No hay desarrollo sin diversificación productiva.

por Roberto Pizarro Hofer

Desde la dictadura militar, y luego con el retorno a la democracia, la apertura radical al mundo ha sido el componente más importante de la estrategia de crecimiento de Chile.

La apertura económica se ha hecho efectiva gracias a la decisión unilateral de las autoridades de reducir las restricciones al comercio, otorgar el mismo trato al capital extranjero que el nacional y facilitar los flujos del capital financiero. Pero, sobre todo a partir del retorno a la democracia, desde 1990 en adelante, la globalización de la economía ha tenido en los acuerdos de libre comercio su soporte más importante.

Pero al igual que en el pasado, descrito por Aníbal Pinto[1], la apertura de la economía, sin regulación alguna, no ha sido acompañada de una diversificación de su estructura productiva ni de las exportaciones. En efecto, de cada US$100 que el país vende al mercado global, US$90 son materias primas en bruto o con escasa transformación, provenientes de los sectores mineros, forestal, pesca y agricultura.

La frágil matriz productiva ha afectado negativamente la economía. El PIB potencial se ha reducido, la productividad cae desde hace más de una década y la competitividad internacional también ha disminuido.

Al igual que en la época del auge salitrero, el crecimiento económico y los recursos generados por el sector externo no se han aprovechado en diversificar la estructura productiva. Vivimos de la naturaleza, del extractivismo, con inmensos costos económicos, sociales y medioambientales.

Ya en el año 2008, el economista Michael Porter, decía a economistas y políticos chilenos: «Estoy preocupado por Chile. Cada vez que vengo hay más tratados de libre comercio, pero no hay nada nuevo que vender» (CIPER).

Los recursos naturales, que produce y exporta Chile, se están convirtiendo en un cuello de botella. Aunque son un negocio de altas ganancias para una minoría de grandes empresarios, nacionales y extranjeros, estrechan la frontera productiva de la economía y su beneficio no se difunde al resto de la sociedad. En efecto, la diminución del crecimiento no es coyuntural, sino tiene un carácter secular: 7,4% entre 1990-1997, en el periodo 1999-2007 fue 4,4% y ahora, en 2014-2018 solo de 2,2%.

La exportación de recursos naturales es frágil frente a los cambios en la demanda internacional. Y, lo que es peor, priva a la economía de la posibilidad de generar encadenamientos que potencien el desarrollo de nuevas capacidades productivas en el plano interno. Tampoco ayuda a la creación de empleo y, cuando lo hace, ese empleo se caracteriza por su precariedad.

Mientras se sobreexplotan las riquezas no renovables, y sus beneficios se concentran en una minoría empresarial que los produce y exporta, el medio ambiente se ha visto crecientemente afectado. El agua es hoy un recurso dramáticamente escaso, especialmente en las zonas mineras, dónde es utilizada abundantemente para las faenas productivas. La sobrepesca industrial ha provocado el colapso de los principales recursos marinos. El arrasamiento del bosque nativo ha estado acompañado de un aumento en las plantaciones forestales exóticas, especialmente pino y eucalipto.

La matriz productiva existente es la que impide mejorar la productividad y la competitividad internacional. Agregar valor a los recursos naturales, procesar bienes o generar servicios avanzados es más complejo, exige una creciente innovación e incorporación de nuevas tecnologías. Además, requiere una fuerza de trabajo más calificada y por tanto la elevación de su calidad para el conjunto de la sociedad.

Con la estructura productiva actual al sector privado no le interesa invertir en ciencia y tecnología. Y, el Estado, tampoco lo hace. Evidencia de ello es un presupuesto público que destina apenas de un 0,40% del PIB para la ciencia y tecnología, mientras en la OCDE es de 2,5%.

Por otra parte, el Estado no se siente obligado a enfrentar las desigualdades en la calidad en la educación, porque no resulta indispensable para el modelo productivo existente. De allí que los salarios sean muy bajos en Chile. Y, por cierto, para transformar la matriz productiva se requiere enfrentar la heterogeneidad económica entre empresas grandes y pequeñas para lo cual no existen políticas públicas como tampoco para reducir las desigualdades entre los distintos territorios del país.

En suma, para potenciar la economía a mediano y largo plazo e ingresar al desarrollo es insoslayable caminar más allá de la producción de recursos naturales, como lo señala destacado economista coreano de Cambridge, Ha Joon Chang [2]

 “La esencia del desarrollo económico es impulsar industrias no vinculadas con recursos naturales. ¿Por qué Japón produce autos, Finlandia teléfonos celulares o Corea acero? Porque las ventajas se crean”

Incluso el ex ministro de Hacienda, Felipe Larraín, en un estudio del año 2000, junto a los economistas Sachs y Warner, confirma esta tesis:

“Chile no se ha integrado a la economía mundial como un innovador independiente o como generador de tecnologías de vanguardia, sino como un proveedor de unos pocos recursos naturales. Y……estos sectores son insuficientes para impulsar a Chile hacia una etapa de elevado crecimiento del ingreso. Chile tendrá que diversificar su base exportadora o es altamente probable que experimente una caída en su crecimiento.”[3]

A pesar de estos señalamientos no ha sido posible introducir cambios sustantivos en la economía chilena. Los anuncios de mediados de los noventa para avanzar una segunda fase exportadora o, a finales del gobierno Bachelet, de agregar valor a los productos, mediante una estrategia de clusters, no se han materializado. Han sido retórica, se han quedado en las palabras.

¿Por qué no hay transformación productiva? Porque la clase política y sus economistas están convencidos que el mercado no puede ser intervenido: es el supremo hacedor. Y, quizás más importante, sobre todo en años reciente, ha sido la subordinación de los políticos al gran empresariado; a cambio de dinero para campañas políticas ha conseguido imponer leyes y decretos a su favor, que aseguren la permanencia de sus negocios; es decir ha obligado a que se garanticen sus negocios rentistas.

Así las cosas, ni el crecimiento fundado en las materias primas ni la radical apertura al mundo han abierto camino al desarrollo de Chile. Lo señalaba Aníbal Pinto hace décadas atrás. La matriz productiva-exportadora de recursos naturales limita el desarrollo y es además la base material de las desigualdades. Es inocultable. Chile nuevamente ha visto frustrado su desarrollo.

Las esperanzas de la ciudadanía están hoy día fundadas en una propuesta de transformaciones, con un nuevo gobierno, que erradique el neoliberalismo en lo político, económico y social, con una nueva matriz productiva-exportadora, centrada en la industria, el conocimiento, la ciencia y las nuevas tecnologías.


[1]  Aníbal Pinto, Chile, Un caso de Desarrollo Frustrado, Editorial Universidad de Santiago, 1996.

[2] Ha-Joon Chang, entrevista en Página 12, 20 noviembre 2010.

[3] Larraín, Sachs y Warner, A Structural Analysis of Chile’s Long Term Growth: History, Prospects and Policy Implications, paper, 2000. Universidad de Harvard.

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1 comment

Horacio Larraín Landaeta octubre 8, 2021 - 9:01 pm

Excelente artículo. Ciertamente, la extracción, la deforestación indiscriminada, la explotación de la riqueza marítima, sin ninguna consideración hacia el daño ambiental, no dan pan para hoy. Para mañana: sólo hambre y pobreza.

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