Las rebajas de impuestos de última hora. Por Gonzalo Martner

por La Nueva Mirada

La ley del impuesto a los super ricos, cuyo articulado sobre el tema no fue aprobado en la Cámara de Diputados,  pasó al Senado con el apoyo de la derecha y otros sectores con indicaciones que buscan una rebaja temporal del IVA a diversos bienes y del impuesto a los combustibles.

En esto la derecha sigue siendo invariablemente fiel al principio establecido por Milton Friedman, según el cual toda ocasión de rebajar impuestos es buena y que el Estado debe intervenir lo menos posible en la economía. Solo debe mantenerse la política monetaria y un Estado gendarme que no garantice derechos sociales o diversifique y desconcentre la economía. El mercado se encargaría de generar prosperidad y su chorreo permitiría subir a todos al carro del progreso. Este modo de pensar es el que llevó a Chile al estancamiento en la última década, a la continua dependencia de la producción de materias primas, a la sobre explotación de los recursos naturales y a una de las mayores desigualdades de ingreso y patrimonio en el mundo.

Bajar el IVA en algunos bienes esenciales tiene una buena presentación y seguramente reunirá múltiples simpatías. De ahí que la derecha lo proponga, arrastrando a algunos representantes políticos dispuestos a apoyar todo lo que aparezca como popular. Pero ocurre que por la concentración del consumo, el IVA es pagado esencialmente por el 40% de más altos ingresos de la población (aunque los más pobres pagan proporcionalmente más respecto a su ingreso, pues no tienen capacidad de ahorro). Su baja parcial tendría un escaso impacto en los precios en los mercados poco competitivos (la gran mayoría) y tendría el efecto de aumentar las utilidades empresariales.

La experiencia con la rebaja del IVA del 20 al 16% de Buchi en 1988 fue que no se disminuyó el costo de los bienes para los consumidores (lo que se reflejó en las cifras de inflación), se aumentaron las rentabilidades y se lesionó la capacidad fiscal del Estado. Es mucho mejor recaudar de manera general (sin perjuicio de establecer excepcionalmente diferenciaciones de algunas tasas de IVA hacia arriba y hacia abajo con un efecto neutro en la recaudación total, además de eliminar la exención a la construcción, al transporte y a diversos servicios) y redistribuir lo recaudado a través de los programas de suplementación universal de los ingresos familiares (pensión básica, asignación familiar, ingresos de emergencia), cuyo impacto proporcional en los ingresos de la población más pobre es sustancial. Es una manera de devolver el IVA pagado por las personas de menos ingresos mucho más eficaz y permitirá disminuir la desigualdad distributiva.

Lo que no se debe hacer es disminuir la capacidad recaudatoria de un Estado que necesita más que nunca ampliar sus capacidades sanitarias y de redistribución social. Desde marzo próximo deberá ser reforzada, pero con una reforma tributaria basada en el impuesto a los patrimonios, herencias e ingresos más altos, en el impuesto a las ganancias de capital y a las transacciones financieras, en el royalty minero y en el fin de las exenciones injustificadas.

La postura de bajar el impuesto a los combustibles tiene una argumentación adicional por parte de la derecha: este impuesto que se creó después del terremoto de 1985 para reconstruir infraestructuras ya no se justificaría. Esto es una falacia. El impuesto especial a los combustibles existe en todas partes del mundo y nada tiene que ver con terremotos. En Chile dejó hace rato de tener que ver con algo que ocurrió en 1985. Se justifica para encarecer los combustibles fósiles, desincentivar el excesivo uso del automóvil individual y disminuir así las emisiones de gases con efecto invernadero frente a la amenaza inminente del cambio climático y sus consecuencias catastróficas (se está ya cerca de llegar a un aumento de 1,5% de la temperatura promedio en el mundo). Y se justifica para recaudar recursos que permitan transitar rápidamente a la electromovilidad y disminuir la contaminación que provoca graves problemas de salud en nuestras ciudades. La actual red de metro de Santiago no existiría sin este impuesto. La transición a energías renovables que reemplacen los motores a combustión basados en petróleo y derivados es una responsabilidad crucial con las nuevas generaciones. La menor recaudación de US$ 1.000 millones que según el SII provocaría la rebaja propuesta, permitiría, por ejemplo, comprar 2.200 buses eléctricos con su infraestructura de carga.

Esta semana se debatirá el mencionado proyecto de ley, que rebaja en un 50% el impuesto específico a las gasolinas automotrices y petróleo diésel durante la vigencia de un estado de excepción constitucional o una calamidad pública. Un estudio de Alejandro Tirachini, expuesto en la comisión de Hacienda, sostiene que el menor impuesto «no llegaría completo al consumidor, porque las distribuidoras no están obligadas a traspasarlo al precio» y que en un año el quintil de más altos ingresos recibiría por la rebaja unos US$ 413 millones, mientras que los primeros deciles, los más pobres, obtendrían US$ 26 millones. La razón es que el decil más rico consume 24 veces más gasolina que el decil más vulnerable y seis veces más que el de ingresos medios.

El uso de la demagogia para ganar popularidad no pone por delante los intereses colectivos ni menos el de las futuras generaciones y por eso estas rebajas de impuestos deben ser rechazadas.

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