Por F Kotermann
El encierro puede ser insoportable o un obsequio bienvenido. Dependerá de las condiciones psicológicas de cada cual, a sus hábitos cotidianos, al estado de salud física o mental que, por cierto, inciden en la capacidad de resistir la prolongada cuarentena que experimenta buena parte del planeta, coronavirus mediante.
La experiencia es madre de la ciencia. Una certeza que, como todas, acepta de interpretaciones o manipulaciones. Baste ver cómo se las arregla Mañolich en sus reflexiones filosóficas para justificar silencios y desvaríos. Que Dios los pille confesados augura el galeno Martínez, que cada día se va transformando en un psicólogo de turno, no sólo para sus pacientes que lo desafían implacablemente por el celular sino para el resto de los encerrados del edificio. En realidad, el gran paciente termina siendo mi querido doctor.
Reconozco mi impaciencia y a pocos días de encierro, recibiendo información de cómo se vive el llamado Estado de Excepción en Las Condes, decidí virarme, por unos días, de mi querido barrio. Recurrí a las instrucciones oficiales y conté con mi permiso de cuatro horas, más que suficientes para caer como bienvenido allegado a la residencia de un querido contertulio que me acogió en su aislamiento a la espera más que prolongada de su familia de visita, aún, en Japón. En la comuna de Joaquín Lavín la vida es otra cosa, como me lo señaló graciosamente Adela en su último día de trabajo en la residencia de mi contertulio (no doy su nombre porque él me lo pidió por respetables razones) resignada a enclaustrarse en Puente Alto para cuidar a su madre constipada (confiemos se mejore).
Los que no se fueron a La Costa – son más que varios y nunca pensaron en volver, como se hizo creer por los medios, incluidos varios de la lista de contagiados de los que no se sabe padre, enojando al enmascarado Lavín (quién se lo iba a imaginar encapuchado) porque ciertamente aquellos continúan mirando el mar. Y de los en cuarentena ABC1, otros se ríen de los peces de colores, llegando al escándalo que obligó al cierre momentáneo del intocable Jumbo en Alto Las Condes, protagonizado por, nada menos, que una doctora (¿Mortis?).
Aquí arriba es otra cosa, poca angustia veo yo – protegido con mi fácil salvoconducto solicitado por Internet a Carabineros – cuando con mi elegante mascarilla ingreso al otro Jumbo de Las Condes, donde concurren, con algo menos de histeria que los primeros días, damas y varones bien cuidados – con manos lavaditas – que con sus carros repletos de mercaderías se apertrechan de lo imaginable para cualquier menú necesario en las próximas semanas que Mañolich pronostica como críticas.
Acá todo se asemeja a un tiempo de vacaciones inesperadas – puede que la procesión vaya por dentro – para los que se sintieron tranquilizados y más seguros con las últimas palabras de Sebastián (para variar mintió públicamente con la fecha de encargo de equipamiento clínico de primera urgencia). Lo peor está por venir, para los otros. Por algo las primeras medidas fueron destinadas a proteger a los que regresaban de alto turismo internacional, mientras los habitantes de la comuna defendida por Codina – donde reside Adela – se las arreglan como pueden…”no podemos parar la producción” advirtió Sebastián.
Cuando le narro mi buen pasar de estos días a Martínez, en nuestra charla telefónica a la hora del toque, el galeno vuelve a enfurecerse. Lo escucho gritar, sé que es su manera de protesta cotidiana mientras transitan las patrullas militares. He tomado estos días como un relajo, aunque convivir con la otra cara de la moneda también me aburre e irrita. Esta noche lo converso con mi hospitalario amigo más que consciente de lo que vivimos y se nos viene. Mañana temprano, con mi autorización correspondiente por 4 horas, caminaré de vuelta y me reencontraré con los de siempre para sobrevivir la cuarentena a mi manera. ¿Quién dijo que las clases sociales eran cuento añejo? ¿Le preguntaron a Codina?
Hasta la próxima.
Con afecto,
Frank Kotermann