“SKYNET” o el Estado Profundo. Por Patricio Escobar. Desde Barcelona

por La Nueva Mirada

¿Hasta dónde la complejidad alcanzada por el Estado no ha derivado en su autonomización respecto a la sociedad? En la filosofía política ya se lo asociaba con una herramienta para la dominación de clases, pero en su versión moderna aparenta adquirir vida propia e intereses que persigue y defiende. Es el Estado Profundo.

En medio de la Guerra Fría, Estados Unidos había sofisticado su sistema de defensa al incorporar los primeros avances de la inteligencia artificial. El objetivo era optimizar la respuesta del sistema de defensa estratégico ante un ataque nuclear de la URSS. Esto consistía principalmente en la eliminación del factor humano en la toma de decisiones, para minimizar errores y retardos. Naturalmente la URSS le seguía los pasos, impulsando el desarrollo de sus propios dispositivos de IA con el mismo fin. Pero, con lo que no contaban los estrategas de uno y otro bando, era con que la capacidad de aprendizaje autónomo de los sistemas de IA arribaría finalmente a la optimización final y la eliminación de la especie humana. El sistema se llamaba SKYNET y sus máquinas inteligentes se habían comunicado autónomamente, buscando alcanzar la mejor solución al desafío de la guerra. El 29 de agosto de 1997 fue el día del Juicio final para la humanidad y el inicio del reinado de las máquinas.

Sobre una idea de Harlan Ellison, James Cameron desarrolló el guión de Terminator y la película fue estrenada el 26 de octubre de 1984.

La sociedad como creación humana imperfecta

Concebir el reemplazo de la decisión humana en los procesos es fuente de constante debate en el campo de la ética y la IA, y en buena parte de ellos el supuesto de base es que los seres humanos y sus formas de organización y decisión colectivas, constituyen siempre una solución subóptima frente a los problemas o las disyuntivas que constantemente enfrenta el devenir de la sociedad. La contrapartida evidente es que algo o alguien exógeno puede decidir de mejor manera. SKYNET lo hizo.

Si sacamos la IA -y la alegoría de Terminator– del ejercicio, podemos encontrar que antes de la Ilustración los sistemas de decisión estaban fundados en esa premisa, que los seres humanos no tomamos buenas decisiones. Afortunadamente, la providencia, que raramente está de parte del pueblo llano, nos proveía de una clase aristocrática y generalmente de algún tipo de monarca supremo que llevaba sobre sus hombros la pesada carga de conducir nuestros destinos: un rey, un emperador o un papa.

El advenimiento de la Ilustración trajo consigo que los comunes, los postergados, los excluidos de siempre, pudieran hacer uso de una nueva titularidad: poder decidir su destino. Es cierto que el camino de hacer de esa titularidad algo verdaderamente real ha tomado siglos y aún lo que resta es la mayor parte. Sin embargo, la historia de la democracia moderna es justamente la historia del derecho a decidir de la ciudadanía.

Esto nos pone frente a un problema de no poca complejidad. ¿Qué ocurre cuando nos equivocamos? En rigor, determinar que una sociedad democrática se ha equivocado es más complejo aún. Pero, en principio, debiéramos pensar que ello ocurre cuando el resultado de la decisión deteriora el nivel de bienestar previo, a pesar de haber esperado que ocurriera lo contrario.

Si constatamos que efectivamente “nos hemos equivocado”, en general las sociedades deben desandar el camino recorrido y corregir el rumbo, con todo el costo que ello supone. Sin embargo, como un rumor sordo, siempre resuena la posibilidad de evitar esos errores tan propios del quehacer humano. Más de alguna vez se ha planteado qué ocurriría si alguien revisara nuestras decisiones o, tal vez definitivamente, tomara aquellas más difíciles por nosotros.

Visiones del Estado

La evolución de la democracia liberal ha ido perfeccionando y haciendo más complejo el dispositivo de administración de la sociedad, el Estado. Cuáles son los ámbitos en que debe estar presente y qué tan “corpulento” debe ser, es motivo de debate desde hace más de cien años.

Distintos autores han abordado la complejidad y el significado de esta suma de instituciones y la manera en que se relaciona con el cuerpo social. Para Lenin, el Estado en el capitalismo es resultado de la presencia de contradicciones irreconciliables entre las clases sociales.[1] Ello supone que, si los conflictos fueran susceptibles de ser procesados al interior de la relación entre capital y trabajo, no se requeriría la existencia de un Estado. Los albores del capitalismo es la época en que ello es más evidente, cuando los capitalistas podían definir las condiciones de trabajo sin contrapartida alguna por parte de los trabajadores, salvo que eligieran no trabajar y, por tanto, morir de hambre. En ese mundo, el Estado no llegaba hasta la relación entre patronos y obreros. Sin embargo, desde el momento en que los trabajadores se rebelan frente a las condiciones impuestas, se requiere una autoridad exógena que medie y resuelva el conflicto: el Estado. La legislación laboral y las regulaciones del mercado del trabajo son, en ese sentido, la expresión de una contradicción irreconciliable, que impide una solución autónoma entre las partes del conflicto.

En la misma línea, Rosa Luxemburgo identifica al Estado como una organización de la clase dominante.[2] Esto implica que, lejos de ser una entidad neutra que se haya por encima del bien y del mal, cumple la función de aseguramiento de las condiciones fundamentales del sistema capitalista. En su debate con la socialdemocracia, rescata el rol de los sindicatos: “Los sindicatos (…), no pueden abolir la ley capitalista del salario. En las circunstancias más favorables pueden reducir la explotación capitalista hasta los límites “normales” de un momento dado, pero no pueden eliminarla, ni siquiera gradualmente.”[3] El debate acerca del Estado de Bienestar en Europa lleva esa impronta.

Para Antonio Gramsci, el Estado va más allá de la tradición restringida del liberalismo, con los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Es un dispositivo que articula una estructura (relaciones de producción capitalistas), con una superestructura (la dimensión políticoideológica del sistema social). De este modo, alcanza desde la sociedad política (gobierno, dispositivos represivos y administración), hasta la sociedad civil (iglesia, sindicatos, empresas, medios de comunicación, intelectuales, etc.). El rol del Estado es dar sustento a las relaciones de producción a través de su poder represivo (la coerción) y de la hegemonía, que representa el consenso.[4]

Desde las distintas perspectivas del enfoque marxista, el Estado se presenta como un instrumento de dominación de clase que al final del día lo que hace es esconder esa función tras una apariencia burocrática. Incluso, desde los fundamentos de la Sociología, se nos presenta como una entidad cuya misión es el mantenimiento del orden vigente, para lo cual cuenta con el monopolio de la coacción física.[5]

Desde el punto de vista económico, la crisis de 1929 y sus secuelas catastróficas llevaron a JM Keynes a romper con el ideario marshalliano imperante, llevando al Estado a un lugar privilegiado, en tanto era la única respuesta posible frente a un capitalismo anárquico y suicida. La solución a la crisis pasaba por un poderoso estímulo a la demanda que solo el Estado podía realizar. La estabilidad de la economía capitalista requería necesariamente una la doble función del aparato público, regulación de los mercados y redistribución de los ingresos.[6]

Estado y democracia

La evolución de la democracia liberal, cuya madurez se asocia a la integración universal de los grupos sociales en el sistema político, ha discurrido por dos vías: el creciente condicionamiento de las voluntades mediante el concurso de distintos tipos de medios y redes de comunicación, y la profesionalización del Estado.

Es conocida la anécdota de la manipulación periodística de la entonces llamada “prensa amarilla” (por el color del papel en que se imprimía), que exageraba temas escabrosos, como todo tipo de crímenes, con el objeto de maximizar su tiraje. Con el paso del tiempo los magnates de esos medios descubrieron que podían alcanzar objetivos políticos manipulando a la opinión pública desde sus periódicos.

El dueño y director de New York Journal, William Random Hearst, famoso por carecer de todo escrúpulo, envió un dibujante a Cuba para ilustrar el grave conflicto que, según las páginas de su periódico, se vivía en la isla. Corría 1897 y en Cuba florecía el debate entre quienes deseaban continuar siendo una colonia de España y los que preferían la independencia. En las páginas del periódico de Herst se describían las luchas encarnizadas en las calles, los campos de concentración en los que los españoles mantenían a los insurgentes cubanos para morir de hambre y de enfermedades, la inseguridad y amenazas para los ciudadanos estadounidenses que habitaban en la isla, así como otras historias exacerbadas y generosamente aderezadas con dosis de efectismo y morbosidad.[7] Pero al desembarcar en La Habana, el dibujante no encontró nada de lo que describía su periódico regularmente, observando una situación completamente normal. Sorprendido, puso un telegrama a Herst explicándole que no había ninguna guerra que cubrir, a lo cual, a los pocos días, Herst respondió: “Usted ponga los dibujos, que la guerra la pongo yo”.

Desde los albores de la prensa amarilla, pasando por un presente pleno de fake news y finalmente un sistema de redes sociales que recaba y transforma en mercancía la información acerca de nuestros gustos y comportamientos,[8] existe una clara constante relacionada con la manipulación de las voluntades humanas. Para la democracia moderna supone transformar las distintas alternativas ideológicas en mercancías que persiguen adhesión social mediante campañas de marketing. El discurso de un candidato ha sido customizado hasta el punto de aludir a esas íntimas inquietudes de un público objetivo, que han sido identificadas y trabajadas mediante el big data. Nuestras decisiones políticas ya no reflejan una postura ideológica, sino que son resultado de estímulos publicitarios. Así, la democracia no es más que una declaración de principios.

La segunda vía de maduración de la democracia liberal ha sido la profesionalización de la función pública y el nacimiento de una tecnocracia. El campo de la ejecución de las acciones en el Estado, derivado de un programa político, ha estado entregado normalmente a contingentes de profesionales que poseen las competencias necesarias para ello. A medida que la gestión pública se sofistica y complejiza, ese cuerpo burocrático crece y se especializa.[9]

Esta realidad que ya describía Weber a principios del siglo XX ha sufrido una hipertrofia, y paulatinamente ese contingente tecnoburocrático ha ocupado nuevos y mayores ámbitos, llegando a instalarse en los lugares de decisión. Así, la vieja burocracia se trastoca en tecnocracia. En Chile, el sistema de Alta Dirección Pública encarna esta tendencia.

En las últimas décadas, la gestión política ha enfrentado una pérdida de valoración por parte de la ciudadanía, lo que ha incrementado la evaluación positiva de componentes técnicos en la gestión del Estado, perdiéndose de este modo la responsabilidad política en la gestión pública.

El caso más paradigmático es el de los consejos autónomos, al estilo del que rige al Banco Central en Chile. Sus decisiones poseen una gran trascendencia política, y de los costos que muchas veces ellas suponen, sus integrantes, en la práctica, no responden ante nadie. Nominalmente la ley establece en Chile que pueden ser acusados constitucionalmente por abandono de sus deberes, pero eso es impracticable.

Lo anterior supone una nueva restricción en el ámbito de la decisión democrática. La defensa que se realiza del Estado tecnoburocrático tiene como premisa que los representantes políticos actúan guiados por motivaciones espurias y de manera irresponsable. La situación óptima frente a ello es que las decisiones las tomen técnicos que actúan con el mejor saber disponible y ajenos a intereses particulares. En rigor esto es una falacia, puesto que “los técnicos” son individuos, como todos, con una ideología subyacente que acompaña sus decisiones.

La tecnocracia

Con el paso de los años, el proceso democrático ha ido separando dos ámbitos en el quehacer de lo público: lo que corresponde al Gobierno (poder ejecutivo) propiamente y aquello relacionado con el Estado. En el primer ámbito se produce una pugna constante entre la tecnocracia y los decisores políticos, mientras que el segundo es un ámbito de creciente control tecnocrático.

La gestión del Gobierno, que consiste en la ejecución de un programa político que la ciudadanía ha apoyado en las urnas, se expresa en la actividad de ministros, viceministros y altos jefes de servicios. Sin embargo, a medida que se baja en la jerarquía organizacional del Estado, los cargos comienzan a ser ocupados por técnicos.

El ámbito del Estado, es decir, el conjunto de instituciones distintas al poder ejecutivo es un campo en que la profesionalización ha resultado mucho más pronunciada. Más allá de las funciones especializadas, como puede ser la tarea de un juez o de un militar, existen campos y jerarquías que se han vuelto permanentes. Nuevamente los consejos autónomos son el mejor ejemplo.

En conjunto forman un cuerpo que adquiere una cuasi conciencia de clase. Este concepto alude a una condición en la cual un grupo social conforma una identidad propia, identifica sus intereses y desarrolla acciones en defensa de esos intereses. Para ese efecto, utiliza sus ámbitos de actividad. Es lo que podemos denominar como el Estado Profundo.

El problema se hace evidente cuando el sistema político busca materializar estrategias programáticas que responden a decisiones democráticas de la ciudadanía, pero que ese Estado profundo no comparte. Este impase no es nuevo; de hecho, la historia del golpismo latinoamericano es un ancestro directo de este fenómeno. En este caso, una parte del Estado (las FF.AA.), se erige como encarnación del porvenir y defensa de la nación, por encima de las veleidades de la democracia. La ciudadanía se equivoca a veces, pero no importa, porque hay un cuerpo capaz de corregirla.

Viejas y nuevas formas de intervención

La versión contemporánea de los viejos golpes de Estado es la confluencia de distintos cuerpos estatales (jueces, fuerzas de orden, servicios de seguridad del Estado, FF.AA.), con medios de comunicación. Ejemplos de su acción resultan variados y en todos los casos el sistema judicial ha tenido un papel central. Su acción se conoce como lawfarey alude a la acción mañosa e interesada del sistema judicial en la lucha política.

En Latinoamérica tenemos el caso de Manuel Zelaya en Honduras, derrocado en 2009 mediante distintas acciones de este dispositivo del Estado, aliado a la oposición en el Congreso. Fernando Lugo en Paraguay corrió la misma suerte en 2012. En 2016, Dilma Rouself fue destituía por el Senado brasileño y, como parte del mismo proceso, fue condenado al año siguiente el expresidente Luiz Inácio “Lula” da Silva. Esto último, con el fin de evitar que pudiera competir en las elecciones de 2018 con Jair Bolsonaro. A la postre, todas las acusaciones contra Dilma y Lula fueron desechadas y el juez que los persiguió, Sergio Moro, convertido en ministro de Justicia de Bolsonaro, acabó huyendo a Miami para evitar el proceso legal en su contra por prevaricación.

Si en América Latina el Estado profundo da lugar a una nueva y remozada forma de golpismo, en España posee una expresión más sofisticada, que le permite “evitar” que los gobiernos (central o autonómicos) cometan “errores” que luego obliguen a correcciones poco elegantes.

Los casos son variados, pero destacan los de Arnaldo Otegui y BETERAGUNE, Pablo Iglesias y PODEMOS, y el proceso al independentismo catalán. En el primer caso, el independentismo vasco intentó levantar una alternativa política distinta y separada de ETA, pero el año 2012 sus dirigentes fueron detenidos y condenados por pertenencia a una organización terrorista a seis años y medio de cárcel. A pesar que el Tribunal Europeo de DD.HH. dictaminó que el juicio no había sido imparcial, tuvieron que cumplir la condena íntegra y luego la inhabilitación. Esto abortó una temprana salida pactada al conflicto vasco, que electoralmente perjudicaba a la derecha.

En 2016, a veintitrés días de las elecciones en que las encuestas auguraban que PODEMOS superaría al PSOE rompiendo el bipartidismo imperante, apareció un informe que señalaba que el partido de Iglesias era financiado por Irán. La noticia fue publicada por un medio digital de ultraderecha y reproducida por la prensa escrita, mientras que la autoría del informe se adjudicaba a los servicios de seguridad del Estado (los que en ningún momento lo desmintieron). Con esa información la Fiscalía Nacional llevó el caso al Tribunal de Cuentas, a la Audiencia Nacional y al Tribunal Supremo en contra de los dirigentes de PODEMOS. Todas las instancias judiciales se tomaron su tiempo para analizar el caso, mientras en las tertulias de la televisión se orquestaba un antejuicio mediático. Pasadas las elecciones, las denuncias fueron archivadas en tanto no tenían sustento alguno y el informe aludido en las denuncias no exhibía autor reconocido. En esas elecciones PODEMOS entró al Parlamento con 69 diputados, pero no logró su objetivo de superar al PSOE.

Luego de un largo proceso en el Tribunal Constitucional, el Estatuto de Autonomía de Catalunya fue severamente recortado respecto a lo que había aprobado el Congreso español. La derecha había perdido en la votación, pero tenía en el TC un último recurso que hacer valer. Era el año 2012 y esa sentencia inclinó definitivamente la balanza hacia una salida independentista en Catalunya, superando la etapa del autonomismo. El 1 de octubre tuvo lugar el referéndum de independencia y el Estado respondió con toda la violencia disponible, encarcelando a la mitad del Gobierno catalán y empujando al exilio a la otra mitad. La tramitación del juicio estuvo plagada de faltas graves a la imparcialidad y terminó con largas condenas. Distintos tribunales europeos que han recibido las solicitudes de captura de los exiliados, han rechazado esa pretensión debido a la falta de garantías de la justicia española. Hasta aquí, solo hay un sistema judicial heredero de la dictadura y de fuerte sello conservador. Pero cuando el gobierno PSOE otorgó los indultos (prerrogativa del Ejecutivo), como parte de la negociación con Catalunya, el Tribunal Supremo se apresuró a manifestar su disconformidad. De allí en más ha buscado terminar con la política de los gobiernos independentistas en Catalunya, actuando muchas veces de oficio o como parte de denuncias del tipo de las seguidas a PODEMOS. La constante es iniciar procesos que no tienen recorrido posible, pero que recogen y agitan medios de derecha y permiten un efecto político. La autonomía de estos aparatos de control es tal que, hace algunas semanas, al descubrirse que los políticos catalanes estaban siendo espiados por el CNI (Centro Nacional de Inteligencia), el Gobierno de España, principal sospechoso, señaló desconocer del tema, pero reconoció su gravedad. Frente a estas declaraciones el mismo CNI hizo trascender que estaba “muy disconforme” con la actitud del Gobierno (¡!).

El Estado Profundo

Ciertamente se puede manipular a la opinión pública. La aparición de los medios de comunicación inauguró una época. La guerra de Crimea y la independencia de Cuba son ejemplos primarios, pero la evolución de estas prácticas, junto a los regímenes de democracia liberal, ha mostrado grados de sofisticación cada vez mayores, lo que ciertamente afecta la calidad de las democracias, en tanto supone la manipulación y el condicionamiento de la voluntad popular.

El Estado ha cumplido una función clave en este proceso, elevando las cotas de conflicto con los poderes democráticos. Si bien en sus inicios necesitó recurrir frecuentemente a la fuerza para defender los “intereses permanentes de la nación” (como diría un buen golpista), con el paso de los años ha observado el fortalecimiento y profesionalización de sus cuadros, hasta el punto de haber generado una visión de sociedad y la identificación de sus intereses. El Estado Profundo es esa suma de dispositivos, algunos formales como son los aparatos judiciales y de orden público, y otros más oscuros, como es el caso de los servicios de seguridad o los medios reproductores de climas sociales adversos a las fuerzas democráticas.

El Estado Profundo es la prueba palmaria de que las contradicciones del capitalismo son irresolubles. También el hecho de ser el instrumento de dominación que denunciara Rosa Luxemburgo. Sin embargo, crecientemente se mueve y prospera en el campo de lo que Gramsci llamó la sociedad civil. En todos los casos y momentos busca cumplir el objetivo de “proteger” a la sociedad de sus “errores” que pueden hacer tambalear el orden establecido. Como SKYNET, nace para protegernos, hasta que se le acaba la paciencia.


[1] V.I. Lenin “El Estado y la revolución” Pg. 14 y ss. file:///Users/patricioescobar/Downloads/el-estado-y-la-revolucion.pdf

[2] Luxemburgo, R. (2002) “Reforma o revolución” Publicado y distribuido por Fundación Federico Engels. Pg. 49 y ss. https://www.fundacionfedericoengels.net/images/PDF/Reforma_o_revolucion.pdf

[3] OP. Cit. Pg. 42.

[4] Gramsci, A. (1999) “Cuadernos de la Cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Garratana” Ed. ERA, México. https://ses.unam.mx/docencia/2018I/Gramsci1975_CuadernosDeLaCarcel.pdf Pg. 138 y ss.

[5] Gigli Box, María Celeste. (2007) “Política y Estado en Max Weber”. IV Jornadas de Jóvenes Investigadores. Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires. https://www.aacademica.org/000-024/203.pdf

[6] Salazar S., F. (2006) “Teoría económica y Estado de Bienestar. Una Aproximación” Universidad de Cali https://www.redalyc.org/pdf/2250/225020344006.pdf

[7] https://cristinasaez.wordpress.com/2008/12/01/hearst-o-como-se-gesto-la-guerra-de-cuba/

[8] Zuboff, S. (2020) “El capitalismo de la vigilancia. La lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder” Ed. Paidós. Barcelona.

[9] Weber, M. (1993) “Economía y Sociedad” Ed. FCE, Madrid, España.

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