Por F Kotermann
Mi vecino y contertulio, el apreciado galeno Martínez, se ríe porque me acostumbré a nombrarlo así cotidianamente. Me gusta que se ría porque tras sus consultas estos días su cara es inevitablemente sombría. Nada optimista sugiere respecto del futuro de la pandemia y sus efectos en el tipo de población más bien adulta mayor que atiende. Por tradición y doctrina el galeno es reservado y discreto respecto de sus pacientes, pero no exige mucho esfuerzo proyectar las propias inquietudes y reflexiones que acechan a un contemporáneo cercano a la edad de Martínez, léase el suscrito.
La experiencia y vínculos profesionales de mi vecino galeno lo transforman en una rica fuente de conocimiento del oficio de sanar dañados varios. Algo transformado en prioritario e indispensable entre las profesiones universitarias – la UC adelantó titulaciones – como nunca demandadas en estos meses de pandemia, que se prolongan sin proyecciones ciertas desde este otoño que quisiéramos alargado para eludir los escollos que traerá consigo el próximo invierno en los sectores más vulnerables del país que, recién ahora, descubren los que se satisfacen con sus cómodos metros cuadrados en la capital y la costa que algunos recorren en aviones privados, pese a quien le pese.
Martínez es de una generación anterior a Mañalich, el hombre del año, para bien o mal, según sea el ángulo desde donde se aprecie su rostro inmutable. Estudioso, como tantos de su oficio, cayó en gracia a Sebastián, cuando éste como accionista de la Clínica de Las Condes lo escogió como subordinado regalón, incondicional, al que ha debido soportarle más de algunas de sus extravagancias tan mal recibidas en el ámbito de los galenos. Pero Sebastián le debe mucho y apuesta en Mañalich para sobrepasar momentos rudos como los que crecerán a medida pase el buen clima.
Martínez es de una generación anterior a Mañalich, el hombre del año, para bien o mal, según sea el ángulo desde donde se aprecie su rostro inmutable.
Entre caras de palo se llevan bien y Sebastián ya está curado de espanto – en más de algo contribuyen las pastillas recetadas por Mañalich – y así sobrelleva episodios como el de su patético paseo por la Plaza de la Dignidad y el bochorno ante las manifestaciones de rechazo por parte de pobladores de Cerro Navia en su accidentada visita al nuevo Hospital Félix Bulnes, que se llovió bajo las primeras gotas que cayeron en la capital.
La cadena nacional diaria para escuchar las lecciones de Mañalich lo transforman en oráculo que marca la ruta mundial del acierto para enfrentar la pandemia. Cuando el galeno Martínez escucha las cifras de que se vanagloria el ministro estrella, mueve su cabeza y pareciera querer soplar preguntas a reporteros que, en limitadísimos minutos, intentan indagar algo más sobre certezas, selección comunal y evidentes vacíos que, ciertamente, no registran el acontecer en poblaciones populares difíciles de indagar con los recursos empleados.
La cadena nacional diaria para escuchar las lecciones de Mañalich lo transforman en oráculo que marca la ruta mundial del acierto para enfrentar la pandemia.
El encierro conlleva el peligro de la tontera, propia de una realidad supuestamente registrada por matinales de TV propicios para el lucimiento verbal de unos pocos escogidos en la farándula relatada como comedia y tragedia, con los mismos de siempre y algún espacio para colegas del galeno Martínez que aporten una sombra de seriedad.
Continúa la obligada condena de la cadena del inmutable Mañalich que nos intenta acostumbrar a que un centenar de fallecidos, sin nombre ni apellido, por lo general sin remedio posible según sus asertos científicos, continúan cuadrando con su insuperable trato a la pandemia. El galeno Martínez se toma la cabeza. Me apunta: “no hay salud” y yo trato de entenderlo…
Que tengan una sana semana,
Afectuosamente
Frank Kotermann