su mejor momento como el Economist de América Latina. Después de haber crecido como profesional por diez años hasta llegar al cargo de editor general, a Solís se le indicaba que debía dejar su trabajo por razones económicas de la empresa. El golpe fue duro en un país sumido en una crisis social y sanitaria.

El libro comenzó en un diplomado de Escritura Narrativa de No ficción en el que también participaba Roberto Herrscher, quien se convirtió en su tutor y lo aconsejó en la redacción y estructura de “Reportero sin cabeza”. A partir de su propia situación, Solís de Ovando -autor de ocho libros de ficción y ganador de importantes concursos como Los Juegos Literarios Gabriela Mistral- cuenta lo que le va pasando con su despido en América Economía, lo que ocurre con algunos de sus compañeros y el complejo ambiente de desazón de los periodistas al darse cuenta de que no van a recibir como finiquito lo que les corresponde por sus años de trabajo.

El periodismo, como tantas otras carreras, vive constantemente afectado por crisis, falta de recursos, malas decisiones laborales y el permanente abuso por parte de algunos de los empleadores. Yo mismo, con mis cerca de veinticinco años de trabajo en el área, podría escribir varios libros sobre mis despidos y la debilidad laboral a la que he tenido que someterme para tener trabajo. Me ha tocado vivir remociones masivas y, sin ir más lejos, a la hora del adiós en algunas instituciones, mis propios jefes me han ofrecido, muy sueltos de cuerpo e incluso con leves sonrisas en el rostro, que si no estoy conforme con lo que me están dando puedo demandar a la empresa. Un descaro absoluto por parte de ellos del que no he formado parte, no por falta de ganas, más bien porque haberlo hecho me habría implicado tiempo para un litigio, gasto en abogados y lo más terrible: el cierre de algunas puertas en el pequeño círculo laboral en el que me muevo y la red de contactos que tanto cuesta generar. En ese mismo sentido, hay que reconocer la valentía de Lino al destapar la olla y contar, sin pelos en la lengua, la realidad que le tocó vivir con nombres y apellidos.

Después del lógico shock de la salida de la revista y de una normal etapa de introspección, en su crónica pandémica Solís de Ovando cuenta cómo logra reencontrarse con sus compañeros:

“¿Qué será de Cristián Yáñez, Juan Toro o Cristián Aránguiz, despedidos también el 23 de abril? (…) No dejo pasar el impulso y los llamo (…) Cuándo me preguntan por el porqué del repentino interés, respondo la verdad: quería conversar, saber cómo llevas la cesantía, ayudarte si lo necesitas.

Terminan siendo conversaciones sobre los despidos masivos en la prensa, sobre la manera en que tres periodistas chilenos enfrentan la cesantía y sobreviven en medio de la pandemia del nuevo coronavirus. Reporteros elegidos para una decapitación que vagan por los pasillos de un cuarto poder pato, jibarizado, grogui, embobado con los gatos y los #, y sin vacantes para un reportero sin cabeza” 

Cuántas verdades dice Lino en sus páginas, cuánto más se podría escribir sobre la precariedad laboral de otros cientos de miles de profesionales y periodistas que han trabajado toda una vida sin o con malos contratos y, muchas veces, sin derecho a indemnizaciones. Tal vez en “Reportero sin cabeza” se echa de menos   que el autor hubiera profundizado un poco más en sus propias cavilaciones y conflictos internos, en vez detenerse tanto en los de sus compañeros. De todas formas, el texto estremece y revive el terrible dolor de cabeza de la cesantía, la nube negra, la delgada línea roja sobre la que todos caminamos o hemos caminado en algún momento. El otro día un amigo de la universidad, que trabaja en dos medios de comunicación, me comentaba que para él el periodismo era como manejar un taxi: “Nunca se sabe lo que va a pasar”. Algo de razón tiene.  

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