Viejas virtudes. Por Mario Valdivia V

por La Nueva Mirada

De muy chico me enseñaron una norma moral básica: no denunciar ex post evento – delito o derrota – a los miembros de mi grupo, habiendo participado plenamente en él. No cumplirla era una de las peores vergüenzas imaginables. Una cobardía doble, por no actuar con valentía en el grupo, y tomar responsabilidad ex ante, y por escamotear esa cobardía culpando a otros con pretextos, ex post. Quizás eran otros tiempos, que reconocían virtudes y defectos morales, hoy demasiado conductuales para la sociología y la politología esquemáticas y racionalistas de moda. Las que entienden que cambiar consiste en girar de ideas, pronunciar otras palabras, cambiar de pizarrón, con una liviandad desarraigada de los compromisos adquiridos y las relaciones creadas por ellos.

Eran otros tiempos, pero igual me avergüenzan muchos próceres con micrófono y pluma de la convención que protegidos por el retorno al anonimato de los demás constituyentes, los culpan sin escrúpulos por la enormidad de la derrota en el plebiscito del 4 de septiembre. Más de alguno, endiosado como jurista de primera línea por la convención, que le permitió adquirir la notoriedad de un intelectual de alcance nacional, se refugia hoy en denunciar el maximalismo y afán revanchista de sus colegas que tanto lo elevaron, de lo que nunca se escandalizó con anterioridad. Otros optan por escribir libros de su experiencia constituyente, en los cuáles toman distancia de los demás, sus compañeras de convención, y alivianan solapadamente su responsabilidad con lo ocurrido. Otros más, en fin, intelectuales de nota que llamaron al apruebo en columnas de opinión y declaraciones públicas, un poquito asqueados del texto entregado por los convencionales, y que hasta el día de hoy guardan silencio, como si esa conducta super higiénica y ambigua no tuviera nada que ver con la derrota. Y dirigentes en el parlamento y en el gobierno, que explican lo ocurrido con la sutileza de un burro tocando piano, apuntando el ojo acusador hacia las convencionales y un proceso que alabaron sin queja en su momento.  La verdad es que en este plano pienso que hay que aplaudir de pie a los convencionales de a pie desaparecidas en el anonimato. Cuando menos se la jugaron por entero, sin cicatería ni doblez, y con valor, por lo que les pareció correcto. 

¿Y qué si la derrota de septiembre lo fue, más que nada, de esta forma de hacer política? ¿De esta manera oportunista y sin compromiso de “manejar” las demandas de la ciudadanía, dejándose elevar por ésta, pero manteniendo en privado reservas sobre su “maximalismo”, sus “excesos expresivos”, su “revanchismo”, su “ignorancia”, su “roterío”? Reservas y distancias que, a pesar de explicitarse solamente en reducidos cenáculos confidenciales, traslucieron por todos los poros desde el día primero de la convención; un claro anticipo de la desvergonzada vergüenza que infectaría todo lo que saliera mal. Cuando se llega al extremo de la ambigüedad sin espina dorsal de invitar a aprobar para reformar – aprobar lo hecho por las convencionales para rechazar lo hecho por las convencionales; escuchar las “demandas ciudadanas” sentándose en convencionales nunca reprobados ni advertidas con anterioridad – ¿quién quería apostar a esta clase de liderazgo político para conducir lo que seguiría? ¿No era obvio para mucha gente que era necesario enriquecer y rearticular la conducción política, en busca de darle más convicción y arraigo, más coraje y menos desvergüenza, para seguir con el proceso constitucional?  

Es lo que me pasó a mí. Aunque confieso que nunca imaginé que la diferencia sería tan grande.

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