Un té verde bien cargado. Un cuento de Odette Magnet

por La Nueva Mirada

Ahora que lo pienso mejor fue entonces que algo se cerró dentro de mí. Como quien baja la cortina del almacén. Con candado. O apaga la luz del dormitorio. A mí se me quitó el apetito. No tuve más hambre

No recuerdo cuándo tomé la decisión. Ni siquiera sé si fue una decisión. Un día, simplemente, dejé de comer. Desperté, como siempre, a las ocho de la mañana, sin despertador. Era a comienzos de diciembre y ya se advertía que el día sería caluroso. Abrí el ventanal de mi dormitorio, me alisé el pelo revuelto. Caminé hacia la cocina. Sentí la baldosa fría bajo mis pies. Me preparé una tetera de té verde, bien cargado, recogí el diario afuera, lanzado al antejardín entre los arbustos. Era de las pocas personas en el país que aún leía el diario de papel. Me senté a tomar el té y a leer el diario en la terraza frente a mi patio, modesto, pero bien cuidado, gracias a mi fiel jardinero. El pasto bien cortado, un rosal, un par de gomeros y una bugambilia fucsia, desenfadada. Usualmente comía un par de tostadas con alguna mermelada o una fruta, un kiwi o una pera de agua. Pero a partir de ese día no volvería a comer.

Llevaba seis meses de luto, encerrado por la desolación y la pandemia. Mi única hija Elvira había muerto en pleno invierno por el Covid y, además, por un cáncer pulmonar que no la soltó durante dos años, sin compasión alguna. Tenía 40 y dejaba a su esposo con dos hijos pequeños, casi tan bellos como su madre. Nunca lloré una lágrima, como si no supiera que existía el llanto. Tampoco fue una decisión. Quedé seco. Vacío, como una pieza con eco. Pero se me cayó mucho pelo. Lo fui recogiendo por la noche, en el baño, los pasillos, sobre mi almohada, hebras muertas, patéticas, nidos de tristeza, como huella inequívoca del desamparo que me consumía. Ahora que lo pienso mejor fue entonces que algo se cerró dentro de mí. Como quien baja la cortina del almacén. Con candado. O apaga la luz del dormitorio. A mí se me quitó el apetito. No tuve más hambre. Y yo nunca he comido sin hambre. Tomaba mi té verde cargado al desayuno y varias otras tazas durante el día. No me lo propuse, ni siquiera tuve conciencia de ello al comienzo. Al cabo de dos semanas, me di cuenta de que había perdido varios kilos, la ropa me quedaba más holgada. En un principio me pareció una buena idea, estaba con sobrepeso. Me sentía débil y con un forado en el estómago, pero no podía tragar.

Mi esposa Amanda había muerto muchos años antes por una depresión severa. No sé cómo entró en ella. He buscado pistas, he revisado sus días, los meses previos, pero no encuentros señales. No tengo respuestas al torbellino de preguntas que hasta hoy me quita el sueño. A falta de hambre bueno es el insomnio. Sólo sé que un día, por intentar precisar algo, un momento, entró en un túnel oscuro, un pozo profundo, un estado de ensimismamiento que no dio espacio al aire, la luz, la compañía. Hablaba en monosílabas, en susurros. Lo más largo que me dijo fue que en ella habitaban voces. Afortunadamente, Elvira ya no estaba con nosotros. Vivía con unas amigas y estudiaba arquitectura en su primer año de universidad, lejos. Durante meses, al despertar, me dijo que quería partir, que la ayudara no a vivir sino a morir, que estaba cansada, que no la retuviera más. Me resistí mucho tiempo, pero, finalmente, cedí. Lo que tú quieras, le dije, y le di un beso en la frente. Recuerdo que tenía la piel seca, como un pedazo de cuero curtido. Los ojos apagados, los labios finos, dos líneas mal trazadas. Boté el contenido de los cinco frascos de remedios que tomaba, y todas las mañanas, durante tres meses, le di un largo baño de tina con sus sales y velas predilectas, la cubrí con una crema de almendras, la vestí según sus indicaciones, le serví el desayuno, el almuerzo y la cena, y la senté en su sillón, frente a la bugambilia que ella había criado y mimado. El médico que la trataba dejó de llamar. Y ella no preguntó más por su hija.

Hasta que una noche sentí que Amanda me remecía un hombro y me decía, en un hilo de voz, hay algo que te quiero decir antes de irme, y no me interrumpas. Estoy lista, todo está en orden, quiero un funeral sencillo y nada de obituarios, ninguna de esas cursilerías. Cuida a Elvira, ya sé que es una mujer hecha y derecha, pero es nuestra única hija. No la abandones, dile que la quise mucho pero no supe cómo decírselo. Se incorporó en la cama, carraspeó suavemente y me dijo gracias por todo lo que me diste, por tus cuidados, tuvimos una vida interesante, pero aún te quedan muchos años por delante y debes aprovechar cada minuto. Quise decirle que se callara, que descansara, pero me dijo tú me sermoneaste durante harto tiempo, ahora me toca a mí, quiero que te cases de nuevo si quieres, no tengo problema, pero no con una cualquiera, oíste. Sigue con tu vida, no tengas pena por mí, estaré bien, más feliz que acá. Hizo una mueca parecida a una sonrisa. No dijo nada más. Echó la cabeza hacia atrás, retiró el almohadón debajo de la nuca y se subió la ropa de cama hasta el cuello. Cerró los ojos. Minutos después su respiración regular indicaba que dormía.

Al día siguiente, cuando desperté, estaba muerta.

La gente podrá decir tanta tragedia, tanto dolor. No es real, nunca tan mala suerte. Pero usted, doctor, sabe mejor que nadie que la vida es así. Estas cosas suceden y a la gente común y corriente como uno. Nadie persigue o inventa la pena profunda, la pérdida irreparable. Más bien todos le hacemos el quite. Yo soñaba con una vida feliz. Plenamente feliz. No fue así. Ya no fue. La muerte, con su sombra larga y flaca, siguió mis pasos por años. Pero ahora ni siquiera le temo, a los 80, solo, insomne, calvo, con la carne flácida que me cuelga en capas como trapos tendidos al sol. Un viejo lastimoso y anoréxico, que camina con bastón. Sin propósito en la vida, con el alma cargada de culpa porque yo debería estar muerto y mi Elvira viva. Tenía una bella familia, una carrera brillante, colmada de talentos, con el futuro a sus pies. El Covid fue la guinda de la torta, se despachó en un par de días. No pude ni verla, clínica privada y todo, no sirvió de nada. Esta semana estaría de cumpleaños. ¿Cómo te fuiste sin mi permiso?  ¡Cómo te atreves!, te grité, pegado al vidrio que nos separaba en esa sala de la clínica. Le prometí a su madre que la cuidaría, que no la dejaría sola. Le fallé. Miserablemente. No sé cómo se contagió, y ya qué importa. Por eso estoy aquí, doctor, para que me devuelva el apetito y la esperanza, para que me libere de esta tremenda culpa, para que me absuelva de mis pecados como si fuera un cura, y no voy a ver a uno porque los odio a todos, pedófilos de mierda. Se me acaban las fuerzas, no me queda mucho tiempo. La vida me arrebató mi mayor orgullo y ya no tengo nada que perder. Hasta el miedo me quitaron. Sólo quiero sentarme de nuevo frente a la bugambilia con mi taza de té verde bien cargado. Y con hambre.

También te puede interesar

3 comments

Oriana Zorrilla junio 10, 2021 - 2:29 pm

Fantástico, desgarrador como la vida misma!!!

Reply
Ximenaxira Miranda junio 10, 2021 - 2:30 pm

Conmovida por el relato de Odette, que es capaz de hacernos sentir el dolor y trizteza de ese hombe frente a la perdida de su hija a quien no pudo ni siquiera cuidar como lo hizo con su mujer.
El relato de la perdida, es muy profundo y lo poco que pide es lo mas dificil. Volver a tener la fuerza para disfrutar su taza de te verde en viejo jardin..

Reply
Norah Valverde junio 13, 2021 - 12:38 pm

Parece nada más que un cuento, pero no es así, Odette tiene la magia de transportarnos y sentir la triste realidad, muchos ancianos solos, muchos jóvenes con cáncer, la depresión es muy común en estos tiempos y el Covid-19 que nos enseño la fragilidad de la vida. Muchos veces sólo queremos un té verde bien cargado.
¡Felicitaciones Odette!

Reply

Responder a Oriana Zorrilla Cancel Reply