Todos sabíamos. Nadie dijo nada, pero fingimos estar escandalizados.
Todos sabíamos que esa colega no estaba enferma. Que su licencia no respondía a una dolencia verificable, sino a un malestar más difuso: hastío laboral, necesidad de tiempo libre, o simplemente la posibilidad de “ganarle al sistema”. Todos sabían, pero nadie dijo nada. Hasta que la Contraloría o los medios hicieron visible lo que era vox populi. Entonces, todos fingimos sorpresa y salimos a predicar virtudes que no practicamos. Porque somos una sociedad enferma… aunque sin licencia médica.
La escena se repite. Y no es solo en salud. Hay licencias falsas como hay boletas truchas, informes inflados, gastos inventados, trabajos mal hechos, horas extraordinarias ficticias, sueldos obscenos, enormes y pequeñas complicidades para delinquir. Lo inquietante no es solo la falta ética en todos los niveles, sino la cultura que la permite, la respalda, la celebra o la utiliza electoralmente y luego se lava las manos con fingida indignación.
Hoy hablamos de una de esas prácticas: las licencias médicas falsas o exageradas. No porque sea la más grave, sino porque es paradigmática. Porque en ella se cristaliza un tipo de corrupción que no necesita maletines ni trajes caros: basta con una firma, un silencio y una justificación aceptada. Basta con que la celebrada “libertad, carajo”, o la endiosada “iniciativa privada”, vean aquí un nuevo nicho de mercado.
Esa es la corrupción blanda: un cáncer social que no duele de inmediato, pero que termina gangrenando el cuerpo entero.
Las cifras, si se quieren, están ahí. Cada año, decenas de miles de licencias son objetadas por contralorías médicas. Hay médicos que emiten cientos de documentos en un solo mes. Hay empleadores que no se atreven a denunciar por temor a represalias. Y hay, sobre todo, una ciudadanía que conoce el fenómeno, lo comenta en voz baja y, en muchos casos, lo utiliza.

Cada licencia falsa es una carga más sobre el sistema de salud pública. Es una atención que se posterga, un recurso que se desperdicia, una desconfianza que se instala. Es un paciente real que debe justificar una enfermedad verdadera con más pruebas que quien la inventa. Es un presupuesto público tensionado por costos evitables. Y es, sobre todo, un pacto social que se resquebraja.
Porque lo que está en juego aquí no es solo dinero. Es la legitimidad. La frágil red de confianza que sostiene a cualquier sociedad. Cuando la norma se vuelve decorativa, cuando todos saben que se puede burlar sin costo, lo que se erosiona es la idea misma de comunidad.
¿Cómo construir un Estado eficaz, si cada engranaje se oxida en pequeñas traiciones consentidas?
La corrupción blanda no es menor. Es estructural. No porque esté escrita en leyes, sino porque está grabada en hábitos. En la cultura del “no pasa nada”. En el escándalo fingido. En el silencio cómplice. En la idea de que la ley es para otros, y que “lo mío” es poco en comparación con la gran corrupción de los poderosos.
Pero no hay democracia que resista sin ética básica. No hay Estado que funcione si la ciudadanía no quiere que funcione. Podemos tener instituciones impecables en el papel, pero si cada quien —y las propias instituciones— hacen trampa cuando pueden, lo que construimos, finalmente, es una farsa.
No se trata de fingir sorpresa ni de clamar por “mano dura”. Se trata, simplemente, de mirarnos al espejo. De asumir que también en lo pequeño se juega lo grande. Y que lo grande modela lo pequeño. Que cada licencia falsa, cada abuso menor, debilita lo que decimos defender: la salud pública, la justicia social, la dignidad compartida.
Quizás sea hora de hablar de esto sin miedo. Sin moralismo, pero sin cinismo. De preguntarnos por qué toleramos lo que sabemos que está mal. De construir formas colectivas de autocuidado y control social que no dependan solo de sanciones externas, sino de acuerdos íntimos.
En una sociedad sana, donde los sistemas públicos funcionen con relativa eficiencia, no basta el diseño institucional. Es necesario que haya una cultura cívica que desincentive el abuso y promueva la corresponsabilidad. Que la trampa no sea celebrada, sino vergonzante. Porque el Estado no es un enemigo, sino una construcción común que, si no cuidamos, termina derrumbándose.
Chile no llegará ahí con más leyes. Ni haciendo más de lo mismo que nos ha llevado hasta aquí. Llegará —si llega— cuando decidamos colectivamente que una sociedad justa no puede basarse en la trampa tolerada y el abuso consentido. Que la dignidad se defiende también en lo cotidiano. Que decir la verdad no es traicionar, sino ser parte.
Porque todos sabíamos. Y tal vez, por fin, sea hora de empezar a decirlo.
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Toda la razón, querido. Lo que no lo hace menos doloroso enquistado en el alma nacional