La libertad responsable, proclamada una y otra vez por el presidente uruguayo Luis Lacalle Pou, vuelve al ataque. El gobierno que él encabeza ha dado dos nuevos pasos en su rumbo de ultraliberalismo económico. El primero, la semana pasada, consistió en voltear por decreto el monopolio en el servicio de trasmisión de datos, que hasta ahora usufructuaba la empresa estatal de telecomunicaciones. El segundo, también mediante un decreto, fue la señal de largada para la llamada «reestructura del Estado», que básicamente consiste en su achicamiento.
El de las telecomunicaciones es un negocio suculento, que antes favorecía las cuentas públicas y que de aquí en más favorecerá a los propietarios de la principal empresa de televisión para abonados, que son también los dueños de los tres canales privados de televisión abierta que hay en Uruguay, y que son los dueños de muchas otras cosas (canales de TV en el interior del país, radios de AM y FM en todo el territorio, diarios, revistas y semanarios, grandes extensiones de tierras, cadenas de supermercados, etc.). A partir del decreto presidencial esos poderosos grupos económicos podrán brindar conexión a internet.

Esta medida está en sintonía con otras, como la concesión de la principal operativa en el puerto de Montevideo a la empresa belga Katoen Natie hasta el año 2081 (sí, sesenta años), el aval para que actores privados comiencen a trabajar en un plan de inversiones para el servicios de agua potable (otro monopolio del Estado a punto de caer), el proyecto de construir una isla artificial de 36 hectáreas frente a la ciudad de Montevideo para levantar sobre ella un conjunto de edificios de lujo, los intentos por imponer la libre importación de combustibles, los cambios en las ordenanzas financieras que provocan una disminución del control sobre flujos de dinero y lavado de activos, etc.
Los argumentos en cada caso son distintos y bastante heterodoxos, pero todos están precedidos por el concepto central de la libertad individual como bien supremo. El viejo neoliberalismo vuelve, con nuevos ropajes y viejas recetas, de la mano de un grupo de ultras que forman parte del actual gobierno. En el tema de las telecomunicaciones, la razón esgrimida es una sentencia de la Justicia del año 2016; en el del puerto, la «amenaza» [sic] de un juicio multimillonario contra el Estado; en el del proyecto de isla artificial, algo así como la modernización del país (?) y el posible monto de la supuesta inversión (??); en el caso de las desregulaciones financieras, la libertad de cada ciudadano para manejar sus dineros sin que el Estado tenga que entrometerse.
El hilo que une estas iniciativas es una visión general sobre la sociedad, de la que ya América Latina tiene amargas experiencias en el pasado, empezando por el Chile de Pinochet, que fue la cuna de aquel neoliberalismo implantado a sangre y fuego, que generó luego su réplica en otros países. La carcoma neoliberal tardó en manifestarse, pero lo hizo de manera explosiva en Chile, como lo había hecho en Gran Bretaña varios años después de que Margaret Thatcher se retirara de la vida pública, y más tarde en la España de los indignados.

En Uruguay ocurrió algo parecido. El padre del actual presidente encabezó el gobierno entre 1990 y 1995, y entonces emprendió una cruzada neoliberal y privatizadora que solo pudo concretar a medias, pero que dejó un tendal de daños civiles (familias empobrecidas, viviendas hipotecadas, empresas cerradas, trabajadores desocupados y marginados) con las consiguientes heridas, muy profundas, en toda la sociedad. Esas heridas provocaron a su vez nuevas catástrofes en los años siguientes, y demoraron mucho en cicatrizar. El resultado último de aquella agonía fue una rebelión a la uruguaya: en las urnas y con el voto. En 2004 la izquierda del Frente Amplio arrasó en los comicios, accedió al gobierno y lo mantuvo durante quince años, ganando tres elecciones presidenciales consecutivas.
Es verdad que la línea de gobierno de Lacalle Pou, el hijo de Lacalle Herrera, ha sido bastante clara desde antes de las elecciones, por lo que se puede argumentar que la ciudadanía votó a sabiendas la actual impronta. Pero eso tampoco es del todo cierto: la victoria fue obtenida por una coalición en la que no todos son ultras neoliberales. Y no se debe olvidar que las elecciones se celebraron antes de la pandemia de COVID, antes de la invasión rusa a Ucrania, antes de que la inflación alcanzara un 8, 6 por ciento en Estados Unidos y 8,1 en la Eurozona. El mundo cambió en un parpadeo, y no cambió para bien.
Por supuesto que, a raíz de esas condicionantes, la situación en Uruguay también cambió. Eso vuelve inexplicable que el plan de Lacalle Pou se mantenga sin modificaciones, que sus metas fiscales sean las mismas que hace 28 meses y que sus planes desreguladores sigan tan campantes. La inflación ha aumentado hasta límites inquietantes, como en todo el mundo. Las condiciones socioeconómicas se han deteriorado de manera notoria, como en todo el mundo. La cantidad de pobres se incrementó, como en todo el mundo. Sin embargo, mientras que en buena parte del mundo los Estados adoptan medidas urgentes para paliar esos dramas colectivos, en Uruguay la iniciativa se transfiere a agentes privados, tal como estaba previsto en 2019, antes de que todo cambiara.
La estrategia de esos ultras neoliberales que forman parte del gobierno consiste en lograr un achique en el presupuesto de las empresas estratégicas que son propiedad del Estado (agua, combustibles, telecomunicaciones, electricidad) con el argumento de sanear sus números financieros y operativos. La disminución presupuestal traerá aparejada una pérdida en la calidad de los servicios de esas empresas, una menor inversión en infraestructura y modernización, una obsolescencia inevitable y, muy probablemente, una migración de sus técnicos más calificados hacia otras área de la actividad en el ámbito privado. La debilidad resultante ha de abonar el terreno para que inversionistas extranjeros aborden de nuevo esos negocios (ya lo intentaron con Lacalle padre), que serán apetitosos bocados a rescatar de entre las ruinas estatales.

El último resultado electoral (hace apenas tres meses se celebró un referéndum para confirmar o derogar una ley) resultó favorable para Lacalle Pou, aunque por muy estrecho margen (1,2% de ventaja), igual que las elecciones presidenciales de 2019 (1,5% de ventaja y en una coalición de cinco partidos). Es bastante claro que, más allá de tiendas políticas, hay una división casi en mitades de la sociedad uruguaya. Sin embargo, el presidente no parece interpretar ese dato como un llamado a propiciar un diálogo que tenga carácter nacional y que aborde los graves problemas que ya se ven en el horizonte inmediato: violencia extrema, carestía de la vida, deterioro de la convivencia, conflictividad social.
Lo que se provoca con estas iniciativas (servicios portuarios principales entregados a una sola empresa extranjera, flujos financieros con escaso control, manejo del agua potable por privados, desmonopolización del negocio de trasmisión de datos, achicamiento del Estado) es un aumento de las distancias entre unos y otros, una profundización de la brecha social y un incremento de las desigualdades económicas. Acaso la metáfora perfecta de esa orientación política sea la isla que ahora se quiere construir frente a las costas de Montevideo: pequeñita, lujosa, modernísima, paradisíaca, exclusiva. Y, por sobre todas las cosas, artificial. Una isla artificial para un puñado de privilegiados. Los demás somos lo de menos.