Los desafíos de 2025: ¿hay opciones para el progresismo?

por Gonzalo Martner

Las izquierdas y las centroizquierdas en Chile vienen teniendo, a pesar de ocupar el gobierno por mandato democrático en diversas fórmulas durante 27 de los 35 años transcurridos desde 1990, reiteradas dificultades de consolidar una identidad y una proyección de su opción política. Esto se vincula a divergencias programáticas y de ideas sobre los cambios que requiere la sociedad chilena y su sentido y profundidad, lo que es parte de todo proceso plural y de convergencias amplias de este tipo, y a la dificultad de discutir los temas en su mérito y llegar a compromisos claros en cada etapa política. Pero sobre todo se debe al deterioro clientelístico de sus prácticas, al alejamiento de las aspiraciones de la mayoría social realmente existente y a una subordinación acrítica al vaivén de las encuestas.

Entre tanto, se fue haciendo cada vez más eficaz la defensa de los intereses de la minoría oligárquica en la sociedad chilena. Prevaleció la continuidad del bloqueo institucional a la voluntad mayoritaria, disminuido solo en parte en 1989 y con un excesivamente lento desmontaje posterior, con hitos como el fin de los senadores designados en 2005, el del sistema binominal en 2014, la reducción a 4/7 del quórum de reformas constitucionales en 2022 y a la mayoría de los parlamentarios en las leyes orgánicas en 2023. Queda pendiente la reformulación del Tribunal Constitucional en su indebido rol actual de tercera cámara legislativa, y reorientarlo a la preservación de los derechos fundamentales, así como cambiar el carácter poco representativo de la ciudadanía del sistema electoral del Senado.

A esto no fue ajeno el que una parte de la centroizquierda se acomodara a instituciones con rémoras y enclaves no democráticos, a una economía de mercado marcadamente concentrada y con baja competencia, a una seguridad social y sistemas de salud y educación no suficientemente desprivatizados, a la entrega de la provisión de servicios básicos a capitales externos con altas tarifas para los usuarios, a una tributación todavía regresiva y a la extracción privada de recursos naturales sin el pago debido de su valor al legítimo dueño, el país. Incluso hubo quienes aceptaron y siguen aceptando subordinarse a grupos económicos para financiar campañas, con personas provenientes de las administraciones progresistas incorporadas a las gerencias y lobbys del gran empresariado.

Junto a episodios de corrupción y abusos de distinta índole y espectro, relativamente puntuales pero corrosivos, se generó un descrédito general de la acción política democrática ante la ciudadanía. Su rol de representación de intereses e ideas y de capacidad de arbitrarlos civilizadamente de manera periódica acudiendo a la soberanía popular y al principio de mayoría y de respeto a las minorías, se diluyó en el espacio público en medio de una cultura política más personalista y más agresiva. Impactó con fuerza el nuevo contexto comunicacional con medios dominados por grupos económicos conservadores y el de las redes sociales como canal de expresión de resentimientos y violencias verbales. Emergieron expresiones de desparpajo en el liderazgo político y en la conducta de actores públicos, en medio de un visible deterioro y manipulación de la justicia y de falta de igualdad ante la ley. Avanzó desde la extrema derecha una polarización odiosa con rasgos primitivos, en detrimento de los valores de respeto democrático en la esfera política.

La sociedad fue acumulando tensiones que dieron lugar, bajo los gobiernos de derecha, a las movilizaciones por la educación en 2011 y al llamado «estallido social» en 2019, en realidad una rebelión desde abajo contra los de arriba de amplia magnitud, pero inorgánica. En la posterior apertura de un cauce institucional se evidenciaron potenciales de avance democrático y emancipador, pero fueron canalizados hacia el predominio de particularismos que erosionaron la capacidad de construir una perspectiva mayoritaria común alrededor de los principios democráticos y de los valores de igual libertad, prosperidad compartida y sustentabilidad.

La irrupción de una nueva generación política fue capaz de derrotar a la extrema derecha en 2021, pero no de ganar una mayoría parlamentaria, mientras su falta de experiencia y propensión a los divertimentos inconducentes en el discurso, en la formación de equipos y en la práctica gubernamental provocaron un daño al conjunto del progresismo.

Esto se combinó con la persistencia de una ortodoxia económica ampliamente improductiva, con personas que el premio Nobel de economía Paul Krugman llama Gente Muy Seria, pero no por eso pertinentes en sus enfoques de política: el actual gobierno decidió someterse a un ajuste fiscal de magnitud lesiva para la actividad y el empleo, programado por el gobierno anterior -que dejó que la demanda de consumo se fuera a las nubes en el periodo electoral previo, lo que debía ser corregido- y a tasas de interés extremadamente altas fijadas por las nuevas autoridades de derecha del Banco Central, nombradas en marzo de 2022 fruto de un pacto absurdo.

Esta orientación fue mucho más allá de lo necesario para controlar la inflación, cuyo fuerte componente externo era transitorio y no se debía atacar con una recesión. No se llevó a cabo una más prudente política de aterrizaje suave después de la crisis pandémica para consolidar una senda de estabilidad dinámica de la economía. A pesar de meritorios logros como mejorar el cobro de las pensiones de alimentos, el aumento del salario mínimo, las 40 horas laborales, el acuerdo sobre la deuda a los profesores y una reforma de pensiones parcial, se acumuló un retraso en la creación de empleo y no se logró revertir mayormente la precariedad del trabajo y las arbitrariedades y exclusiones. La diversificación de la economía sufrió golpes en sentido contrario como el cierre de Huachipato, junto a un acuerdo con SQM por el litio con plazos y supuestos discutibles y pocas iniciativas de aumento del valor agregado nacional. Se aceptó, además, límites indebidos al pago de regalías en la extracción privada de recursos mineros, lo que implicará menos recursos para el Estado en el actual ciclo alto de precios del cobre.

El gobierno tampoco logró controlar el miedo del que se alimenta la extrema derecha, esparcido en abundancia por los medios, especialmente en materia de delincuencia, de inmigración no regulada y de temor al desempleo y la enfermedad. No se contrarrestó la narrativa opositora al no ofrecer una alternativa económica con más énfasis en la creación de empleos con derechos, de una salud protegida de los abusos de los seguros privados y de las listas de espera públicas, así como una enérgica política de seguridad en alianza estrecha con los poderes locales. Fortalecer unas policías necesitadas de urgentes reformas no era suficiente frente a las nuevas realidades delictuales, ni para abordar las causas de la delincuencia y la realidad de los cientos de miles de jóvenes que no estudian ni trabajan en el Chile de hoy, confinados en guetos urbanos que son su caldo de cultivo. Ni para actuar con suficiente eficacia frente al nuevo crimen organizado proveniente del exterior. Tampoco se logró canalizar a tiempo la inmigración por cauces legales, después de los llamados políticamente interesados de Piñera a los venezolanos necesitados de salidas a su angustiosa situación, en los límites de la capacidad de acogida con derechos. Todo esto suponía avanzar a un Estado más fuerte, más probo y más profesional.

Hizo daño, además, la persistente alineación internacional pro Maduro y pro Putin de una cierta ortodoxia en una parte de la izquierda tradicional, que se demostró incapaz de evolucionar y creó grietas de confianza sobre el sentido y orientación democrática del esfuerzo unitario de avance social que ha intentado representar el gobierno actual y la coalición amplia alrededor suyo.

Se alimentó así la histórica derrota del cambio constitucional en septiembre de 2022, aunque tampoco se dio curso a la regresión antidemocrática plebiscitada en diciembre de 2023. La sociedad quedó inmersa en un empate institucional sin respuestas innovadoras y se frustró el impulso de cambio social acumulado previamente.

La derecha y la extrema derecha revigorizada están ahora de vuelta en las preferencias de la opinión pública y tienen la posibilidad, si son capaces de manejar sus fracturas y esconder su programa real de regresiones sociales y limitaciones a la democracia, de alcanzar el gobierno otra vez en la elección de 2025. Una opción de recuperación del progresismo pudo haber surgido con una tercera candidatura de Michelle Bachelet, pero ésta la declinó, lo que es respetable.

¿Quedarán ahora las opciones para el electorado progresista remitidas a alternativas poco convocantes, en un contexto en que existe la posibilidad de que la segunda vuelta presidencial se dirima este año entre la derecha y la extrema derecha? Las falencias del progresismo descritas no invalidan el sentido de su proyecto y, al revés, deben ser asumidas con franqueza para dar cuenta de lo hecho y abrir un nuevo estilo y una nueva etapa de reconquista de la confianza ciudadana. 

Tiene sentido conjeturar que se equivocará el camino si, dada una lectura equivocada del estado de la opinión pública, la plataforma del progresismo y de la izquierda se centra en la contención policial a la delincuencia. Esta es necesaria, pero no aborda sus causas, mientras la derecha es más resonante en la materia dada su proclividad natural a la violencia represiva, representada en este caso por la hija de un ex miembro de la junta militar y el hijo de un exmilitar nazi y de una familia involucrada en la violación de derechos humanos. Si se combina con una oferta de prosperidad basada en darle más y más garantías a la inversión privada (materias en las que, por lo demás, el actual gobierno no tiene una buena apreciación de la opinión pública), el discurso económico progresista de innovación, diversificación, inclusión social y sostenibilidad dejará de existir y se diluirá en el de la derecha y el libremercadismo. Este es, por lo demás, más creíble en materia de proximidad con el gran empresariado, pues lo representa directamente (la presidenta de la CPC es una ex ministra de Piñera).

Otra opción será probablemente una plataforma que ofrecerá mucha participación social y redistribución, pero que debe resolver la ausencia de credenciales suficientes de eficacia en la gestión de gobierno, aunque muchos de sus personeros han mostrado amplias capacidades, y en la gobernabilidad democrática, pues, en el caso de algunos de sus sectores, requiere de una necesaria distancia con modelos externos autoritarios que no se ha visto, de los que, con toda razón, la mayoría desconfía.

Cabe preguntarse si podrá emerger y consolidarse una plataforma que proponga nuevos cambios con seguridad, lo que requiere un compromiso mayor, en nombre del interés general, contra toda práctica de subordinación al lobby de los segmentos que extraen rentas en detrimento del resto de la sociedad.

Esta plataforma debe combinar credenciales de firmeza en su capacidad de gobernar y ser, a la vez, inclusiva de la mayoría social y siempre democrática en sus métodos. Ese es el sello propio del progresismo y de la izquierda en la actual etapa de la historia de Chile. Ampliar su credibilidad requiere de un renovado compromiso con la probidad y de propuestas que asuman las falencias actuales y los errores cometidos, así como los logros obtenidos para avanzar a una nueva etapa. A partir de ahí, se podrá comprometer firmes avances en el combate al crimen organizado, pero también en los temas en los que el progresismo tiene mucho más credibilidad que la derecha: la reforma democrática del sistema político; terminar con la ineficacia y politización del Ministerio Público; ampliar la seguridad basada en la solidaridad comunitaria y vecinal en alianza con policías reformadas que aumenten su proximidad con la población; la creación de empleo con derechos como la negociación colectiva amplia de los salarios y de las condiciones de trabajo; un fuerte programa de formación e inserción de los jóvenes que no estudian ni trabajan; una mayor seguridad social en salud y pensiones; más avances en la equidad de género y en los derechos de las mujeres; más avances en la lucha contra las discriminaciones; más apoyo a las tareas de cuidado; el fortalecimiento de las empresas públicas en minería y servicios básicos y de la economía social y solidaria; el aumento de la competencia en los mercados y la protección del consumidor en precios y condiciones de los contratos y seguros privados; una fuerte profesionalización del servicio público; la insistencia en una tributación progresiva y la redefinición con un sentido pro-consumidor de las tarifas públicas; mejorías en la calidad de la educación pública y en el acceso a la cultura; programas más ambiciosos de vivienda y urbanismo con sentido integrador y sostenible y la aceleración de la transición energética y la diversificación industrializadora para poner a Chile más cerca de la vanguardia global en esta área. 

No se aprecia aún, en el actual escenario, una combinación de este tipo. La promoción de personas no es suficiente. Tal vez pueda lograrlo una nueva dinámica provocada por unas primarias amplias y diversas entre los nuevos liderazgos y propuestas progresistas, que puedan convivir más allá de los egos y realicen un debate respetuoso y constructivo sobre el futuro del país, del que emerja una alternativa amplia y colaborativa de gobierno en contraste con la regresión social y democrática y la lógica de confrontación que promueven, sin medias tintas, tanto la derecha como la extrema derecha.

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