En poco menos de un mes, el gobierno de Nayib Bukele ha generado noticias que, por su severidad, trascendieron internacionalmente. En la noche del 18 de mayo, fue detenida la internacionalmente prestigiosa abogada Ruth López, personera de la principal entidad no gubernamental de defensa de los derechos humanos y denuncia de la corrupción en El Salvador, quien ha dirigido investigaciones sobre eventuales actos gubernamentales contrarios a la probidad. Su detención sigue a la de otros activistas de derechos humanos y, en la misma semana, por primera vez en su mandato, Bukele dispuso que tropas del ejército reprimiesen una manifestación de campesinos inermes, pese a que los acuerdos de paz de 1992 lo prohíben.
Simultáneamente, imitando a la tiranía Ortega-Murillo, la Asamblea Legislativa, bajo control del presidente, aprobó una ley que confiere a éste, a discreción, otorgar o denegar autorización para la actuación de alrededor de ocho mil organizaciones de derechos humanos, religiosas, educacionales y medios de comunicación, a la vez que contempla la retención del 30% de los ingresos que esas entidades reciben de la cooperación internacional. La nueva normativa fue bautizada con el sugestivo título de Ley de Agentes Extranjeros.

En este mismo trimestre, sin importar el escándalo internacional causado por el encierro del ciudadano salvadoreño Kilmar Abrego en la mega cárcel denominada Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), luego de que el gobierno de Trump hubiese reconocido haberlo deportado por error y que la Corte Suprema estadounidense se pronunciase por su retorno a los Estados Unidos, el gobierno de Bukele lo mantiene en prisión sin cargos ni proceso judicial. El caso de Abrego fue el prolegómeno del acuerdo entre Bukele y Trump, para el encierro en la misma cárcel, renombrada por sus inhumanas condiciones de reclusión, de cientos de deportados que no cometieron delitos sino, en algunos casos, solamente infracción administrativa a la legislación migratoria estadounidense. El gobierno estadounidense, luego de aplicar la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798, mintió al sostener que los deportados forman parte del Tren de Aragua o de la pandilla salvadoreña MS-13 y Bukele sabía que era falso, pues la mayoría carecen de orden o proceso judicial y son personas sin antecedentes penales, algunas de las cuales, según un pormenorizado informe del prestigioso Instituto CATO, ingresaron legalmente a territorio norteamericano, trabajaban regularmente y “no violaron ninguna ley migratoria”[1]. El acuerdo Trump-Bukele contiene todos los elementos de las figuras criminales del secuestro y del tráfico internacional ilícito de personas.
La serie de barbaridades jurídicas descrita pone en evidencia la deriva dictatorial del populismo de Bukele, cuya actual estrategia política hacia la concentración personal del poder no se dirige solamente a castigar y vejar a los integrantes de las maras sino a reprimir la disidencia social, incluidos los medios de comunicación, ejerciendo arbitrariamente su dominio sobre el sistema punitivo estatal. Tal concentración personal del poder, lograda tras asegurar la docilidad de los demás poderes del Estado y la ausencia de oposición política relevante, denota que El Salvador ya no es una democracia representativa, sino que transita hacia una dictadura personalista que, en términos aristotélicos, puede desembocar en tiranía.
Este desenlace es fruto de una evolución que, como lo enseñan tantas experiencias históricas, ha contado con la ingenua aceptación de una población confiada en que solo los criminales serían objeto de la mano dura de Bukele, repitiéndose la vivencia manifestada por el afamado poema atribuido a Bertolt Brecht, cuyo protagonista comienza diciendo que primero se llevaron a los comunistas, pero a mí no me importó porque yo no lo era, hasta concluir que ahora me llevan a mí, pero ya es demasiado tarde.

La historia ya registrada de Bukele nos habla de un alcalde de Nuevo Cuscatlán, elegido en 2012 como representante del guerrillero FMLN, al que pertenecía desde los 20 años, que fue luego elevado a la alcaldía de San Salvador en 2015 y, a poco andar, rompió con su movimiento y creó un nuevo partido, de corte personalista[2], precedido por críticas “izquierdistas” al gobierno de Mauricio Funes por “no realizar cambios estructurales”[3].
Elegido Presidente, con mayoría absoluta, en la primera vuelta de los comicios de 2019, el inicio de su gobierno destacó por la ejecución de programas sociales deficitarios de carácter populista, que contemplaban subsidios en alimentos, dinero en efectivo o en bitcoin, los cuales le depararon en corto plazo altos niveles de popularidad. Pero su empeño central consistió en ejercer una intimidatoria y exitosa ofensiva contra los demás poderes del estado, para lograr su docilidad. El primer hito de esta acometida fue, en 2020, el asalto de militares al parlamento, bajo amenaza de su disolución, usurpando Bukele el asiento del presidente de la Asamblea Legislativa, desde donde elevó una oración, con la lograda finalidad de que se aprobase el presupuesto extraordinario para el combate al crimen organizado. Un segundo jalón fue alzado por Bukele en 2021, al utilizar la aplastante mayoría parlamentaria, recientemente obtenida, para destituir a los jueces de la sala constitucional de la Corte Suprema y al Fiscal General de la República. Los nuevos ministros del tribunal máximo reinterpretaron la Constitución, para hacer posible la futura reelección de Bukele, prohibida por la carta fundamental, y facilitaron al gobernante una extendida purga de jueces incómodos. Por su parte, el nuevo fiscal general siguió obsecuentemente las directrices persecutorias de Bukele contra sus adversarios, incluso levantando cargos absurdos, como el de “sustracción de las arcas del Estado” que se imputa a Ruth López. En 2024, luego de consolidar el control del órgano legislativo y de la mayoría de la Corte Suprema, en un proceso altamente objetado Bukele logró su reelección por un 84.65% de los sufragios, según el Tribunal Supremo electoral, un porcentaje que históricamente obtienen los dictadores.
En el intertanto de estos acontecimientos históricos, merced a medidas populistas y a la propaganda contra la corrupción, Bukele también fue exitoso en lograr el debilitamiento extremo de los dos grandes partidos que dominaron la política durante un cuarto de siglo. La secuela institucional ha sido el debilitamiento de la división de funciones del Estado y de los contrapesos al Ejecutivo, para allanar el camino a la concentración personal de un poder presidencial liberado de responsabilidades políticas, algunos de cuyos síntomas devienen en actos de nepotismo. En suma, tal como ha ocurrido en Nicaragua, el gobierno de Nayib Bukele adquiere progresivamente el carácter de una dictadura que promete ser tiranía impune.

Sería irreflexivo desestimar el grave contexto previo al advenimiento de Bukele, el cual funcionó como detonante del proceso hacia el autoritarismo populista. Por dos décadas, El Salvador era un país sometido a la violencia y las extorsiones de las maras, que ocupaban territorios y tenían en vilo la vida y la seguridad de las familias salvadoreñas, con especial afectación de niñas, niños y adolescentes, muchos de los cuales, especialmente en los estratos más desposeídos, eran captados por los grupos criminales. Debido a la omisión, por el Estado, de su deber general de garantía, El Salvador sufría una sistemática vulneración de los derechos humanos que se manifestaba, ya en 2015, en la tasa de homicidios más alta del mundo, con 106,3 homicidios por cada 100.000 habitantes.
Es incontrovertible que los gobiernos en funciones, con posterioridad al enfrentamiento armado interno, no supieron emprender con la inteligencia y la decisión necesarias el combate al crimen organizado. También es irrefutable que las iniciativas de persecución penal de Bukele han sido cuantitativamente exitosas. Tanto el Plan de Control Territorial, de 2019, como la denominada guerra contra las pandillas, a partir del estado de excepción constitucional que rige desde marzo de 2022 y se acerca a su cuadragésima renovación, han derivado, según datos no desmentidos de la Fiscalía General, en una disminución formidable de las tasas de homicidio por cada cien mil habitantes, desde 106,3 en 2015 a 1,9 en 2024 -la más baja de Latinoamérica. También, se ha obtenido la radical reducción de los demás delitos, de modo que El Salvador es hoy uno de los países americanos con menores índices de criminalidad.
Es natural que una ofensiva represiva de tal magnitud, con más de ochenta y cuatro mil personas encarceladas[4] en un país de seis millones de habitantes, golpease con fuerza a los grupos delictuales y provocase su virtual desarticulación, pero también lo es que miles de nuevas víctimas, en un alto porcentaje menores de edad[5], debieron sufrir las consecuencias de la violenta agresión antijurídica, cuyo victimario es ahora el Estado. El “éxito” de Bukele ha significado un elevadísimo costo en materia de derechos fundamentales, no solo de los miembros de las pandillas y colaboradores suyos sino también de una cantidad creciente de personas sin participación en las maras. Millares de detenciones arbitrarias -en su gran mayoría de jóvenes de los barrios pobres-, la ineficacia del habeas corpus, la prolongación indefinida de prisiones preventivas, sistemáticas violaciones al debido proceso, especialmente el derecho a la defensa, cuantiosas evidencias de tortura[6], más de cuatrocientas muertes en prisión[7] e, incluso, algunas desapariciones forzadas dan cuesta de ese odioso costo.
El resultado “político” del proceso que comenzó con medidas de populismo social a las que siguió el populismo penal es el reforzamiento del respaldo ciudadano al presidente Bukele, que alcanza sobre un 80%, lo cual le permite continuar despejando todo obstáculo, no ya criminal sino de legítimo origen social, que se interponga a su proyecto personal de disponer de un poder sin contrapeso, es decir, la dictadura. Para la población, no importan los excesos ni el daño a la democracia, sino tener al frente a un hombre que ha sido capaz de resolver mediante la fuerza el que, según “la voz de las encuestas”, aún se considera principal problema nacional, la seguridad ciudadana.

Con todo, hay un detalle sobre el que las encuestas no consultan a la población, pues recae en una conducta no reconocida por Bukele pero que, a estas alturas, se encuentra acreditada. Primero fue El Faro, principal periódico digital salvadoreño, pero luego múltiples fuentes documentales, incluso del Departamento de Justicia de los Estados Unidos, que dieron cuenta, en 2020, de negociaciones entre el gobierno y líderes de las maras en prisión, que arribaron a un acuerdo en virtud del cual las pandillas prometieron- y cumplieron- reducir su accionar homicida[8]. Bukele, el gran persecutor, puso cuidado en ocultar esta faceta mafiosa y, por ello, persiguió a los abogados que investigaban aquellas tratativas obligándolos a exiliarse, destituyó al fiscal general Raúl Melara, que encabezaba la investigación, y logró purgar del órgano judicial a los jueces que no le merecían confianza. El pacto con los criminales parece haber sido la causa principal del brusco descenso de los homicidios al inicio de la actual década que, sin embargo, fue dramáticamente revertido por las maras en marzo de 2022, con 87 asesinatos cometidos en tres días, los cuales demostraron que la represión no había sido la razón primordial del declive temprano de las tasas de criminalidad.

Este quiebre activó el establecimiento del estado de excepción constitucional vigente durante más de tres años y cuyas consecuencias, como se ha podido verificar, las está pagando gran parte de la población pacífica y observante de la ley. Aun así, no es posible sostener que el rompimiento de Bukele con las pandillas haya sido definitivo, puesto que recientemente el gobierno liberó secretamente al líder de las maras Carlos Cartagena López, Charli, quien, en entrevista a El Faro, dio cuenta de sus negociaciones con el gobierno[9]. Es más, actualmente, la fiscalía de Nueva York incoa una investigación contra trece líderes de las maras respecto de los cuales confirma que negociaron con Bukele entre 2019 y 2021, pese a lo cual el gobierno de Trump ha comenzado a solicitar el levantamiento de los cargos[10]. No son de extrañar, entonces, las sospechas de que el acuerdo celebrado con Trump, para encerrar deportados en la mega cárcel, haya sido celebrado, por Bukele, a cambio de la devolución a El Salvador de líderes pandilleros que debiesen declarar ante el tribunal neoyorkino sobre sus negociaciones.

La deriva dictatorial de Bukele, dramáticamente manifestada en este mes de mayo de 2025, indica que su principal objetivo no es el combate al crimen sino acopiar poder personal sin respeto al estado de Derecho y mediante la violencia indiscriminada contra quienes disienten o le acusan. Para hacerlo, Bukele se vale del evidente respaldo popular hacia su figura, por una población que pareciera haber olvidado la huella de monseñor Oscar Arnulfo Romero, asesinado hace cuarenta y cinco años, y de los seis jesuitas masacrados en 1989, emblemas de las graves violaciones de derechos humanos perpetradas por el ejército, en el contexto del enfrentamiento armado que concluyó en 1992, con los Acuerdos de Paz de Chapultepec.

Del mismo modo que la amnesia popular, es justo sopesar la pobreza estructural que afecta a la población salvadoreña y que puede señalarse como una de las causas no reconocidas de la violencia criminal. Desde que, en 1990, Bukele asumiese el gobierno y adoptase iniciales medidas populistas, la tasa de pobreza ha aumentado en más de cuatro puntos, con casi dos de los seis millones de salvadoreños (un 30.3% de la población) en tal condición, de los cuales cerca de seiscientos mil viven en la extrema pobreza[11], sin perspectivas de mejoramiento, entre otros motivos, debido a la tasa de 69.1% de informalidad laboral[12]. Contumazmente, durante el gobierno de Bukele, los ingresos de la población más pobre han descendido y la cuarta parte de los hogares vive de las remesas enviadas por familiares desde el extranjero. Asimismo, la desigualdad estructural no ha disminuido, de modo que si en 2019, el decil más alto recibía el 29,8 % de los ingresos y los deciles más bajos el 6,3%, en 2022 la relación había variado a porcentajes de 28,7% y 5,6%, respectivamente[13]. De otro lado, el bajo crecimiento de la economía, una balanza comercial deficitaria y una deuda pública que alcanza al 80% del PIB no prometen superar esta gravísima situación social, mientras el fisco gasta enormes cantidades para financiar la seguridad y el área penitenciaria, quizá ahora subvencionadas parcialmente por el gobierno de Trump, luego del acuerdo sobre los deportados.
La principal explicación actual del respaldo social hacia Bukele, es el establecimiento de un estado policial, que se impone por el temor a los ciudadanos y que últimamente se ha materializado en graves violaciones de derechos humanos. No es posible prever con certeza por cuánto tiempo se sostendrá aquella adhesión.
Por cierto, para envanecimiento del autócrata, la admiración hacia su aparente victoria sobre las pandillas se ha extendido más allá de las fronteras de El Salvador, pudiendo exhibir un “modelo” repetible en países con menores índices de criminalidad, pero que experimentan los efectos del discurso populista penal en la población, el cual trata de convencerla de que no es posible garantizar la seguridad ciudadana en un marco de respeto a los derechos humanos y al estado de derecho.
Con todo, ese “modelo” y este discurso se encuentran en tal sitial, en buena medida, debido a la incapacidad o la ineficacia demostrada por gobiernos democráticos en la persecución del crimen organizado con los instrumentos del estado de derecho, pero también a causa de la malicia de aquella oposición política que, frente a un gobierno que realiza esfuerzos y progresa gradualmente en el combate al delito, en vez de acompañar tales esfuerzos, los niega y los obstruye, por intereses electorales.

Como se puede constatar en los últimos años, la tentación bukeliana también se ha apoderado de actores políticos de nuestro país y es una amenaza real para la verdadera paz social. Seducidos por el “éxito” político del dictador salvadoreño, José Antonio Kast lo ha adoptado como ejemplo a seguir, luego de su visita a El Salvador, el año pasado, junto al presidente de su partido, Arturo Squella y al general (R) de Carabineros Enrique Bassaletti, y últimamente ha llegado a decir: “Necesitamos más Bukele y menos Boric”.[14] Incluso la candidata Evelyn Matthei, que había criticado acremente al salvadoreño por estar “fuera de la democracia”[15], hoy día, sin nombrarlo, promete la construcción de una mega cárcel a semejanza de la salvadoreña; y diputados de su partido piden al canciller chileno estudiar un tratado con Bukele, análogo al suscrito con Donald Trump…[16].
[1] CATO Institut, Washington, 9.05.2025.
[2] Sintomáticamente, en el acta de “expulsión” de Bukele del FMLN, se lee que observó una “conducta personalista”.
[3] https://historico.elsalvador.com/ 20.05.2014. Leído el 26.05.2025.
[4] Información proporcionada por el ministro de Defensa Nacional, René Francis Merino. 07.01.2025
[5] CIDH, Informe Estado de excepción y derechos humanos en El Salvador OEA/Ser.L/V/II Doc. 97/24, 28 de junio de 2024. Este informe da cuenta de “la detención de miles de niñas, niños y adolescentes”.
[6] CIDH, Informe Estado de excepción y derechos humanos en El Salvador OEA/Ser.L/V/II Doc. 97/24, 28 de junio de 2024
[7] Informe de Socorro Jurídico Humanitario, Share Foundation, 26.05.2025
[9] El País, 01.05.2025.
[10] The Guardian, 25.05.2025
[11] Gobierno de El Salvador, Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples (EHPM), 2023.
[12] Federación de Cámaras de Comercio del Istmo Centroamericano (FECAMCO), investigación El empleo en Centroamérica: desafíos y oportunidades para el desarrollo de la región, 2025.
[13] Banco Mundial, Plataforma de Pobreza y Desigualdad, 2022.
[14] https://www.biobiochile.cl/, 25.04.2025.
[15] CNN Chile, 31.07.2022
[16] La Tercera, 05.02,2025