Como en los viejos tiempos

por Jorge A. Bañales

El presidente Donald Trump retorna la política exterior de Estados Unidos a una fórmula pragmática: menos sermones y más negocios. La promoción de la democracia y la defensa de los derechos humanos importan menos que las inversiones y el comercio.

Policía mundial

A fines de noviembre de 1855, el comandante de la Marina de Guerra de Estados Unidos, William Lynch, al mando del balandro Germantown, sostuvo una conferencia con los capitanes de navíos de Brasil, Francia y España, anclados en el puerto de Montevideo y los diplomáticos de sus respectivos países.

Un levantamiento de proporciones revolucionarias se había extendido sobre este país y ha alcanzado un carácter tan sanguinario y desastroso que los residentes extranjeros rogaban a sus representantes diplomáticos la protección para ellos mismos y sus intereses”, explicó en su historia de la Infatería de Marina el capitán Harry A. Ellsworth, publicada en 1934.

Los mandos navales y los diplomáticos decidieron efectuar un desembarco combinado de una porción de sus fuerzas para la protección de sus nacionales y consulados. Dos de cada tres residentes en Montevideo por ese entonces, eran extranjeros.

Y así fue como un destacamento de la Infantería de Marina entró en Montevideo el 25 de noviembre al mando del teniente primero Augustus Nicholson, y el contingente se distribuyó en la custodia de los diferentes consulados y la oficina de Aduanas, donde residían los recaudos de tarifas comerciales.

Pocos días antes de que los infantes de Marina estadounidenses retornaran al balandro el 30 de noviembre ocurrió un incidente que la historia conserva un ejemplo “del ingenio, la bravura y la capacidad de la Infantería de Marina para actuar en emergencias”.

Los insurgentes habían capitulado”, escribió Ellsworth. “Después que fueron desarmados los nacionalistas los atacaron y hubiera ocurrido una matanza si el teniente Nicholson y sus Marines no se hubiesen interpuesto entre las tropas del gobierno y los insurgentes para evitar tal catástrofe”.

Las contiendas entre bandos, que por el color de sus divisas se identificaban como blancos colorados,llevaron a otra revolución y otro desembarco de Marines en 1855 ya que “ninguna facción parece capaz de sujetar las riendas del gobierno por más de dos o tres años consecutivos antes de ser depuesta y que otra de origen revolucionario ocupe su lugar”.

No hay dos sin tres y en 1868, ocurrió otro levantamiento durante el cual gobernador Venancio Flores pidió al cónsul estadounidense James Long la protección para sí mismo, sus leales y la Oficina de Aduanas en el puerto. En esta ocasión, anclados en el puerto había buques de guerra de Brasil, Francia, Gran Bretaña, Italia, España y Estados Unidos. La inestabilidad política de la joven república culminó el 15 de febrero con el asesinato de Flores.     

El levantamiento, según Ellsworth, “tenía poco o ningún significado político y carecía de cualquier propósito fijo”.

El contralmirante H Davis de la Marina de EE.UU. que comandaba una flotilla de cinco naves, indicó en su informe oficial que “el predominio de los intereses extranjeros aquí (Montevideo) y en ciudades grandes de la República Argentina probablemente harán conveniente que, en un período no distante, se les confiera una defensa permanente contra estas insurrecciones o revueltas, de las cuales muy pocas poseen siquiera un matiz de motivo”.

Dos aspectos las intervenciones en Uruguay y las que se multiplicaron en el siglo XIX merecen atención.

La intervención militar de Estados Unidos respondía, entonces, a objetivos claros y limitados: la protección de los intereses económicos, la de su representación diplomática y la de sus ciudadanos o los de sus aliados.

Y los interventores mostraban poca inclinación a comprometer su fuerza militar en apoyo de una u otra facción o siquiera de entender los conflictos.

Cada cual con su cada cual

El 14 de junio el Ejército de Estados Unidos celebrará su 250 aniversario con el desfile en Washington DC de unos 7.000 soldados, 370 vehículos y el sobrevuelo de 70 aviones de guerra. 

Ese día cumple 79 años del presidente Donald Trump quien tendrá, al fin, el espectáculo castrense que ha anhelado por años y la imagen mediática del líder que observa a los uniformados desde un palco contribuirá a la del “hombre fuerte” que él cultiva.

Los desfiles militares, con despliegue de tropas y armamento al estilo Corea del Norte, China o Rusia, son raros en Estados Unidos.

Según la agencia Reuters la demostración tendrá un costo de unos 45 millones de dólares, una factura que cubre el traslado y alojamiento de las tropas y la movilización de los vehículos, incluidos, al menos, 25 tanques Abrams M1. 

 El lunes Trump recordó a una multitud que durante su segundo mandato Estados Unidos será sede de la Copa Mundial de Fútbol y de los Juegos Olímpicos.

Lo tengo todo”, añadió. “Es asombrosa la forma en que las cosas ocurren. Es obra de Dios”.

Las autoridades municipales están preocupadas por el daño que las orugas de los vehículos puedan causar en el pavimento capitalino a lo largo de la ruta desde el Pentágono, sobre el puente de Arlington y la Avenida Constitution hasta la Casa Blanca.

Espectáculo aparte es probable que durante la presidencia de Trump las intervenciones militares en el exterior, si ocurren, se parezcan más a las breves intromisiones de los Marines en las guerras civiles uruguayas que a las guerras prolongadas como las de Vietnam, Afganistán o Irak.

En sus casi 250 años de historia Estados Unidos ha intervenido militarmente en el resto del mundo en unas 400 ocasiones (una de ellas, en Chile, en 1891) de las cuales al menos 180 incluyeron el desembarco de infantes de Marina. A ello deben sumarse intervenciones de otro tipo como la subversión de gobiernos constitucionales, la financiación de tal o cual partido y otras acciones clandestinas.

Trump ha expresado repetidas veces que aborrece las “guerras interminables” en las cuales EE.UU. se ha involucrado, según su opinión, para defender a aliados locales en conflictos regionales que no amenazan a la seguridad nacional de Estados Unidos.

A Trump, asimismo, le va a contrapelo el concepto de Estados Unidos como “adalid del mundo libre” con la obligación de promover la democracia aún si ello implica el cambio de regímenes y el compromiso con tal o cual facción indígena.

A Trump le molesta la trama de instituciones multilaterales que EE.UU. contribuyó a tejer desde la Segunda Guerra Mundial con organizaciones enfocadas en los derechos humanos, el ambiente, las condiciones laborales, la protección de la fauna y la flora, la violencia doméstica, las libertades religiosas, la salud global, las comunicaciones, la coordinación de policías y las alianzas para el progreso.

El segundo advenimiento de Donald Trump a la presidencia presenta un cambio radical en la política exterior de Washington, sustentado en una visión tradicionalista de la geopolítica y la nación estado que data del Tratado de Westfalia con el cual en 1648 los europeos cerraron décadas de guerras religiosas.

Ese pacto puso los cimientos de un orden internacional que reconoce la soberanía estatal y las fronteras demarcadas claramente, y repudia la intromisión en los asuntos internos de otras naciones. La idea es que lo que cada soberano haga en su territorio es asunto suyo y de sus súbditos y no justifica la intervención de los de afuera.

El gobierno de Trump parte de una visión estratégica en la cual la zona de seguridad nacional se extiende desde el Ártico y Groenlandia hasta el Canal de Panamá, y sólo la defensa de ese ámbito amerita el uso de la fuerza militar. Los conflictos que surjan afuera de ese mapa no merecen el gasto de una intervención estadounidense.

Consecuente con esa noción, Trump ha mencionado –en su estilo peculiar de amenaza postergada- la anexión de Canadá y Groenlandia, la reposesión del canal interoceánico en el Istmo y una reducción de la protección militar que Estados Unidos mantiene en Europa, Japón, Corea del Sur y Taiwán.

La reciente gira de Trump por el Oriente Medio, que esquivó a Israel, brilló por los acuerdos de negocios milmillonarios sin menciones a la situación de derechos humanos, derechos de las mujeres, libertad de prensa, el cambio climático o la tolerancia religiosa.

Trump no habla mucho de la democracia ni le preocupan demasiado los procesos legislativos. Tanto en la política exterior como en sus políticas domésticas está construyendo una noción de la autoridad gubernamental con el mensaje claro de que, en todo nivel, lo que prima es el interés propio y la personalidad del líder.

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