Por F Kotermann
Se pedía a gritos y en Palacio no se escuchaba padre. El galeno Martínez, cada vez más sobrepasado por sus exigencias comenzó con un evidente stress que le hizo perder el escaso humor que mantenía con los días de agobio por el incremento de casos críticos y la saturación de equipos para infectados por el maldito coronavirus. Entre el equipo clínico, incluidas sus admiradas enfermeras y auxiliares, no podían cuadrar sus vivencias con los relatos cotidianos del ministro Mañalich, a quien Martínez comenzó a calificar de payaso ignorante. Algo inusitado en sus hábitos de trato, generalmente cordiales, pero “la medicina no es un juego para politiqueros arrogantes” sentenció anoche cuando nos despedimos.
Hoy miércoles espero verlo tarde en la noche a su regreso del largo turno en el hospital y conversaremos, lo que él aguante, sobre las medidas extremas adoptadas por el gobierno, de cuarentena total en toda la capital y alrededores. Asumo que la situación en el hospital ya no tiene vuelta atrás y se agudizará la crisis con las consecuencias imaginables que a estas alturas ninguna cuarentena podrá evitar.
Me cuesta procesar todos los cambios experimentados en los últimos meses, empezando por el entorno de nuestro barrio de Plaza de la Dignidad. Debo decir que siempre me pareció más que natural no sólo llamarla así sino además vivirla de una forma que ha ido cambiando al ritmo de la pandemia. Ciertamente el control policial ha contribuido al establecimiento de un orden extraño, un circular distinto, propio de hombres y mujeres tensos y abrumados por un transitar cotidiano donde las carencias se hacen sentir a flor de piel. No es orden ni respeto a la autoridad cada vez más absoluta que impera en el país, es malestar y rabia por un pasar cada vez más restringido y carente.
No es orden ni respeto a la autoridad cada vez más absoluta que impera en el país, es malestar y rabia por un pasar cada vez más restringido y carente.
Lo comenté con la chica del segundo piso – ella perdió la mayoría de sus alumnos particulares en clases de piano (oficio del que me ha contado entusiasmada, como conocedora de clásicos y no tantos que interpreta de maravillas) además de la suspensión de sus actividades en el colegio de Ñuñoa, algo que ya le quita el sueño – que se esmera en inventar alguna actividad pagada que le permita mantener el departamento y no tener que regresar, derrotada me dice, al alero familiar.
Mi correspondencia y contactos con amigos de Nueva York no hacen más que confirmarme que vivo un momento impensado por la magnitud de una crisis mayor que nos golpea en lo más íntimo. No se puede vivir sin reír al menos 10 minutos al día, ha sido para mí un principio salvador de sentimientos ingratos. Comentaba el domingo pasado con el doctor Martínez el efecto perverso que siento al no poder hacerlo. No soy yo, que me ponga más viejo y regañón, que podría ocurrir. Es que muy pocos, o ninguno de mis contertulios aquí y en el mundo están para sonrisitas.
No se puede vivir sin reír al menos 10 minutos al día
Ciertamente el encierro de la ciudad completa no es una buena noticia. Quizás la sonrisa sólo aparecerá si hago un giro en mis lecturas, algo que intentaré desde muy pronto. Sospecho que la ira que me provocan las infantiles cadenas televisivas de Mañalich y sus subalternos es algo extendido e inevitable.
Ciertamente el encierro de la ciudad completa no es una buena noticia.
Por ahora solo espero que en algunas horas la tertulia con el galeno Martínez me libere de esta sensación que me ha dejado el largo caminar por este cambiado barrio que respira malos aires bajo la aberrante política de Sebastián, a quién esta pandemia ha vuelto a dejar al desnudo en su egoísmo e improvisación imperdonable. Como dice el doctor han terminado siendo caras de palo.
Cuídense mucho. Mañalich no lo hará con ustedes.
Afectuosamente,
Frank Kotermann